El secreto de Victoria.

Destinantes

 

“Vae Victus” – Kain.

“¡Ay de los vencidos!”

La noche anterior a su asesinato, Anthony Berlú se sumergía en pensamientos críticos hacia la sociedad que, curiosamente, le rodeaba y de la que él era parte. El joven de veinticinco años volvía de Escocia, de donde su familia lo había sacado prácticamente a patadas a causa de sus ideologías. ¿No creer en Dios? ¿Pensar que los monarcas son infames ladrones cubiertos de rubíes? “¡Qué osadía!” le repetían sus hermanos mientras su madre lo miraba con una expresión de dolor y decepción, y de una resignación enlutada que dejarían una huella marcada en su alma de por vida.

Y es que era tal el fastidio que sentía por sus semejantes que no se hallaba un lugar en este mundo, una razón de ser, un por qué, nada le daba sentido a su ya inexistente existencia. Él veía bastante claro la humillación a la que estaba sometida su sociedad, se estaba convirtiendo en un producto comercial que iría cada vez a más y más, dejando atrás la libertad, y de esta solo una imagen ilusoria quedaría,  cuyo patetismo tenía como objetivo alimentar a las mentes ignorantes de generaciones venideras a través de los siglos, y que un día sería tan inútil el cuestionarse y pensar que un cambio se podría producir porque la gente estaría conforme con que sus dirigentes se aprovechasen de ellos y los esclavizasen bajo el concepto “libertad”.

El Director del periódico “The New Castle Times” Thomas Gang le vio algo pomposo y atractivo, y de inmediato pensó que de él y de su coraje podía sacar un buen provecho. Lo primero que tenía que hacer era emparejarlo; claro estaba que un solterón revolucionario no conseguiría el  apoyo del pueblo, si no tenía esposa a la que serle fiel e hijos a los que atender. Gang tomó a su mujer, o títere respirante, y al joven Berlú y los llevó a Londres, al baile.

El acudir a tan renombrada festividad solo significaba que Berlú tenía como única meta encontrar una dama fiel y de alta clase, agraciada y pensadora, inteligente y tenaz, capaz y fiable, y con una sonrisa entrañable; su subconsciente estaba describiendo a la flor más ingenua y, tierna que se pudiese encontrar en todo el salón: Colette Collingwood, quien cayó rendida en sus brazos cual cenicienta, bella durmiente o la mismísima blanca nieves.

El centello multicolor que se produjo dentro del estómago de la joven, al verle, fue espeluznante, lo que la llevó a afirmar para sus adentros que: “sí, el amor a primera vista existe”. Cada segundo que pasaba eran eternas auroras que de movían lentamente en el estrellado cielo, su cielo.

Anthony y Colette resplandecían con un lívido tono blancuzco, triste y opaco que iluminaba los deseos más profundos de ambos. Colette empezó a coquetear; soltaba cada tontería, cada comentario espantoso que la hacían sonrojar y sentirse el ser más patético existente y por existir. Mientras bailaban, la armónica sonoridad se enternecía con sus miradas, con ese suave rubor de ella que se asomaba en unas mejillas puramente virginales y con esa línea curva que dibujaban los labios de él que creaban un ensueño falso y una realidad agotada.

-Me siento hechizado ¿Qué me has hecho Colette? ¿Qué me has hecho?  Que no puedo parar de mirarte, ni de tocarte Ni… ¡ay Dios quiera! un día no pueda parar de besarte. Plagado está mi ser con tu belleza.

-En ti veo lo que el destino me ha presentado en sueños y fantasías, desde que te vi dejaron de ser basura mental que alimentaban mi día. Eres real, al final… al final valió la pena ilusionarme con el viento que un día se personificó- Contestó.

Y como si cupido existiera y un flechazo les diera ambos cayeron en un amor de alma sincera. Anthony  y Colette se dirigieron fuera de palacio, cual amantes furtivos se tratara, querían “intimidad”, un aislamiento del que solo fueran testigo sus caricias. El joven de ojos negros como la noche tomó la mano de la muchacha, la haló con un leve apretón y avanzó.