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El chico rubio se encontraba enfrente del bar-cuchitril del pueblo probablemente más pequeño y aburrido del mundo, que no llegaba a los mil habitantes excepto en verano, cuando llegaban al pueblo unos cuantos guiris para tomar el sol en la playa y las familias de ciudad a veranear. Raoul aseguraba que el encanto del pueblo estaba en su sencillez y en la playa que por suerte conservaba su belleza natural, sin edificaciones exageradamente cerca, que junto al cuidado y limpieza que tenían los pueblerinos, convertían esa playa en un paraíso escondido. En unas semanas empezarían las fiestas y con ello, las esperadas verbenas, que, sin duda, eran las mejores de la zona. Todos los jóvenes cercanos al lugar bajaban a celebrar el verano en la pequeña plaza del pueblo, donde solían poner un escenario e invitar unos cuantos artistas locales para animar el ambiente.

En el pueblo solo había dos restaurantes, no muy elegantes, pero con comida casera buenísima que se encontraban en la placita, cuando el sol caía la gente se duchaba quitando el sudor del calor del día o la sal del mar para reencontrarse con sus amigos y familiares a cenar. Así se salvaba el sentimiento de soledad que invadía al pueblo durante el día al hacer tanto calor que los habitantes preferían sufrirlo en sus casas y con un ventilador cerca. En esa misma plaza, se encontraba un bar llamado "Antic" donde se reunian todas las personas mayores que residían en el lugar, solían jugar a juegos de cartas o a parchís y siempre estaba lleno cargando el lugar de risas.

Pero ese bar no le importaba a Raoul, que se encontraba encima de su bici, parado y apoyando en el lado izquierdo de su cuerpo, mirando el bar-heladería con fachada modernista durante ya un buen cuarto de hora. Y es que, ni el mismo entendía, como por cuarta vez en una semana había podido acabar enfrente de esa heladería replanteándose si ese sería el día en el que le hablaría - sin hacer el ridículo - al camarero moreno de cara simétrica y pelo rizado que había ocupado su mente más horas de las que le gustaría admitir. Al chico rubio nunca se le había dado muy bien hablar, ni comunicarse en sí, era extremadamente tímido cuando se trataba de socializar -además de torpe- y por eso se solía refugiar en libros que desde niño se habían convertido en su escape preferido del mundo real, hundiéndose en la palabrería desgastada y los sentimientos contradictorios de los protagonistas de esas historias.

La brisa del mar hacía que su flequillo rubio se moviese de un lado a otro, hecho que ni el mismo percibía al estar totalmente absorbido por sus pensamientos: que hacía allí, otra vez. Las cuatro anteriores veces había conseguido entablar unas cuantas conversaciones banales, como un pequeño "buenos días" seguido de una sonrisa y unas cuantas miradas. Por su cabeza no paraba de venir la idea de que el chico se estaba dando cuenta de su encoñamiento, porque ya le sonreía de esa forma "mira a quien tenemos por aquí el chaval que viene cada día y medio a pedirme el helado de siempre, ponerse rojo como un tomate y largarse tropezando con casi todo lo que sea posible tropezarse". 

La lucha interna que tenía el chaval de 18 años se solventó en un segundo de valentía, bajando definitivamente de su bici para entrar al local. Después de conseguir dar dos pasos firmes, se cohibió en si mismo comenzando a andar más despacio, viendo como sus inseguridades crecían y le hacían una bola de contradicciones y nervios. Entró en el establecimiento, en él, solo se encontraba una familia con dos hijos y, en la terraza, las dos jóvenes rubias de siempre, que otra vez, gritaban y reían escandalosamente. Se paró enfrente del escaparate donde se encontraban los helados, moviendo las manos de forma intranquila esperando que apareciese el camarero/persona más bonita del mundo. Después de unos minutos lo vio aparecer por la puerta de la cocina del lugar. Llevaba el pelo más rizado que nunca, aunque parecía que el menos se lo había intentado peinar un poco, igual que su barba, la cual Raoul creyó que se la habría afeitado hace relativamente poco, por la mañana quizá. Se fue acercando a Raoul conforme crecía la sonrisa en el rostro ajeno, hasta que se encontró definitivamente enfrente de él, separados por el electrodoméstico. Raoul, intentando parecer algo más normal y menos torpe, se forzó a esbozar una sonrisa con la intención de aparentar la tranquilidad -que no tenía- aun así, pudo apreciar la sonrisa un poco más ancha del guapo camarero y sin querer, las manos de Raoul se permitieron calmarse y dejar el movimiento ansioso para otra ocasión.

Verano 1995Where stories live. Discover now