Reloj de arena - Capítulo I (1)

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La naturaleza que nos rodea ha creado un mundo en el que poder crecer y evolucionar. En todos los lugares nos encontramos con elementos comunes: agua, tierra, flora, fauna. Pero quizás debamos nuestra existencia a aquellas fuerzas que no podemos ver, ni medir... ni tampoco explicar.

*

En el siglo IV a.C.

Un polvillo áspero y espeso se concentraba tras los pasos de su caballo. El gemido del fiero animal, testigo de sangre derramada, carne quemada y cortada, y de gritos de hombres bravos, irrumpía en las cabezas de los presentes como flechas que silban endemoniadas. «El rey ha llegado». Esa frase era la que susurraban a grito pelado por las calles de la ciudad. Los más valientes se apartaban, los gobernantes se inclinaban, los religiosos cuestionaban su fe, y el resto, sencillamente permanecía escondido. Los cuatro vientos pregonaban la llegada de un demonio, mitad hombre mitad animal, que tenía mirada de asesino y corazón de latón podrido. Brillante, pero a la vez oscuro.

—Mi general —dijo su fiel consejero y hermano de armas—, la ciudad no opondrá resistencia.

—Sabia decisión —contestó.

—Pero...

—Déjame que lo descubra por mí mismo. Si los rumores son ciertos, la sumisión de esta gente depende de un trozo de cuerda.

Nearco estiró los labios hacia la derecha, como si quisiera reírse, y cerró los ojos acatando la voluntad de Alejandro. El conquistador era fiero en la batalla, generoso en la paz, astuto en las reuniones, e infalible al tomar decisiones. Nunca perdía los combates, y por ello le llamaban Magno.

Un esclavo le acompañaba con un cuervo negro reposando en su hombro, el cual lucía unas patas blancas como la leche de buey, y unas garras afiladas como cuchillas. Era necesario para poder cumplir con la profecía. Las calzadas de mármol negro, ornamentadas con cirios, ramos de palmeras, claveles amarillos y piedras azules de ríos secos, se habían rasgado a causa de la marcha del ejército invasor. No habían derramado ni una gota de sangre y puede que al final no tuvieran que verter ni una vida en el cáliz de Hades.

Sólo tengo que desatar el nudo, pensaba Alejandro Magno, mientras las almas de sus enemigos titilaban a su paso.

El nudo gordiano.

Invención de un campesino que únicamente quiso atar bien a sus bueyes para que no pudieran escaparse, y que acabó convirtiéndose en la llave de un reino.

«Quien desate lo atado, se convertirá en rey».

Alejandro sabía que para conquistar Oriente necesitaba un acceso desde este punto.

Desatar un nudo no puede ser tan difícil, pensaba.

Y sin mirar a su alrededor porque no hacía falta, sin dudar de sí mismo porque nunca se cuestionaba, sin sentir temor o pasión alguna por las vidas que se perderían tras un posible fracaso, y exento de remordimientos, caminó hacia al altar, observando con desprecio y cierto tono de asombro al amasijo de cuerda que osaba entrometerse en sus planes.

—¡Quien desate el nudo, será vuestro rey! —gritó.

Todos inclinaron la cabeza asintiendo.

—¡Que así sea, pues!

Desenvainó su espada, tensó los músculos de sus piernas, abdomen, cuello y brazos. Y alzó la espada a lo alto. Por encima de todos.

—¡Las cosas se desatan en varios trozos de una misma vez! —gritó otra vez.

Y al acabar la frase, golpeó con su espada el nudo y lo cortó por la mitad. Resopló satisfecho y envainó la espada. Entonces, agarró las dos mitades con la mano derecha y, mientras las apretaba y las frotaba con los dedos, deshizo el nudo dejando caer sus restos encima del altar de donde los cogió.

—¡Ya soy vuestro rey! —afirmó.

Ninguno de los presentes lo dudó y, uno tras otro, todos se arrodillaron.


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