El Duque Pirata (parte 1)

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Mi nombre es Bastian Mercado, duque de Labarca. Nací en el seno de una familia acomodada en Extremadura, España. Favorecidos por el rey, mis padres adquirieron el título de duques y por ende mi título. Siendo mi padre un acaudalado aristócrata, debía su fortuna a los dirigibles, trenes, barcos y otras máquinas de vapor que se construían en los astilleros de su propiedad, además de ser un comerciante dedicado al transporte de mercancías por todo el mundo a través de una numerosa flota de dirigibles tipo galeón. Gracias a esto último he podido viajar por todo el globo. He visitado las enigmáticas y silenciosas pirámides de Egipto, cazado leones y antílopes en la sabana africana. Pude ver de cerca la grandeza del Taj Majal y visitar los mercados de la India llenos de alfombras, telas e innumerables especias. En oriente pude ver la grandeza de la muralla china, los templos del Japón, sus árboles de cerezo y conocer a los samuráis. Mi vida solía ser muy feliz recorriendo el planeta hasta la llegada de aquel fatídico día.

Como flota mercante, en nuestras bodegas siempre se transportó cargas de muchísimo valor, situación que nos hacía blancos muy atractivos. Los cielos y mares del mundo eran lugares muy peligrosos en estos tiempos, no solo por las tormentas o las altas olas, sino por la gente sin ley ni honor: los piratas aéreos.

Desaliñados, sucios y amorales, eran como los depredadores de la sabana, asechando; esperando el momento preciso para atacar. Solían tener fama de inclementes y lunáticos. No les bastaba con asaltar y saquear las naves, sino que también mataban a los tripulantes, violaban a las mujeres y luego hundían las naves con todos a bordo por el mero placer de hacerlo. Pocos eran los que esperaban a que el navío se resistiera al asalto para abrir fuego con sus cañones y hacerle añicos así tuvieran que rescatar las migajas de la carga que caían al mar o a la tierra.

Estaba bien sabido que las embarcaciones españolas eran sus favoritas dado que solían recorrer las rutas más largas y solitarias cargando numerosas riquezas a bordo. Tal situación sometió a mi padre a una tensión extrema, ya que su flota era de todas las navieras españolas la que abarcaba las rutas más peligrosas.

Intentando hallar solución al problema buscó el apoyo de la corona, apelando a que la armada real interviniera para acabar con la cacería y destrucción indiscriminada de las naves. Ante los oídos sordos de la realeza y sintiéndose traicionado buscó solucionar el problema por su propia mano. Tal decisión lo llevó a embarcarse en una empresa muy ambiciosa.

Mi padre, un ingeniero mecánico y científico talentoso, decidió transformar uno de nuestros dirigibles mercantes de manera secreta en una suerte de fortaleza voladora. Bajo la apariencia de nave comercial instaló una serie de cañones de grueso calibre, armas del recién inventado sistema Maxim, morteros y cohetes, todo conectado por una extensa red de tuberías de vapor, brazos mecánicos y mecanismos que podían controlarse desde la cabina de mando. Todo el sistema era comandado un par de guantes conectados a una poderosa e inédita máquina diferencial accionada por una suerte de bastón, el cual poseía el medidor principal de la presión y un novedoso disparador eléctrico. Con solo ponerlo en su lugar y halar del gatillo todos los sistemas de la nave quedaban operativos.

"Reina Alicia" era el nombre que llevaba aquella nave. Hechas todas las pruebas de sus sistemas nos despedimos de casa, de mi madre y nos lanzamos hacia la vorágine. Navegamos por varios meses a través de las rutas haciendo el papel de una nave mercante, cuando en realidad éramos una enorme y pesada carnada para los piratas, quienes al verla aparecer en el cielo solían venir como las moscas a la fruta.

Cuando aparecían en el rango de visión nos hacíamos de la vista gorda ante sus malas intenciones. Esperábamos hasta que estuvieran cerca, lo bastante como para que nuestras armas tuvieran un efecto total y devastador sobre sus endebles cascos. Al develar nuestra mascarada estaban tan cerca que podíamos ver con claridad la cara de espanto que ponían esos miserables cuando nuestras escotillas disfrazadas se abrían y enseñaban el calibre de los cañones. Las ametralladoras aparecían en la cubierta y sin previo aviso barrían con una copiosa lluvia de proyectiles el puente, cortando los huesos y la carne de igual forma que los mástiles y los cables de sus globos y velas mientras que las balas perforadoras aplastaban como enormes martillos de fuego los mamparos de la embarcación, desintegrándola en cuestión de minutos.

El Duque PirataWhere stories live. Discover now