Tornado en San Carlos. DayanaPortela

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Era 23 de diciembre de 2016, medianoche. La luz se fue y la tormenta se hizo intensa. Comenzó a granizar, a golpear contra los vidrios, a sacudir la puerta. El techo comenzó a gotear, justo encima de la cuna de Sakura, y la pasamos a la cama matrimonial. Mi esposo se puso nervioso, el auto estaba afuera, a la intemperie, bajo aquella granizada anormal. No llegó a durar quince minutos, quizá fueron diez, pero en lo que duró fue eterno.

Ya habíamos tenido un tornado en Dolores, en abril, y una turbonada en Piriápolis, en octubre. El clima en el país ha estado de lo más extraño, nunca habían pasado estas cosas en los últimos setenta años.

El teléfono suena. Era la hermana de mi esposo, se había volado el techo del garaje. Dejé a Sakura con mi madre que en ese entonces vivía con nosotros y salimos al exterior.

La calle era una boca de lobo y el viento no era más que una brisa. No hacía frío, pero tampoco calor, era verano. En la calzada había todo tipo de cosas, desde basura, ramas, tendido eléctrico y chapas de techos de casa. Y nos dimos cuenta que habíamos tenido mucha suerte, demasiado diría.

Mi esposo se pone al volante, yo aún no sabía conducir, y fue muy despacio. La lluvia ya había parado. Árboles de las veredas habían caído, muchos de ellos grandes, cortando las calles. La gente salía desesperada. Muchos habían perdido su hogar. Las únicas luces eran los focos de los autos. La avenida era un caos. La calle que pasa frente a la casa de mi cuñada estaba inundada, el agua nos llegaba a los tobillos. Todos estábamos bien.

Pero hubo una muerte, treinta heridos, y una cicatriz que marcaría San Carlos por siempre.

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