Regalo de Navidad. DayanaPortela

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Si bien hacíamos pocos días que vivíamos en este gato negro callejero, todos nos sentíamos como
una gran familia pulgosa de diez integrantes. La mayoría éramos pariente sanguíneos, sólo dos ya
estaban aquí cuando llegamos, pero nos hicimos buenas pulgas en seguida. El gato era flaco, pero
tenía suficiente pelo como para que todos viviéramos cómodamente.

Y no era siempre que se tenía la oportunidad en la vida pulgaria de pasar por una navidad.

Lo habíamos oído de unos humanos mientras el gato ronroneaba bajo la mesa del restaurante para
pedirles los restos. Organizaban un amigo secreto, o invisible, como se llamase. Esa idea despertó el
interés de toda la familia, así que nos pusimos de patitas a hacer uno también.

Ese mismo día llegaron pulgas nuevas. Eran tres, desconocidas por completo, pero como éramos
familia las recibimos con una gran fiesta. Y por supuesto la agregamos a la lista para el sorteo. Se
hizo tal alboroto esa noche que ni el gato pudo dormir, nos acariciaba constantemente en señal que
también le agradaba el festejo.

Anotamos nuestros nombres en hilos de cabello oscuro con nuestros dientes. Los colocamos en una
bolsita tejida por la más vieja del grupo y de a uno fuimos sacando los nombres. Mi sorpresa fue
enorme cuando vi a un nombre desconocido. Así que me había autoasignado la misión de descubrir
quién me había tocado, y luego, elegir el regalo perfecto.

Aún seguíamos en el medio de una fiesta, tomé un sorbito de sangre y me acerqué a la pulguita más
pequeña, la que había llegado por último.

—Hola… Tu nombre es Pulsheena, ¿cierto? —indagué, y creo que la asusté porque dio un
respingo—. ¿Quieres más sangre? La zona detrás de la pancita es la mejor...

—Soy… soy Milga —tartamudeó—. Pulsheena es aquella de allí —indicó, levantando una patita a la
más alta de los nuevos—. Y no, gracias… Ya estoy… satisfecha —agregó, hipando. Se ve que ya
comenzaba a emborracharse.

Me llevé dos patitas al mentón y quedé pensativa. Así que aquella era Pulsheena. ¿Qué le puede
gustar a una pulga recién llegada? Con esa pregunta en mente me fui a dormir a mi rincón favorito,
detrás de la oreja izquierda. Al día siguiente, con los primeros rayos del sol, salimos con el gato hacia
el basurero más próximo. No había nada interesante allí más que restos de comida y un zapato viejo
y agujereado. Nada de eso era un buen obsequio.

Luego el gato se trepó a un balcón donde una señora regaba sus tunas. ¿Le agradaría una espina?
Balanceándome sobre mis patitas, lo descarté al instante.

Bajo la mesa del restaurante sólo había restos de comida humana. Nada interesante para una pulga.
En la acera de la avenida principal sólo había agua empozada y el gorro de un niño pequeño.

Bajo el ventanal de una biblioteca que olía a libros añejos sólo había polvo y un par de hojas
amarillentas que se habían desprendido con el viento. No eran llamativas lo suficiente como para
tomarlas como un regalo.

Cuando llegamos al parque, el gato corrió por el pasto, jugueteó con una pelota perdida y luego se
tendió bajo un árbol enorme y robusto. Se durmió y yo encontré lo que buscaba:

Un diente de león.

Me aseguré de que el minino no fuera a moverse por lo menos por el rato que me tomaría tomar
una semilla. Tomando aire profundamente, me encaramé en su hocico y caminé con terror sobre el
bigote más alto. Estiré la patita y alcancé a tomar uno de ellos; se veía hermoso.

La navidad era esa misma noche y yo tenía con qué envolverlo.

Lo guardé en mi rincón detrás de la oreja, bien atado con el cabello del gatito para que no se
perdiera, y me quedé esperando que la noche llegara. Lo supimos cuando el ruido de las luces en el
cielo asustaron a nuestro hogar y se fue disparando hacia un lugar seguro. Cuando todo terminó,
entre risas y bebidas carmesí, empezamos a entregar los obsequios.

Cuando finalmente fue mi turno de dárselo, lo hice con una sonrisa trémula, pensando que quizá
aquella semilla no era lo mejor del mundo, y que no había puesto lo mejor de mí en la búsqueda.
Aún así, Pulsheena me devolvió el gesto y me agradeció.

—Si no es suficiente, te puedo ofrecer algo más, lo más valioso que es para mí —le dije, temiendo
que aquello no le agradara.

—¿El qué? —preguntó con curiosidad.

—Mi amistad…

Y así, la que ganamos un excelente e inolvidable regalo, fuimos ambas.

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