Prólogo - En algún momento del futuro

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—¿Me permitirás pasar?

Una voz suave, grave y pausada, llegó del otro lado de la puerta. Todos los presentes, tan ocupados ellos en matarse unos a otros, se giraron, sorprendidos, hacia ella; no tanto porque no esperaban que llegara nadie al lugar a esas horas y, menos aún, en ese momento; ni porque la puerta se abrió de inmediato ante él, como si tuviera vida propia. La cuestión era quién había dicho tales palabras.

Su gesto era digno, altivo y firme. Su rostro, recorrido por decenas de pequeñas cicatrices, minimizadas al lado de una enorme que le atravesaba la cara horizontalmente desde su oreja izquierda a su nariz, acrecentaba esa sensación de majestad. Ignoró la pelea, no observó la sangre que reposaba a sus pies, avanzó con paso tranquilo mientras todos le observaban con tanta sorpresa como miedo, inmovilizados por la incredulidad y, como si fuese lo más normal del mundo, ocupó el trono de la biblioteca.

—¿He de decir "buenas noches" o, acaso, "¿qué ha sido de vuestra vida?"? —preguntó sin desparpajo sino con genuino interés—. Es lo de menos, supongo; vista la situación en la que estáis inmersos. Quién iba a imaginarse que todo esto acabaría en esta guerra abierta entre todos nosotros, ¿verdad? Como sea, yo ya llevaba viendo que esto acabaría ocurriendo tarde o temprano desde hace ya mucho tiempo —en el trono, sin que ni un bando ni otro se atreviera a levantar la mano ni a responder, el recién llegado alzó una de sus manos y, sobre ella, se materializó una copa cuyo interior se colmó con un líquido negro y de apariencia espesa—. ¿Cómo se dice? ¿"Yo nunca me equivoco"? —rió levemente, se bebió el contenido de su copa con avidez manifiesta y, de nuevo, la devolvió al éter del que vino—. Por desgracia, esto lo vi venir demasiado pronto, tal vez actué mal y por ello, tuve que desaparecer... y eso, aquí estoy, para desfacer este raro entuerto. Y os preguntaréis, ¿cómo podrá este mengano sin oficio ni beneficio y, menos aún, conocimiento para derrotar a... uno, dos, tres... cinco maestros que no dudan en amenazarse unos a otros con lanzar hechizos que serían capaces de eliminar toda existencia en más de medio mundo sin importar si eso les ayuda en algo o si realmente llevará a algún beneficio... no, no, no. Esto no es mi estilo...

Quizá harto de tanta verborrea sobreconfiada, uno de los presentes rodeó el trono con una extraña niebla que, en cuestión de segundos, ocultó su presencia. Se escucharon sonidos inconexos, chillidos raros y, al final, algo salió de esa nube oscura. El que la creó, seguro que esperaba que fuese un chorro de sangre o tal vez la cabeza del que ahora se presentaba, impertinente, como enemigo. Pero no, era la misma criatura, de largas patas afiladas como cuchillas endemoniadas, que había convocado y que había creado esa niebla viciosa. En cuestión de segundos, el vapor se disolvió y en su interior sólo quedó el mismo sujeto, que sonreía tan tranquilo como lo había estado desde que cruzara en umbral de la biblioteca.

—¿Ahora resuelves las cosas de esta manera? —inquirió el altivo intruso, inclinando la cabeza, interesado a la par que irreverente—. Oh, ya, que ya no eres tú mismo... una desgracia que te hayas vuelto tan necio como para esperar que esto solucione ningún problema. Pero, si lo haces, es porque me consideras un problema. O una molestia. Casi preferiría que me tuvieras el respeto suficiente como para considerarme un problema pero creo que seré modesto y pensaré que, para ti, sólo soy un simple grano en el trasero. Ahora te estarás preguntando "¿y qué quiere este idiota que no deja de hablar?" —quien entrara en momento tan intempestivo se levantó de su asiento y se acercó a los cinco maestros que hasta hacía dos minutos, se estaban peleando amargamente—. Hay algo que quiero destruir...


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