4. El encanto de un libertino

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Charles despertó con la luz del sol, los pájaros y la tediosa voz de una mujer a su lado. Suspiró. Nada extraño. Tal vez debería dejar de hacer esos encuentros casuales y furtivos que básicamente le caían de la nada. A las mujeres les gustaba meterle la boca al diablo, muchas decían que él lo era. Parecido, tal vez. Pero no lo era.

El atractivo pelirrojo no tardó en apartarse de aquel cuerpo insinuante a su lado. Se sentó en la cama, masajeando sus sienes, abriendo los ojos ante el ventanal que le avisaba que había dormido demasiado en esa ocasión, cosa que podía traerle problemas, quizá demasiados considerando la mujer con la que se había acostado.

«Debo dejar de hacer esto» se repitió a sí mismo, tomando sus ropas del suelo.

—Charles... —dijo de pronto la mujer— ¿Te vas?

El pelirrojo apenas hizo alusión de voltear a verla, en su lugar, siguió colocándose sus pantalones y, a continuación, ponerse en pie.

—Sí. A menos que quieras que tu marido nos mate a los dos.

La mujer titubeó por la franqueza de aquella frase. Al final se inclinó de hombros y sonrió, había escogido dormir con un demonio, no podía esperar nada mejor que aquel trato hostil.

—Sal por atrás, Frederick siempre se levanta hasta las nueve —la mujer sonrió con sorna—, parece que tienes alguna clase de alarma para saber a qué hora debes marcharte de un lecho.

—Se le llama instinto de supervivencia —levantó la ceja y bufó al verla despeinada y con la sabana cubriendo su cuerpo.

Las mujeres siempre eran tan predecibles, pensaban que, con solo verlas de esa forma insinuante y mañanera, él tendría ganas de volverse a revolcar con ellas. No era así. Charles las veía como debía ser, con esos pelos hechos un nido de pájaros, los ojos hinchados, las mejillas con marcas de la almohada... en definitiva, nada tentativas.

Era una lástima, pero no era fácil de engatusar y, si ya las había complacido una vez, era muy, muy poco probable que volviera a ocurrir. Simplemente porque odiaba el sentimentalismo que creaba la constancia. Tampoco era como que se acostara con una diferente todos los días, pese a lo que se decía, Charles llevaba más de cinco meses de celibato y ese desliz, había sido la quebradura de un juramento que no sabía que había empezado.

Eran las ocho treinta cuando el joven pelirrojo caminaba altivo por las calles de Londres, pasando por el mercado, donde se detuvo y compró una jugosa y roja manzana que iba comiendo para cuando se encontró con Emma... su prometida.

La preciosa chica lo miró con una ceja levantada y negó con la cabeza, suponiendo que venía de una fiesta y, no era tonta, tal vez de alguna cama.

—Veo que te diviertes —dijo la joven, tomando unas cuantas verduras y poniéndolas sobre la pequeña cesta de paja.

Charles no contestó. Tomó la cesta de entre las manos de su prometida y se mantuvo de pie a su lado mientras ella seguía seleccionando frutos y semillas para su casa.

—No más de lo normal.

Emma rio un poco y lo miró con una ceja levantada.

—Eso no me deja mucho con lo que soñar. Demos gracias a Dios que no soy estúpida.

—No lo eres, por eso me caso contigo.

—Te di estos meses, Charles. Tienes solo ese tiempo para hacer lo que se te antoje.

—¿Y tú? —la recriminó con una sonrisa que ella devolvió.

—También.

Charles pagó por ella y la miró con ojos juguetones al momento en el que el mohín en su cara era evidente.

Siempre fuiste tú (Saga Los Bermont 7)Where stories live. Discover now