18. Dos fugitivos embarcados a Francia.

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Extraño cómo el aire de los puertos, del mar, dista del de las ciudades; la brisa marítima es salada, fría y copiosa. Los cielos que ciñen las aguas rara vez guardan su imagen opaca y gris, es más fácil ocultar el sol que dejarle brillar sobre el mar cristalino. El barco que transportaba a Charles Hammond y a lord Arthur Somerset no tuvo la dicha de encontrar el singular ambiente azulado y claro, aunque beneficiosamente la bruma no salió aquella tarde, que ni parecía proveniente del estío.

Charles Hammond posaba parado a la vera de su amigo Somerset, ambos miraban los vaivenes y pequeñas olas del mar que impertinentes chocaban contra el barco a guisa desordenada, sin dirección, a la azar.

—¿Cuál crees que fue la indiscreción que nos condenó, Somerset?

El mentado no era capaz de tolerar la tozudez de su compañero, le era inconcebible lo poco que razonaba. Furibundo, empero, conteniéndose, le replicó:

—Charles, ¿cómo puedes cegarte a ti mismo ante lo evidente? Dos completos desconocidos entran al salón Sedom, consiguen de ti información valiosa de la casa de citas, y unos días después la policía nos persigue con el afán de arrestarnos.

—No, tu presunción está cimentada en prejuicios. Sólo por el título del conde, ya le acusas de desleal. Te digo, Arthur, que cada quien tiene sus vicios. No es por entero bueno, ni malo. Ciel Phantomhive ha de ser el perro guardián de la reina, mas él rompe las reglas de vez en vez como todo el mundo.

—Aciertas en eso, pero nada nos indica que las rompe de la misma manera que nosotros.

—¡Tú mismo me contaste que les seguiste por tus escrúpulos la noche en que se adentraron en el salón y oíste aquello que prueba la inocencia de esos dos!

—He revisado los hechos una y otra vez en mi cabeza, Charles, no creas que he ignorado lo de esa noche. He concluido que, acaso, me precipité en mi absolución. Las cosas pudieron ser de diferente forma a como yo las percibí primero.

—Defiende tus ideas.

—Verás, cuando...

Arthur Somerset no pudo extender sus argumentos, una gran cantidad de exclamaciones de los demás embarcados le obligó a callarse. Él y su amigo voltearon a todas las direcciones posibles, buscando el origen de aquellas palabras; advirtieron que del otro lado del barco un conjunto amplio de personas observaban estupefactas un mismo punto en las aguas, se unieron a ellas y la sorpresa les inundó también.

A lo lejos, se desconocía qué, un objeto se deslizaba sobre el mar, no como una botella que plácida se deja llevar por las olas, más bien como un caballo, un lince que corre sobre la tierra hacia un destino definido. Este objeto de oscura apariencia se direccionaba perfectivamente consiente hacia el barco, a una alta velocidad.

—¿Qué es eso? —dijo uno de los concurridos.

—¿Será una peculiar invención que aún desconocemos? —respondía una mujer.

—¿O es un salvaje animal que como si un potente motor le impulsara, se dirige a nosotros? ¡Alguien dígaselo al capitán para que cambie de dirección! —contradijo otra.

Algunas personas continuaron observando lo que fuese que se acercaba, otros caían en pánico y corrían a decírselo a los encargados del navío. Arthur y Charles, abrumados y ligeramente medrosos, se alejaron de la multitud, se encaminaron a otro extremo del barco, intercambiaron teorías de lo que estaba aproximándose y discutían si sería necesario hacer algo al respecto o no.

No pasó mucho tiempo cuando el gentío se obligó a dispersarse, el dúo no lo vio en el acto, pero Sebastian Michaelis, teniendo a su joven señor en brazos, cayó dentro del barco con un gran salto que cualquier hombre lo juzgaría de imposible.

¡Ciel es FUDANSHI!- Kuroshitsuji.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora