1 El olor a discos de vinilo

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David Bowie dijo una vez: «No hay nada que aprender del éxito. Todo se aprende del fracaso». Lo repetía en mi cabeza una y otra vez como si se tratara de un mantra y pudiese hacerme sentir mejor. Pero no funcionó: me habían echado de la universidad ergo... había fracasado. ¿Qué debería haber aprendido? A ser más desconfiada y a no tomar decisiones después de beber una botella de Jack Daniels. ¿Aprendí la lección? A medias, pero lo intentaba. Lo único que me consolaba entonces era que estaría de nuevo en casa, como antes.

Bajo mis pies sentí el traqueteo del tren que se deslizaba deprisa a través de los campos y ciudades de Gales. Noté un nudo en el estómago al pensar en la reacción de mi padre cuando supiese la verdad sobre la universidad. Incluso me imaginé sus palabras llenas de decepción: «¡¿Cómo has podido hacer algo así?!». Exhalé. No tenía claro ni cómo ni qué debía contarle, y recé para posponerlo todo lo posible. No era fácil decirle que me habían expulsado —con los sacrificios que pasamos para pagar la matrícula—, lo difícil era explicar el motivo. El bueno de mi padre creía que me había tomado unos meses sabáticos para poder trabajar en mi propia música. Después de contar esa mentira piadosa, colgué el teléfono, me encogí de hombros y pensé que tal vez no sería tan mala idea, y podría hacerla realidad. No me cerraría ninguna puerta.

El tren aminoró la marcha, y una voz apática y llena de interferencias anunció mi parada, la estación de Ystrad-Rhondda. Cargué a mi espalda mi querida guitarra, tomé el resto del equipaje como pude y bajé las estrechas escaleras que conducían al andén. «Una no sabe la cantidad de mierda que tiene hasta que se muda».

Lo primero que pensé fue en lo pequeña y triste que era aquella estación. Apenas había nadie por lo que no tardé demasiado en localizar a mi padre. Conocido en Ystrad como Travis el de los Listz Players —o el tipo de la tienda de música para los de mi edad—, estaba sentado en uno de los bancos exteriores. Era alto y delgado y pese tener casi cincuenta años, no había cambiado de estilo: llevaba una camiseta negra de los Guns N' Roses, con las mangas cortadas con tijeras, y unos vaqueros de pitillo. Su vestimenta y esa falta de coherencia relativa a su edad no pasó desapercibida para los pocos transeúntes que volvían la cabeza de soslayo; pero a él eso nunca le había importado. Para su desgracia, el conjunto de estrella del rock estaba incompleto desde que se quedó calvo a los treinta y tres. En vez de una larga melena, lucía una calva desvergonzada y brillante. «O todo o nada», me dijo el día en que se dio cuenta de que no había vuelta atrás.

—¡Chloe! —exclamó mientras me abrazaba con tanto ímpetu que me elevó del suelo—. Me alegro tanto de verte.

—Papá, te he echado mucho de menos —le dije y apoyé mi cabeza en su pecho—. Creo que voy a llorar.

—Vamos, no es para tanto. —Me dio un par de golpes en la espalda—. Tengo el coche cerca, deja que te ayude.

En el sur de Gales llueve casi todos los días, y parecía que aquel sábado de otoño no era una excepción. Mi padre se dio prisa para llegar al coche cuando un trueno retumbó, pero yo me demoré en cuanto una gota fría estalló contra mi cabeza. En el camino me dediqué a pisar con mis botas los pequeños charcos que quedaban de la anterior lluvia, dejando bucólicos remolinos a mi paso. Cuando llegamos al coche, un Honda Civic del 2001, mi padre guardó mis cosas en el asiento de atrás y se acercó a la puerta:

—¡Vamos! Cada vez aprieta con más fuerza.

En vez de correr, preferí quedarme unos segundos allí, para notar las gotas irregulares que el cielo me regalaba. Respiré con fuerza para poder nutrirme de aquel aire, del olor a leña quemada, a tierra... Y a lluvia, mi favorito. Sonreí, abrí los ojos y entré en el coche. Me sentí aliviada cuando noté el calor del vehículo.

Amor, Rock y otras CancionesUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum