Un sueño de muerte

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—Voy a morir hoy.

Alcé la mirada de mi trabajo y me encontré con Collin parado frente a mi escritorio. Me estaba observando solemnemente, como si estuviera esperando una respuesta.

—¿Disculpa?

—Voy a morir hoy.

Esperé haberlo escuchado mal. Al parecer, no fue así. Hice a un lado mi lápiz y crucé las manos encima de una pila de hojas de trabajo.

—¿Por qué dices eso, Collin?

—El hombre me lo dijo.

—¿Qué hombre? —Rápidamente, mi escepticismo se convirtió en preocupación.

—El hombre que me visitó mientras estaba durmiendo.

—¿Te refieres a tus sueños?

—Sí.

Suspiré.

—¿Recuerdas cuando tuvimos la conversación acerca de que los sueños no son reales?

—¿Sí?

La lección pareció haberse desperdiciado en él.

—¿Así que si esto pasó en un sueño, es real?

—Sí.

Amaba a mis niños, a cada uno de los veintitrés, pero podía ser retador enseñarle los conceptos más abstractos a un niño de siete años. Eso, y los problemas de comportamiento que surgían de vez en cuando, eran probablemente las partes más frustrantes de enseñarle al segundo grado.

—Está bien, y si sabes que los sueños no son reales y sabes que el hombre es parte del sueño, ¿eso no significa que el hombre no es real?

—No —replicó Collin con seguridad. La lógica infantil era poderosa en él—. Era real y me dijo que me iba morir hoy. Nos hará cosas malas a todos nosotros.

—Collin, ¿esto tiene algo que ver con Nutters?

Nutters, nuestro conejillo de indias que falleció recientemente, fue el primer contacto que muchos de los estudiantes habían tenido con la muerte. Habíamos pasado una buena porción del tiempo de una clase discutiendo la muerte y lo que significaba, y parecía que Collin fue afectado por todo ello. No era inusual que un niño pasara algún tiempo casi obsesionándose con la muerte en tanto se adaptaba a esta nueva y ciertamente aterradora noción de mortalidad, así que su reacción no era del todo inesperada.

—No.

—Ya sabes que puedes hablarme a mí o a cualquiera de los demás profesores si tienes alguna pregunta o estás preocupado.

—Bueno.

—¿Te encuentras bien?

—Sí.

—Bueno, cariño. Muy bien. ¿Por qué no usas el resto del tiempo de silencio para terminar tus problemas de Matemáticas?

Asintió y regresó a su escritorio, el cual estaba unido a cinco más.

«Pobre chico —pensé mientras volvía a mis calificaciones—. Tuvo que haber sido un sueño malditamente realista».

Pareció que Collin apenas se había sentado antes de que escuchara un gimoteo, señal indicadora de cataratas avecinándose. La niña pequeña a su lado, Anita, observaba su regazo con las manos enrollados en forma de puños pequeños, y su rostro se contorsionaba en la mueca feroz de alguien que estaba tratando enérgicamente de no llorar. Sin querer atraer más atención hacia ella, me levanté y me dirigí a su conjunto de escritorios.

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