Nadie puede ver las plumas

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Uriel José a veces se preguntaba si alguien lo extrañaría cuando se muriera.

¡Qué raro, por dios! ¡Pensar en tal desgracia con apenas veintinueve años! Uriel se estaba quedando solo, y eso lo llevaba a preguntarse ese tipo de cosas.

Liberarse había sido el peor error que pudo haber cometido en su vida, y lo estaba pagando a un precio demasiado injusto. Las piernas le temblaban, y sus dedos tamborileaban sobre la mesa mientras su gesto se volvía cada vez más afligido.

Nina Mariel lo observaba, impasible. Estaban sentados uno frente al otro, y ella parecía estar analizando lo que Uriel acababa de decirle. La joven de veintiséis años pensó que se había casado con el mejor hombre del mundo; cariñoso, respetuoso y amable. Él le daba su lugar y espacio, además de que la consentía de maneras que lograban derretirla.

¿Entonces, por qué? ¿Por qué Uriel salía con esta sorpresa después de dos asombrosos años de matrimonio? A Nina no le cabía en la cabeza lo que Uriel le estaba confesando; era demasiado inverosímil.

—Tú 'ta jugando, ¿no? —Nina comentó después de casi cinco minutos en un total silencio que el resultó torturador a Uriel—. Es una broma, ¿no? Dime que e' eso.

Uriel abrió un momento la boca, pero la volvió a cerrar de inmediato. Los ojos ambarinos de Nina le intimidaban en demasía, su voz de soprano estaba tres tonos más chillona. Se arrepintió profundamente de haberle confesado su verdadero sentir, así que bajó la mirada y se colocó las manos en la cabeza. Sus dedos se deslizaron por su cabello largo, rizado y castaño; era doloroso sentir la mirada recriminatoria de Nina encima de él.

—Nina... yo —musitó, entre tartamudeos—. Yo... no me culpe'. No sabe' cuánto tiempo llevo culpándome.

El ambiente tranquilo de su casa a las afueras de Santiago era un contraste enorme a lo que Nina sentía en su corazón. Uriel sabía que era una noticia demasiado impactante, así que se dignó a levantar la mirada.

Ella se merecía respeto, y él le estaba dando todo menos eso. Pero cuando sus ojos se encontraron con los de ella, las lágrimas se asomaron por los propios al notar que Nina lloraba en un delicado silencio.

Sus prominentes cejas fruncidas y los hipidos inaudibles. Uriel se refregó los ojos mientras respiraba con mucha fuerza, intentando calmar su propio sentir para no abrumar a Nina con sus lágrimas.

Nunca entendió por qué era así; lo tenía todo en la vida. Tenía una mujer bellísima, una casa enorme y un buen trabajo, ¿por qué su corazón no se acoplaba a la situación? ¿Por qué no podía conformarse con ello?

Le dolía no amar a Nina de una forma romántica, era un suplicio verla todos los días, y recordar que no era capaz de sentir algo por ella. Finalmente, los sollozos de la joven se hicieron más fuertes, volviéndose un pesado tormento para Uriel y su arrepentimiento.

—¿Por qué, Uriel? —hipó ella, mirándolo directo a los oscuros ojos de su esposo—. ¿Por qué ahora, Uriel? ¡Tuvi'te toda una vida pa' decírmelo! ¡'Toy contigo desde los catorce!

Las manos de Uriel estaban tan trémulas que decidió retirarlas de la mesa, para que Nina no las viera. Se mordisqueó el labio inferior, eligiendo con suma precaución las palabras que iba a utilizar.

—Tenía miedo —añadió después de unos segundos de silencio—. Todavía tengo miedo. Nina, 'toy asutaísimo. ¿Qué tú crees que dirá mami si se entera? Nina, yo te amo. Te amo con todo mi corazón... Pero no lo hago como tú cree', lo hago a mi manera, bonita. Perdóname por mentirte tanto tiempo, pero tengo miedo, Nina. Tengo mucho miedo.

Observó la boca de Nina se fruncía, transformando su gesto en una mueca de dolor puro. Uriel sabía lo que se venía, y ella tenía todo su derecho a recriminarle. Él cerró los ojos mientras ella abría la boca, y se preparó para ser acribillado.

—¡Tú 'ta enfermo, Uriel! —vociferó ella, poniéndose de pie—. ¡Eso no 'ta bien! ¡Tú eres un ridículo! ¿Cómo tú salta con algo así a e'ta altura de juego?

Uriel se encogió en su lugar, mientras los gritos de Nina inundaban el comedor. Y sin poder evitarlo, las lágrimas se deslizaban por sus pómulos mientras ella golpeaba la mesa. Las palabras retumbaban, y sus oídos se llenaban de esas sílabas que se tornaron en un himno de odio.

—¡Vete, Uriel! ¡Recoge toda' tu vaina y vete! ¡No te quiero ve'! ¡Vete! ¡Yo no puedo viví contigo ya! —Ella le dio la vuelta a la mesa, y se colocó a un lado de él. Le dio un fuerte golpe en la cabeza con la mano cerrada, y Uriel no hizo más que cubrirse con los ojos cerrados—. ¡Vete! ¡Vete! ¡Yo no voy a vivir en la misma casa que un pájaro! ¡Lárgate!

Nina agredía con violencia al hombre, quien se puso de pie en total silencio. Sus sollozos apenas se escuchaban debido a los gritos histéricos de Nina, quien también lloraba.

Uriel la comprendía a la perfección. No iba a decirle nada más, porque ella no tenía cabeza para escucharlo disculparse de nuevo. Solo recogió sus pertenencias en una maleta, escuchando cómo Nina hipaba con brutalidad en la sala, haciendo sentir a Uriel como la persona más despreciable que alguna vez estuvo en la tierra.

Salió de la casa, cuando ya Nina estaba en silencio y no tenía más improperios que espetarle. Cargando su maleta en un brazo, se sentó en la acera frente a la edificación que estaba a nombre de ambos.

Observó la calle, muerta. No pasaba ni un motor a esa hora, la lejanía y la oscuridad no lo permitían. Los faroles iluminaban a Uriel, como una mala broma.

Uriel lloró, recriminándose. Su hermano mayor tenía razón; nadie debía de ver sus plumas.

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Aún falta mucho tramo qué recorrer en mi isla.

El ventorrilloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora