La nueva tierra

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No siento nada ante estas palabras de Simón. Solo veo por la pantalla central, la masa voluminosa acercándose a gran velocidad.  Lo último que atino a decir es "Adiós Simón”, y todo se estremece e ilumina, a la vez que me parece ser transportado a través de la nave y el meteorito.  Aparezco de pronto al otro lado de la escena, flotando en el espacio fuera de la nave, y a la vez veo como ésta se reduce a partículas impactando contra el gran meteorito.  Todo sucede en breves segundos. Por último, el meteorito se estrella contra la luna produciendo un gran cráter. 

Comienzo a trasladarme a gran velocidad en dirección a aquel planeta similar a la Tierra.  Intento ordenar mis pensamientos y tratar de comprender lo que me está pasando y lo que pasó, pero me es imposible, estoy muy confundido.  Lo único que sé es que fui despedido de alguna u otra forma de la nave, pero ¿cómo?, y ahora me hallo en el espacio viajando a gran velocidad en dirección a aquel planeta sobreviviendo no sé por qué causa.

Ingreso a la atmósfera de la extraña Tierra y esta vez no soy rechazado. ¿Habré sido salvado por seres superiores? Empiezo a descender sobre un gran valle encerrado entre montañas altísimas con picos coronados por la blanca nieve.  Sobre el fondo de aquel valle encerrado como en una especie de “U” por el cordón de montañas, se divisa la mole de rocas más grande que jamás haya visto ser humano.  Es una gran montaña a la cual le calculo el tamaño de cuatro Everets juntos.  Sigo descendiendo, y abajo me aguarda un gran bosque de árboles gigantescos y frondosos.  Paso entre medio de las copas de estos y me deposito con suavidad sobre la hierba verde, fresca y húmeda, decorada por multicolores flores silvestres.  Allí quedo parado, confundido y extasiado por el aire puro y fresco, por los miles de pájaros exóticos, por un cielo azul como el mar y por un sol acariciador.  Después de salir de mi asombro, me doy cuenta que me encuentro desnudo, “valla situación” me digo, y empiezo a caminar. No sé hacia donde voy, tan sólo camino.  Y así paso un tiempo indeterminado, caminando y caminando, sin sentir el cansancio en absoluto. 

Me detengo unos instantes para tomar uno de los desconocidos frutos que se me ofrecen, entonces escucho un murmullo a mis espaldas, como de pasos sobre la hierba.  Volteo para observar y los veo, un montón de personas a mis espaldas, cientos y cientos de hombres, mujeres, niños y ancianos, todos ellos me miran y sonríen, yo también les sonrío, nuevamente miro hacia adelante y cientos y cientos de personas hay delante de mi y hacia mis costados.  Es como si siempre hubieran estado y yo había ido a parar en el centro de esa multitud.  Todos sonreímos y comemos los frutos, todos estamos desnudos y comenzarnos a caminar otra vez.  El viaje no se nos hace largo ni tampoco se nos hace corto, transcurre en un tiempo indefinido, carente de medida, en el cual gozamos ante tanta belleza que se nos ofrece, y gozamos de nuestra presencia. Estamos alegres por saber (ahora sí lo sé) que vamos “allí" sin saber lo que es ni donde queda y que nos espera, pero que vamos a llegar eso si que es seguro.

Pasa el tiempo indescifrable, me siento como en el primer momento en que posé mis pies sobre aquel planeta, ellos se sienten igual.

Al fin llegamos.  Allí está El, majestuoso, imponente, protector y temerario, el gigante rocoso, La Gran Montaña. Nos detenemos por un rato a sus pies, deleitándonos con su grandeza, con su exquisita aspereza y solemne tranquilidad. Reiniciamos la marcha. Ahora viene la segunda parte. Tenemos que escalarlo. Hay que llegar más alto que las blancas nubes que lo rodean.  Subimos, subimos y subimos sin cansarnos, sin detenernos, sin ir rápidos ni lentos, sin hablar (nunca lo hicimos desde, que llegamos al planeta), sólo sonreímos.  Cerca están las nubes brillantes que nos invitan a envolvernos en ellas. ¿De lo que me pasó después del accidente?, no tengo deseos ahora de pensar en ello.  Sé que trasponiendo aquellas nubes está la respuesta a todos mis interrogantes. 

Las nubes nos envuelven, nos cobijan, nos individualiza. Aparezco al otro lado de las mismas, estoy solo, y no me sorprendo.  Estoy solo frente a un imponente palacio enclavado en la montaña misma, de una blancura inmaculada.  Estoy desnudo de espalda al mundo, de frente al universo mismo.  Así estoy y así están todos los demás, cada cual por su lado, cada cual frente a un imponente palacio, que en realidad es el mismo.  La divina estructura se halla resguardada por dos colosales columnas que se pierden en las alturas.

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