Post-resaca

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Le duele la cabeza

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Le duele la cabeza. Una tormenta de rayos y truenos que escarnecen las orejas y taponan el conducto vestibular del oído hasta dejarlo sordo. Preferiría estar debajo de una cascada, sintiendo el agua férrea mojándole el pelo, enfriándole las neuronas o la falta de ella puesto que tiene la terrible idea de que el alcohol barato de la noche anterior ha terminado por dejarlo tonto. O más de lo que ya es usualmente.

Resaca, tiene resaca.

El traqueteo del tren al coger una curva no ayuda nada, lleva todo el viaje yendo y viniendo del baño. Para vomitar, claro, aunque por último sólo es bilis, ilusiones y esperanzas. Debería ser de los borrachos que al levantarse no se acuerdan ni de la mitad de sus aventuras, podría haber sido protagonista de Resacón en las vegas y construir un edificio con forma de hada, ver una batalla epiquísima de orugas, salvar a una señora mayor de los precios altos y considerablemente estafadores de un veinticuatro horas que vende de todo pero que, posiblemente, sólo sea una estratagema para vender armas, o cocaína, o polvos flú*. Y despertarse en medio del Sahara con un camello lamiéndole el pelo. Sería mucho mejor que tener el estómago del revés, segregando odio y líquido pre-Te estás muriendo, y tener ganas de arrancarse el cráneo con tal de liberar un poco la presión constante que podría destruir camiones en un abrir y cerrar de ojos.

Él no es religioso, pero, Llévame ya, Dios, por favor.

—Lo mejor es seguir bebiendo, yo me he puesto un poco de ron en el café, para paliar las ganas que tengo de reventarme contra el suelo. Verás cómo se te pasa. —Aseveró Iñaqui esa mañana, tirado en el sofá, con la misma ropa de ayer, después de tirarle las llaves con los ojos cerrados en dirección contraria a la suya.

Claro que sí, mañana vuelvo a beber. Corriendo.

Agradecía a su madre por haberle llamado el día anterior recordándole unas tres mil veces que dejara hecha la maleta, ya que "Eres muy despistado, hijo, recuerda traerte los apuntes". Y, como siempre, había acabado haciéndole caso; porque otra cosa no, pero Hinata era un hijo ejemplar, de los que, si tienen que ir al supermercado cinco veces seguidas porque a alguien se le olvidó apuntar un cepillo de dientes extra en la lista, lo hace; si a su hermana pierde el material de trabajo para la escuela él se lo presta; si su padre necesita una ayudita en el garaje, él le da cinco, o seis manos si hace falta.

Aun así, todo pasa a un segundo plano cuando, con toda claridad, una sierra hurga en su cabeza y remueve el material gris como si fuera un coctel molotov. Y, para más inri, las pocas horas que había dormido habían sido enteramente recordando el penoso evento de fin de curso. Funesto, con mayúsculas, subrayado en rosa fosforito, gritado a voces, sentenciado por el juez más duro en la historia de América (allí se toman la justicia de forma más dramática y a Hinata le gustaba demasiado Ley y Orden como para no pensar en sus casos al hablar de código penal, leyes y decretos).

Chicle de NaranjaWhere stories live. Discover now