Capítulo 4

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¿Cuanto calculas tú: dos o tres horas? — Dave abrió la puerta del coche y acompañó a
su hermano hasta el ala del hospital donde estaba el salón de clases de Lucero.
—Dos horas son más que suficientes. Déjame aquí — Fernando cruzó la puerta solo.
Fue el olor lo que percibió primero... a desinfectante.
Hacía tres semanas que había despertado en un hospital y le habían dicho lo de la
explosión en la mina. Algo sobre una carga defectuosa y una chispa. Partículas de arena
se habían incrustado en sus ojos. Le habían puesto vendajes y se los habían quitado; le
hicieron pruebas; unos dedos le abrieron los párpados y le dirigieron la luz de una
linterna del tamaño de una pluma. Era una luz que se veía como el sol detrás de una
espesa nube.
Después de dos semanas de ese tipo de tratamiento, combinado con interminables
interrogatorios de la gente del Departamento de Minas, y de media docena de
inspectores de seguridad, se habían hecho todos los informes necesarios. Mientras
tanto, los médicos habían admitido que no había nada más que ellos pudieran hacer. Lo
pusieron en lista de espera para trasplantes de córnea, en la Universidad de Michigan, y
lo mandaron a casa.
Pero en lugar de ir a su apartamento, él decidió irse a la casita de la playa. El hospital
local, ese hospital, lo mantendría informado sobre cómo iba su posición en la lista de
espera.
La primera vez, que fue al hospital, después de haber sido dado de alta, le sugirieron que
aprendiera las habilidades para la supervivencia, recibiendo clases de terapia
ocupacional. Pero a él le disgustaban mucho las labores te— diosas, practicadas en el
encierro de una habitación; sólo le recordaban que era mucho mejor estar corriendo
afuera... al aire libre, al amanecer.
Su última sugerencia fue la clase de arte. Alfarería... ¡como si ésa fuera una ocupación de
supervivencia!
Pero allí estaba, escuchando cómo se iba llenando el salón; oyendo charlar a la gente,
percibiendo otros sonidos, como las sillas de ruedas que pasaban.
Después de unos minutos, era evidente que todos estaban esperando a Lucero Hogaza.
A juzgar por la rapidez con que captó sus pisadas cuando ella franqueó el umbral, él
también la esperaba. Suyos eran los pasos firmes, siempre hacia adelante, que había
escuchado en la playa. Hoy llevaba zapatos de tacón, supuso. Cuando escuchó algunos
pasos más, comprendió que tenía razón.
Lucero no se mostró sorprendida de ver a Fernando en su clase. Le habían advertido de
su llegada. La sorpresa fue verlo sonreír. Tal vez la había oído entrar. Quizá era algún
pensamiento privado. Era imposible saberlo, debido a las gafas oscuras. Trató de sentir
un poco de compasión por su situación; pero sintió que era absurdo tener piedad a un
hombre tan viril y tan misterioso, que resultaba francamente inquietante.
Lucero sonrió. ¿Peligroso? Sólo para su sentido común. El con toda probabilidad se
había tenido que tragar una buena dosis de orgullo para estar allí.
—Miembros de mi grupo, quiero presentarles a nuestro nuevo compañero, Fernando
Colunga.
El se puso rígido, notó ella, y la sonrisa se congeló antes de desaparecer por completo.
—Fernando, como tú no puedes ver, te diré quiénes se encuentran aquí. Emily está a tu
izquierda. Está en una silla de ruedas porque sufre esclerosis múltiple. Bob tiene
parálisis cerebral. Grant está paralizado del pecho hacia abajo, debido a un accidente de
buceo.
—Hola — dijo el joven.
Fernando apenas si asintió con la cabeza.
—Y Susie está a tu derecha. Ella sufre de artritis.
—Hola, Fernando.
La voz de ella era muy joven. Asintiendo de nuevo con la cabeza, Fernando se preguntó
con dolor cuánto.
—Te digo todo esto — continuó Lucero—, no porque alguien aquí sea identificado por
su incapacidad, sino porque tú podrías identificarlos por los sonidos que producen. Las
sillas de ruedas eléctricas son de Emily y de Bob. Grant usa la silla de tipo manual para
hacer que sus músculos sigan estando sensacionales — se oyeron risas a su alrededor
—, y Susie utiliza la andadera. Para su información — anunció a los otros miembros de
la clase—, Fernando es ciego.
—Temporalmente.
Era la primera y la única palabra que había salido de su boca y ya se estaba
arrepintiendo de ella. Allí nadie más tenía un mal temporal. El hecho de que él no
perteneciera al grupo no era razón para insultar a la gente.
Ella empezó con un enfoque directo, incluyéndolo dentro del grupo.
—Puesto que tenemos a un nuevo miembro, voy a tener que ponerme de pie para
endilgarles el discurso acostumbrado.
Gemidos y risas recibieron su anuncio. Fernando hizo una mueca pero se encontró
inclinado hacia delante para oír mejor su voz. Era la única cosa familiar para él en aquel
lugar.
—A mí no me importa lo que no puedan hacer — dijo—. Quiero saber lo que pueden
hacer. Y ustedes también quieren saberlo. Por eso están aquí. Hay algo que vale la pena
en cada uno de nosotros. Algo hermoso. Tal vez ustedes no lo piensen así. Tal vez otros
vean sólo el cascarón exterior y vean algo roto. No permitan que nadie los juzgue por el
aspecto exterior. Muéstrenme el interior... qué es lo que pueden crear.
Se movió con lentitud alrededor de la habitación. Ponía una mano en un hombro, tocaba
un brazo. Su pasión y su fe en lo que estaba haciendo eran evidentes. Se acercó a
Fernando. Cuanto más se aproximaba ella, más desconfiado se mostraba él. Ella disponía de una clase de dos horas para obtener su confianza, para atravesar sus
defensas.
—Algunas personas pueden menospreciar lo que estamos haciendo aquí, pero yo tengo
fe en esta clase. Cualquier cosa que surja de dentro de ustedes es hermosa, merece la
pena hacerse. Empecemos ya.
Se inició la música, tan suave como la brisa del Caribe. Fernando oyó el rumor de las
sillas y de la gente que se movía y pasaba frente a él. Oyó el tintineo de brochas y
pinceles que debían encontrarse en recipientes de barro, el correr del agua, una página
que se volvía en un cuaderno de dibujo. De algún modo, en todo aquel ajetreo, él perdió
el sonido de sus pasos.
—¿Fernando?
El saltó y se maldijo por ello. Lucero estaba junto a él.
—Siento haberte asustado — su voz era cálida y su mano se apoyaba ligeramente en su
hombro—. Quiero mostrarte esta rueda.
Se dio la vuelta para encender un interruptor. El oyó cómo una rueda de alfarero
empezaba a girar. Sintió el roce de la tela del vestido de ella contra su camisa, cuando se
dio la vuelta y se colocó detrás de el.
—Esta es la arcilla que vamos a usar.
Puso en su mano algo del tamaño de una col.
Fernando dijo lo primero que se le ocurrió.
—Se siente como plásticos.
—¿Plásticos?
—Explosivos plásticos... Tengo aquí suficiente cantidad para volar un rascacielos.
Ella se rió.
—Yo nunca había oído eso antes. Cuéntame más.
El estuvo a punto de hacerlo, pero eso significaría hablar sobre su trabajo, que consistía
en colocar cargas para soltar toneladas de rocas y mineral, en las minas abiertas que se
localizaban en la Península Superior de Michigan. Significaría también hablar de la
explosión.
—Muéstrame qué tengo que hacer con esto, doctora.
Ella se sentó en una silla.
—Si pudieras ver el atuendo que llevo, no pensarías que parezco una doctora.
—Puedo escucharlo... parece tener campanitas.
—Son cascabeles indios que tiene el cinturón; son de plata repujada. Lo hizo un amigo.

Siénteme (Lucero y Fernando Colunga)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora