Eres suave y pequeñita. Siempre has sido mi favorita.

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DOUCE & SUCRÉ, burdel
Calle Cristóbal Colón
28012, Lavapiés,
Madrid (España)
08:07

   Cuando Sílvia dejó la prostitución, éramos seis menos uno.

   Pero, entonces, más pronto de lo previsto, una víctima más empezó a formar parte del club. Volvíamos a ser seis, y la nueva olía a desesperación y malas épocas. Se llamaba Hassna y luego nos enteraríamos de que era siria y venía de la guerra.

   Y era preciosa. Tenía un cuerpo curvilíneo y una sonrisa blanca, brillante.

   Entonces las chicas no le hablaban, no le saludaban. Le miraban mal, envidiosas. Querían ser como ella, mejor que ella. Era la competencia y nadie quería ser amiga de la competencia.

   Las chicas más afortunadas desaprendieron este comportamiento. Entonces por primera vez me sentí afortunada de pertenecer a una clase de puta. Y era exactamente esa: la puta desaprendida. La puta que sabe que es puta a la fuerza porque no tiene ni un duro.

   A mí me gustaba Hassna. Era hermosa y quería sentirse cálida. Quería sentirse cómoda, quería sentirse bien. Entre hermanas. Entre mujeres.

   Y le sonreí —: Hola Hassna. ¿Cuántos años tienes?

   El jefe me dio una sonrisa, traduciendo entre señas mi pregunta para Hassna, segundos más tarde, tornó su mirada hogareña, acogedora: recordando aquella conversación. Quité mi sonrisa y tragué. Patricia me miró agradecida, sonriendo dulce, y no la quitó hasta que fui capaz de entender que detrás de esa sonrisa había un recuerdo más: «tía, siempre les preguntas lo mismo a las nuevas».

   —Eshryn (عشرين)—respondió, mirándome a los pies. Sintiendo cercanía pero casi incapaz de poder asimilarla, sintiéndose indigna de ella. El jefe le susurró algo en la oreja y Hassna volvió a hablar, tímidamente: «veinte».

   El club, entonces, se inundó de voces quejonas, molestas y rabiosas.

   «¿No es muy mayor?», se oyó, en la lejanía, con acento rumano y de nombre Paola.

   Pensé que, tal vez, sí lo era. Y también pensé que ojalá nunca comience a ejercer en lo que el jefe mencionó prostitución ocasional. Y quise llorar porque todas, absolutamente todas, estamos aquí por prostitución ocasional y como prostitución ocasional da menos miedo (y a veces, más esperanza) que prostitución a secas, algunas ya llevan más de 8 años.

   «¿Prostitución ocasional? ¿Quién ha dicho eso? Ahora le ponen nombres a todo. Ojalá esto fuese ocasional... yo ya estaría fuera. No, no. Que no le pongan nombres. Yo quiero salir de aquí. ¿Ocasional son 11 años? ¿Entonces qué es permanente?» se quejan, se quejan mucho y con razón: con lenguaje que sabe a experiencia y traición, abrazado por gramática latina, mucha fuerza y una voz bailona. «¿Y mis derechos? ¿Y mis hijos qué comerán?...», con lágrimas que brotan de ojos que han visto cosas demasiado pronto, demasiado tétricas, la mayoría ya habría dejado de escuchar.

   —Da igual. A mí me gusta. Enseñadle las habitaciones y se la presentáis a la madame cuando venga.

   —Ven, ¿Haff...? —saltó una de mis compañeras, con dificultad. Era Vaffier, nadie sabía su nombre, entonces todas la llamábamos por su apellido. Le gustaba porque era francés y le daba un toque elegante, por muy puta que fuese.

   —Hassna —le corrigió el jefe, rápido.

   Vaffier asintió: —te voy a enseñar las habitaciones, que están más guarras... —y guiñó un ojo, apretando el brazo de Hassna.

   Y Hassna asintió, porque no sabía español pero le aliviaba tener a una mujer cerca que le guiñaba un ojo y parecía maja: la miró con ojos de niña y, en ese momento, Vaffier parecía la mejor madre del mundo.

   —Tú, ven conmigo, acompáñame —me sonrió, sintiéndose cercana.

   Cogí del otro brazo a Hassna y la miré a los ojos. Le dije «hola, Hassna» con voz menuda, casi infantil. Me sonrió con comisuras marcadas y soñando con esa España que le prometieron antes de pisarla. Parecía un sueño, pero era una pesadilla que aún no había empezado.

   —Macarena —le dijo Vaffier a Hassna, señalándome, presentándome: con voz clara y muy, muy autoritaria. Le dije «tía, no está sorda» y me reí, porque no me quedaba otra y respondió «ya, pero así me entiende mejor».

   Y mientras le enseñábamos las habitaciones, miraba a Hassna y odiaba cada momento que pasaba, cada puerta a habitaciones pestilentes que abríamos pero Hassna, Hassna fuerte: porque antes era víctima de la guerra y ahora es víctima del tráfico de mujeres. Ahora se juega con ella. Porque ella es mora y viene de la guerra y no sabe español y está dispuesta a hacer lo que sea para poder comer.

   A los hombres blancos les da más pena comprar a chicas blancas: y todos querían a Hassna.

   Todos la pedían, todos venían a verla. A tocarla. A violarla.

   Y con el tiempo, hablábamos más que nunca. Hablábamos de hombres rijosos, peludos y abúlicos que dejaban que hiciésemos todo el trabajo. Cansada, durante fiestas pueblerinas, alguna vez me dijo que aún no se había acostumbrado a los cohetes y entendí que para ella parecían aviones de combate.

   Con Hassna aprendí que lo primero que le enseñan a las putas es a decir socorro. A algunas les parece absurdo porque no entienden la palabra, y a otras les parece gracioso porque entienden la absurdez de la palabra. En ambos casos, siempre hay gritos de socorro. Y es triste porque es real. Porque siempre corremos peligro y nuestra única arma es el grito. Un grito débil porque está dominado por el miedo y a veces obstruido por manos sucias, violadoras.

   Qué dolor. Con Hassna también aprendí que no todos los hombres son iguales y que algunos no gimen. Decía, con acento sirio y un español roto, que «no me gusta que me llamen mora, ni morita». Entendí su rabia. La aprendí.

   Y desde entonces, no la volví a ver. Por ahí se dice que gritó socorro y que nadie la ayudó. Entonces entendí la absurdez de la palabra y por qué a algunas les parece absurda y empecé a pensar que es inútil que nos enseñen a decir socorro antes que darnos armas.

   Y volvíamos a ser cinco.

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⏰ Ultimo aggiornamento: Apr 23 ⏰

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