Futbol de a uno

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Un escritorio desorganizado y la vista hacia los techos de otros edificios, desde el quinto piso, constituían su panorama diario. A través del gran ventanal podía ver la ciudad. Con los pies se empujó hacia atrás en la silla con ruedas, se frotó los ojos y giró el cuello hacia los lados para destensar los músculos después de haber trabajado en la misma posición por varias horas. El sudor había hecho que la camisa se le pegara a la espalda y aquello lo incomodaba. Cerró los ojos e inspiró profundo, poco a poco la cantaleta sobre cuentas y números se iba atenuando. El aroma a perfumes baratos y sudor fue reemplazado por caña quemada, el humo dulce que envolvía al pueblo donde había pasado sus primeros años de vida.

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— Santíguate, José— apuró su madre dándole un pellizco en el hombro mientras el párroco sonriente abría el zaguán que daba al patio de la parroquia.

—Sí, mamá. Perdón, se me había olvidado.

— Buenos días, señora Vizcaíno. A estos jovencitos hay que llevarlos de la mano por el camino del señor, se desvían muy fácil. —respondió el hombre con las manos entrelazadas sobre la barriga.

— Qué pena con este niño, padre.

— No se preocupe, para eso estamos. Buscamos inculcar valores cristianos a estas criaturas.

El niño se despidió de su madre y, mientras ella seguía discutiendo con el sacerdote, él corrió para encontrarse con sus amigos. Los pequeños se apresuraron para mostrar los juguetes que, como era costumbre, habían llevado a la parroquia a escondidas de sus padres. José mostraba orgulloso el nuevo carrito de madera que su madre le había comprado en el mercado.

La vida en aquel pequeño pueblo giraba en torno al ingenio azucarero y a la parroquia. Los hombres trabajaban en la siembra y quema de caña para la producción de azúcar y las madres educaban a sus hijos bajo una estricta moral católica.

Había pautas bien definidas acerca de lo correcto y aquello que no lo era. Los habitantes consideraban la autoridad del sacerdote más que la del propio ayuntamiento. Hasta lo más mínimo suscitaba un escándalo. Desde el joven que había cortado sus pantalones de la rodilla para estar a la "moda", hasta la madre soltera que tuvo que marcharse del pueblo con sus hijos por ser mal vista. Cualquier actitud o práctica que pareciera ir en contra de las normas de comportamiento adecuadas, era fuertemente reprobada y la comunidad exigía a las autoridades religiosas del lugar imponer un castigo al infractor.

Aún con todo lo anterior, los niños vivían su infancia lo mejor que podían. Asistiendo a recibir la doctrina cada sábado y a misa los domingos. Además de participar en diversas actividades religiosas que, para el pueblo, eran muy importantes. Después de las lecciones, tenían permitido comer un refrigerio y salir a jugar a un campo vecino. Representaba el mejor momento del día. Entre gritos y risas, pateaban el balón en el pasto, esperando que el receso no terminara pronto.

— ¡Lánzala, lánzala! Estoy solo— gritó David, corriendo de espaldas y agitando las manos en el aire para ser notado.

Daniel pateó el balón tan fuerte que este fue a dar a la calle, golpeando al caballo del carretonero Job. El hombre transportaba a una familia que venía llegando al pueblo. La carreta iba atestada de muebles y maletas. Los amigos se voltearon a ver de inmediato, como buscando que alguno se ofreciera a ir a recuperar la pelota. La difícil decisión no tuvo que ser tomada, ya que un niño de piel morena y cabello crespo, que debía tener alrededor de ocho años, saltó de la carreta para devolver el balón a los jugadores. Los niños notaron que adornaba su cuello con un collar bastante peculiar. El pequeño sonrió y devolvió la bola de un cabezazo.

"Futbol de a uno"Where stories live. Discover now