Capítulo 51 - El Apátrida

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Dantalion Germoria. Antiguo propietario de esa gran mansión, filántropo con buenas intenciones para con los niños y que les concedió grandes parabienes.

Una mansión como escuela.

Diferentes obras públicas a su disposición a lo largo y ancho de la región de Remot, así como en países lejanos.

Oportunidades para su futuro sólo por el simple hecho de haber nacido en esa aldea.

Decenas de grimorios para todos aquellos lo bastante osados como para manejar los antiguos arcanos.

Y, sin embargo, quien se encontraba ante ellos en ese momento era cualquier cosa menos un amable anciano. Cierto que el cuerpo que no podía salir de esa barrera espiritual era el de uno de los niños que se interesaron por los dibujos de las paredes de la mansión pero, al no estar dominando su propia alma ese cuerpo, era un fantasma ajeno el que se preocupaba de esos asuntos.

—¿Negociar, dices? —Darius no podía controlar su cuerpo en absoluto, ahora que su alma estaba completamente desconectada de su mente y, por tanto, de todos sus huesos y músculos—. ¿Qué podrías ofrecerme tú, campana y luz de los muertos?

Su actitud no casaba ni con el habitual comedimiento del guardador ni con la afabilidad del anciano. Resultaba algo más comparable con el normal comportamiento de ese demonio que ahora le hacía frente. Más que a un chico tímido, que a un viejo simpático, recordaba a Bifronte.

—Aparte de una conciencia tranquila después de la muerte, poco más —señaló Nime, la señora de las campanas, desde el cuerpo de Lázaro—. Es lo único que tengo y lo único que puedo ofrecerte.

—Ya tengo la conciencia tranquila —replicó Dantalion, altivo—. Siempre la he tenido y así seguiré: no estaríamos aquí y ahora si sintiera el mínimo remordimiento por lo que hago.

—Imagino que no es la primera vez que te dicen esto —dijo el rostro anciano de Bifronte— pero tu deseo es algo banal. No logras nada permanente, ni logras nada bueno para ti.

—Cierto, no es la primera vez que me lo dicen —replicó el dueño de la mansión—. ¿Qué me sugieres? ¿Que me muera? Tú podrías hacer lo mismo: aburrirte como un ceporro durante el resto de la eternidad. Sabes que ni tú ni yo podemos hacer otra cosa aparte de seguir existiendo a pesar de todo. ¿Qué problema tienes tú con conseguir nuevos cuerpos? ¿Vivir nuevas vidas? ¿Perfeccionar tu alma?

—¡Yo al menos cumplo los deseos de quien me llama! —exclamó el rostro infantil de Bifronte—. Cumplo con todo aquello que cada uno de mis invocadores no se atreve a reconocer de sí mismos; a ir a donde sus propias represiones no les permiten llegar. ¡Tú no! ¡Tú devoras vidas! ¡Destruyes almas sin más!

—No, si al final tú vas a ser un santo —se rió Dantalion más allá de la barrera.

—Hombre, en comparación... —comentó Nime, despreocupada—. Podríamos verlo de otra manera: no vamos a convencernos los unos a los otros, así que haremos lo que hemos elegido hacer desde siempre, ¿te parece bien así?

—Ya había oído hablar de ti, pero no pensaba que me dijeras algo tan estúpido como sensato —Dantalion no parecía realmente sorprendido pero un leve gesto en su rostro reconocía lo dicho por la chica en cuerpo de niño como algo digno de ser considerado—. ¿Me estás desafiando a pelear hasta que todos muramos o nos convenzamos de dejar de pelear?

—Tú nunca has hecho otra cosa aparte de exterminar de forma definitiva y yo siempre he convencido a los espíritus a que hagan cuanto yo solicito. Tú eliges terminar con una conciencia que ha logrado mantenerse con voz a pesar de que ya no tiene boca con la que hablar, ojos con los que ver, oídos para escuchar o un simple cerebro para pensar.

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