Los disfraces del peligro

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Las semanas siguientes regresaron la normalidad a la frontera. Las reclutas debimos regresar a nuestra cabaña y dedicamos varias horas a limpiarla y adecuarla de nuevo para nuestra estancia. Es increíble cómo el polvo se las arregla para asentarse cuando descuidas un lugar un par de días.

El entrenamiento era ahora mucho más especializado. Aprendíamos a dominar diversos tipos de armas, perfeccionábamos el combate a caballo y el tiro con arco. También empezamos a tener más responsabilidades. Si por el día no había llovido, por las tardes debíamos patrullar el espacio abierto que quedaba entre los dos extremos del muro y proteger a los constructores de posibles ataques. La construcción avanzaba lentamente, pero era necesario, era un muro mucho más grueso y resistente que los interiores.

Las horas de vigilancia me permitían disfrutar del ambiente y de la vida en la frontera. Ahora que la primavera estaba en pleno apogeo, ganaderos y campesinos llenaban de vida el lugar. Las horas muertas de la tarde pasaban fugaces si como yo, te divertías viendo a los pastores perseguir sus ovejas o a los granjeros construyendo espantapájaros para proteger sus cosechas.

Otra nueva responsabilidad era vigilar a los habitantes del lugar, verificar que fueran ciudadanos del reino y no inmigrantes ilegales o peor, espías o alborotadores. Algunos días efectuábamos allanamientos, otros, simplemente revisábamos los documentos de los hombres. Todo hombre que vivía en el reino debía llevar consigo la documentación que acreditaba su ciudadanía y la generación a la que pertenecía. Siempre que solicitábamos esos papeles nos los entregaban con miedo, los de generaciones inferiores a la quinta siempre corrían el riesgo de ser arrestados.

Sus rostros pálidos y sudorosos llenaban de pena mi corazón. No quería asustarlos ni causarles temor alguno. No era mi intención, por lo que siempre procuraba regalarles una sonrisa afable.

La rutina llenaba de calma y de un sentimiento hogareño y familiar nuestra cabaña. Las labores volvían a turnarse y aunque seguía teniendo algunos reparos para ir de caza, hacerlo con Cinthia ayudaba. La primavera avanzaba y con ella nuestro propio gallinero y sembradío, era agradable trabajar en ellos, eran mis trabajos favoritos, podía desconectar de todo lo que me rodeaba.

La calma por supuesto, llegó a su fin en forma de mensajera. Esta vez, dejó la carta directamente en mis manos y no en las de Xeia.

Sucedió en un día precioso, de esos que no parecen poder ser más luminosos y tranquilos. La brisa soplaba suavemente entre la hierba y el sol brillaba en lo alto. Me encontraba en el sembradío sacando algunas malas hierbas cuando el sonido de unos cascos me hizo alzar la cabeza. Una mensajera se acercaba a la cerca a paso lento, al llegar desmontó y permitió que su caballo tomara agua del bebedero de las gallinas.

—¿Kay? —preguntó mientras extraía un pergamino de su bolso.

—Soy yo, ¿qué ocurre? —En mi interior sabía bien qué ocurría. Aún a unos pasos de distancia podía reconocer el pergamino de calidad y el sello real. Logré controlar mi expresión y extendí mi mano para recibir la carta.

—Desde la ciudad principal, es un mensaje real. Ya está pagado. Me quedaré en el campamento esperando la respuesta —sin decir mucho más volvió a montar y se marchó a todo galope. Al parecer la rapidez lo era todo para ellas, incluso al hablar.

Observé aquel pergamino y deseé fundirlo con mi mirada, quemarlo como Senka había quemado el mío. Dicen que la curiosidad mató al gato y por mucho que deseaba lanzarlo lejos, su peso me inquietaba.

Me senté a la sombra de la cerca y abrí el pergamino. Al desenrollarlo descubrí el porqué de su peso, tres rosas rojas, algo marchitas, estaban en su interior. Aún conservaban el aroma e inevitablemente me recordaron a Senka. Su olor, la suavidad de su piel y por supuesto, las espinas que la protegían. Tomé con cuidado las rosas y las dejé a un lado.

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