Capítulo 40

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—¿Estás bien, hija? —pregunta mi madre en la cena.

Nosotros nunca comemos todos juntos por cuestiones de horarios, excepto en navidad y en año nuevo, ahora en la mesa estamos las dos y Mike. Mi amigo suelta una risita entre dientes a la pregunta de mamá, pues sabe la razón de su cuestionamiento.

—Sí, ma —afirmo—. ¿Por qué lo dices?

—Nunca sonríes tanto —repone. Agacho la cabeza—. Quizás tienes una parálisis o algo, ¿te mojaste estando acalorada? Sabes que eso te tuerce la cara.

Mike ríe por ese comentario, pero no por la superstición de mamá sino a mi costa porque él sí es plenamente conocedor del motivo del congelamiento de mi cara en un gesto tan impropio de mí como lo es una sonrisa.

—No tengo parálisis, mamá —replico—. Sólo estoy feliz porque Mike está acá.

Mi amigo emite un «sí, claro» disimulado por una mala tos, mamá lo nota, pero se limita a reír con él. Ruedo los ojos y me levanto de la mesa, llevo mi plato al lavavajillas y me encamino a la habitación.

—Buenas noches, señora Hamilwein —escucho que mi amigo se despide, a los seis segundos entra conmigo y cierra la puerta.

—Así que... —Sonríe con burla—. ¿Ahora sonríes por mí?

—Siempre sonrío por ti —respondo—. Me duele que lo dudes.

—Ajá, claro —murmura. Se quita la camiseta y los zapatos. Se coloca una pantaloneta cómoda para dormir y se mete en la cama—. Llevamos años de conocernos y de repente te alegra mi humilde compañía.

—No sigas, Mike —advierto, escucho que prende el televisor, yo apago la luz y me cambio mi ropa por mi pijama—. No es gracioso.

—¿De qué hablas? —Se hace el inocente. Llego hasta la cama y me acuesto a su lado.

—Sacarás el tema del vecino, te conozco.

—No lo había pensado —exclama—, pero ya que lo mencionas, podemos discutir tu verdadero motivo de sonrisas de enamorada.

—No son sonri... —Sí lo son—. Como sea, Mike, no hablaremos de eso.

Mi amigo abre su brazo y me acurruco a su lado, baja el volumen del televisor y susurra:

—Solo te diré una cosa más al respecto entonces. —No digo nada, pero él sabe que lo escucho—. Mereces ser feliz, Mer.

Cambia de tema, Esmeralda. Esto no va por buen camino.

—¿Por qué Mer? —cuestiono.

Suelta una risita ahogada y me aprieta cariñosamente el hombro, aceptando mi cambio de conversación.

—Por Mérida, la de la película...

—No —interrumpo—, me refiero a que siempre me das un apodo, ¿no te gusta mi nombre?

Dulce venganza  •TERMINADA•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora