A la muerte de mi padre

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La lluvia asistió al funeral de Silvano Casas. También lo hizo en mi decimonoveno cumpleaños; un 3 de enero de 1986, fecha que ahora también pertenece a su muerte.

A mi padre le dio un infarto en mi decimonoveno cumpleaños. Yo soplaba las velas del pastel cuando él se desplomó en el suelo, llevándose consigo la mesa de los regalos y la atención entera de cada uno de los invitados. El ondeo del viento, el repiqueteo de la lluvia y el aleteo de las ramas se detuvieron en un lapso de la más pesada incredulidad. Silencio; el fuego de las velas se había consumido y la cera goteaba sobre el betún.

El grito que soltó mi madre a continuación espantó a las polillas y a los caracoles. Su vestido blanco debió mancharse cuando se hincó al lado de Silvano Casas y se echó a llorar desconsolada, arruinándose aquel maquillaje perfecto que le costó gran parte de su mañana.

Después se desencadenó el caos. El sabueso de mi padre comenzó a aullar y entre bocas que prorrumpían gemidos ahogados, mis ojos buscaron a una persona en especial: Álvaro Novoa. Jamás olvidaré la imagen de sus facciones crispándose, aquel estremecimiento que sufrió su piel, semejante a la ondulación de las olas antes de la tormenta. Aquel rostro inmutable y estiloso que tanto admiraba, se disolvió por un segundo, y casi me fue imposible reconocerlo. Toda su persona se contrajo y se desmoronó como las ruinas de Babilonia. Sus ojos fueron lo más precioso del conjunto. Esos ojos marrones que poco a poco caían en picada a un agujero sin fondo. Esos ojos que a punto estuvieron de derramar las lágrimas que, con tanto recelo, tuvo cuidado de mantener reprimidas durante todos estos años.

Yo lo amaba con un ímpetu voraz en aquel entonces, pero desde ese preciso instante me aferré aún más fuerte a él, como si mi vida pendiera de sus costillas. No obstante, también sembré en su cuerpo las semillas del odio. Porque odiaba con la misma vehemencia que lo amaba, la parte de Álvaro Novoa que pertenecía a mi padre. Me irritaba que Silvano Casas, muriendo en el patio delantero de la residencia, bajo aquel soportal decorado con lámparas de papel, se convirtiera de nuevo en el protagonista del espectáculo. El actor teatral que se robaba ferviente y receloso la preocupación y el dolor visceral de sus espectadores, de Álvaro Novoa.

Siete años antes de aquello, Álvaro Novoa pisaba por vez primera los suelos de nuestra casa. Un catedrático; mi madre hablaba de su puesto con una veneración contenida. Cuando se sentó a la mesa con nosotros, su modo de hablar y sus gestos me dejaron por completo fascinado: la forma en la que sostenía los cubiertos y se reacomodaba los anteojos, con esos dedos largos y elegantes; la manera en que pronunciaba el francés y el inglés con ese tono grave y ronco; cómo su manzana de Adán se revolvía con cada trago de horchata y cómo lamía las comisuras de sus labios después de darle sorbos al gazpacho. Su rostro serio e impasible estudiaba los detalles más minúsculos: el florero con lantanas, el encaje de las servilletas, la cerámica, el par de bodegones colgados en la pared, los rayos de luz y el viento fresco que se colaba por las ventanas abiertas...

Solo cuando tenía suerte, su atención se centraba en mí. Me veía como si fuese una más de las decoraciones de aquella casona. Me inspeccionaba de arriba abajo arqueando aquellas cejas pobladas, como si me midiera, como si me retara. Yo le sostenía la mirada todo el tiempo que me era posible, ignorando el rubor de mis mejillas calientes. Siempre fui un niño torpe e inexperto a sus ojos.

Álvaro Novoa nos visitaba cada domingo sin falta alguna, a veces llegaba desde el viernes y se iba el lunes, quedándose en una de las habitaciones de invitados. La mayor parte del tiempo lo pasaba en compañía de mi padre; se iban a su estudio y se perdían en conversaciones existenciales mientras se fumaban un puro. En otras ocasiones daban paseos por el jardín, apreciando las estatuas envueltas en rosales trepadores. Los rostros tallados en mármol casi parecían sonrojarse bajo sus estudiadas miradas, como si se regodearan al ser elogiadas por semejante par de intelectuales. Otras veces decidían pasar la noche fuera para beber un whisky en el bar en el que se conocieron, y del que aun ahora desconozco su nombre. El resto del tiempo, Álvaro Novoa solía gastarlo leyendo en la biblioteca de mi padre, quien lo acompañaba de vez en cuando.

A la muerte de mi padreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora