Capítulo III: La playa

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El domingo, Otabek se despertó casi a la hora de comer y lo primero que hizo fue revisar si tenía mensajes nuevos en el teléfono; pero aparte de unos cuantos de Phichit, insistiendo en que le contase lo que había pasado el día anterior, no había nada interesante. (Traducción: no había nada de Yuri.) Se levantó, se puso un chándal cualquiera y bajó a la cocina.

—Buenos días —le deseó su madre, ataviada con un delantal con manos de pintura estampadas que Otabek e Irina le habían regalado el año anterior—. ¿Me ayudas a hacer la comida?

—Claro —dijo Otabek bostezando—. ¿Qué hago?

—Pélame estas zanahorias, por favor.

—¿Qué estamos haciendo?

—Un arrocito de verduritas. De esos que te gustan.

Otabek sonrió con todas sus ganas; su madre siempre le hacía arroz o pasta los días que volvía tarde a casa porque sabía que eran un plato perfecto para curar la resaca o, en su defecto, el cansancio de haber llegado a casa a las cuatro de la mañana.

Su madre subió el volumen de la radio; tarareaba la canción que sonaba mientras picaba cebolla con habilidad. Era una mujer alta y elegante, con el pelo tan negro como sus hijos, pero los ojos azules y radiantes, rodeados de las típicas arruguitas que salen por sonreír con frecuencia. Aunque joven —solo tenía treinta y seis años—, Olga Altin había envejecido deprisa, tras haberse visto abandonada con un niño recién nacido a los veinte. A pesar de la ayuda que le proporcionaron sus padres, había tenido que ponerse a trabajar para sacar a Otabek adelante, en vista de que el padre de la criatura no se molestó jamás en volver ni en enviar un duro. Y cuando Otabek cumplió diez años, Olga conoció a otro hombre; él apenas sabía lo que estaba pasando, solo recordaba a su madre muy feliz, cantando todo el día, durante algunos meses, hasta que de un día para otro se acabó la música, las sonrisas y el buen humor. Su madre lloraba a veces durante horas enteras encerrada en su habitación, mientras el pequeño Otabek se acurrucaba en su cama sin saber lo que ocurría, pero deseoso de ayudar a su madre. No obstante, se enteró en poco tiempo; un buen día, su madre le preparó un chocolate caliente, lo sentó en el sofá y le explicó que iba a tener una hermanita. Otabek, ilusionado, le había preguntado si también iba a tener un papá; se había arrepentido al momento, pues su madre había estado a punto de ponerse a llorar.

—No, Beka, no va a haber papá—respondió acariciándole la cabeza—. Solo estamos nosotros dos.

—Nosotros tres —corrigió Otabek, tocando la barriga, ya algo hinchada, de su madre.

Y ocho meses después nacía Irina, y Otabek se había prometido cuidarla mucho para que su madre no se pusiera triste nunca más; y durante algunos años todo fue bien, hasta que el padre de la niña decidió aparecer y reclamar su legítimo derecho de ver a su hija cuando quisiera, a pesar de que no se había molestado en dar señales de vida ni, mucho menos, en enviar dinero. Su madre, naturalmente, se había puesto como una fiera y durante algunos meses no había parado de ir corriendo de un lado para otro, a reuniones con su abogada o al juzgado; así que ahora el padre de Irina se la llevaba de vez en cuando a comer o al parque, pero pasaba de llevarla al médico o de asistir a las reuniones escolares, y llevaban meses sin ver pagada la pensión.

—¿Dónde está Irina?—preguntó Otabek, cortando las zanahorias en rodajas.

—Entrenamiento —respondió su madre, absorta en la canción—. Tienen partido el martes. ¿Me cortas estos tomates?

Irina jugaba al baloncesto; era la escolta más temida de la ciudad.

Otabek no dijo nada. Cogió los tomates, los lavó y los picó en cubitos.

Russian bakers [AU]Where stories live. Discover now