Reloj de arena - Capítulo VIII (8)

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Las columnas de roca primigenia emergían como gigantescos colosos que señalaban un único punto sobre el planeta. Semejantes a torres medievales, con techos de cono rocoso y paredes de polvo prensado, las chimeneas se alzaban a más de diez metros del nivel del suelo.

Sobrecogedor, musitó Kasim.

El color gris ceniza de sus cuerpos contrastaba con el gris azulado que les coronaba; considerados Patrimonio de la Humanidad, el inspector no pudo reprimir sus ganas de acercarse y tocarlas.

—No me puedo creer que aquí celebren funerales.

—Yo tampoco había oído algo parecido —indicó Timur—, pero tampoco es de extrañar. Éste es un lugar inmortal, ¡vaya! ¿No sé si me explico?

—Lo entiendo perfectamente —afirmó el inspector.

No tardaron mucho en encontrar un grupo de gente que destacaba entre los turistas que visitaban la región.

—Allí está la mujer —indicó Timur.

Los rostros de los presentes, duros y enfadados, no mostraban ningún indicio de tristeza o de angustia. Colocados uno al lado del otro, hasta formar una luna creciente, y con dos sacerdotes realizando un extraño ritual en el centro, parecía que estaban viendo un espectáculo.

Dos sacerdotes... un funeral, pensó Kasim.

Apenas se les veía. Andaban de un lado para otro y esparcían al aire lo que se suponía que eran las cenizas del joven que había desaparecido del hospital. Canturreaban, agachaban la cabeza, movían los brazos, lanzaban más polvo al aire, y volvían a agachar la cabeza.

No se parece a ningún rito eclesiástico que conozca, susurró Kasim a Timur. Y él levantó los hombros.

Su presencia no fue bien recibida. En cuanto se percataron de que unos curiosos indeseables merodeaban en sus asuntos, los dos sacerdotes se dieron la vuelta y ocultaron sus rostros bajo el camuflaje de un velo oscuro. Los asistentes les rodearon, recogieron un par de recipientes que habían dejado en el suelo, e impidieron al inspector y a su ayudante acercarse.

—¡Un momento! —ordenó el inspector—. ¡Tengo que hablar con vosotros!

La gente se condensaba, creando una presa humana infranqueable.

—¡Les habla la policía! —continuó el inspector—. ¡Alto!

Era imposible acceder a ellos. Entonces, la mujer que no deseaba parecer desagradecida por los esfuerzos del inspector en buscar a su hijo, se le acercó.

—Márchese, inspector, ya no puede hacer nada por mí o por mi hijo. Agradezco lo que ha hecho, pero ahora debe marcharse.

—Su hijo puede que esté muerto, pero aún podemos atrapar a los culpables.

—Usted no lo entiende, inspector. La iglesia de la cueva se ha ocupado de nosotros.

Nada más decir eso, uno de los que se apretujaban para impedir el paso de los policías tomó a la mujer del brazo y la empujó hacia la muchedumbre, hasta que también desapareció en ella.

—¡Largo! —dijo amenazante el hombre, que medía metro noventa.

Al ver que no era el momento adecuado de enzarzarse en una pelea, Kasim se mordió el labio inferior con impotencia y dio dos pasos hacia atrás.

—Esto no acaba aquí —aclaró, levantando el dedo enseñal de advertencia.    


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