36.

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El espíritu festivo y distendido de la fiesta se truncó para Amaia en cuanto conoció la verdad sobre la partida de Alfred a Londres. Los demás invitados vivían ajenos a las confesiones que habían aplastado los sentimientos de la chica hasta reducirlos a un puñado de escombros, así que nadie reparó en su expresión conmocionada cuando apareció de nuevo en el jardín de la barbacoa. Las risas borboteaban, el olor a carne sobre las brasas inundaba el lugar, las anécdotas del pasado volaban como las muestras de comida gratis ante un local a punto de ser inaugurado. Realmente la fiesta no había cambiado para nadie, excepto para Amaia y Alfred.

Hacía tres años, Amaia había quedado con el corazón desgarrado, desangrándose, y había creído que el mundo tal y como lo conocía había llegado a su fin, al igual que su relación con Alfred. Una reacción un tanto exagerada, podían pensar algunos, pero al fin y al cabo había sido su primer amor, su primera vez, su primera relación, la primera persona que se había convertido en su mitad. Todo en ellos había marchado a pedir de boca hasta aquel día en que Alfred la cambió por Londres.

Ahora Amaia no era la misma chica que había visto cómo la tierra se abría bajo sus pies para tragársela. No, había madurado, había aprendido, había relativizado, pero Alfred siempre sería su talón de Aquiles, la debilidad que hacía que todos los progresos que había logrado flaquearan. Supo recomponerse con tiras de cinta adhesiva para no aparecer llorando ante sus amigos, pero eso no quería decir que estuviese bien.

Entendía la preocupación de Alfred al haber tenido que enfrentarse de la noche a la mañana a un brote de una enfermedad que creían controlada. Entendía la decisión de mudarse a Londres, donde los cuidados para el caso de Alfredo eran especializados. Incluso podía llegar a entender que la gravedad de la situación les hubiese costado la ruptura, pero solo si ella hubiese sabido lo que estaba pasando, si hubiese conocido los detalles de la marcha. Pero ¿que le hubiera ocultado la verdad para que no tuviera que tomar una decisión que le correspondía? Eso no lo entendía.

—¡Amaia! —la llamó Mireya acercándose a la pamplonica—. Te estaba buscando. Estoy subiendo historias a Instagram con cada uno de vosotros y solo me faltáis Alfred y tú. Ven pa'cá.

—¿Ahora?

No era el mejor momento para fotos, pero tampoco quería hacerle el feo a su amiga, así que finalmente se acercó y juntó la cabeza con la de Mireya para un selfie. Sin embargo, la sonrisa que aparentaba no era ni mucho menos sincera y en sus ojos había algo que no encajaba. Mireya no tardó en darse cuenta cuando alzó el móvil, dispuesta para disparar la cámara interna.

—Amaia, ¿estás bien? —preguntó retirando el móvil y girándose para mirarla.

Genial, parecía que la cinta adhesiva con la que había tratado de recomponerse era de calidad dudosa.

—Sí, no pasa nada, estoy bien —mintió.

—¿Seguro? —insistió la malagueña—. Porque parece que acabes de ver un fantasma, chiquilla.

—Es solo que no me encuentro muy bien. Venga, haz la foto.

No muy convencida, Mireya publicó la foto y continuó con su búsqueda de Alfred mientras Amaia sentía que le costaba respirar. Se estaba agobiando con tanta gente a su alrededor; necesitaba intimidad y todavía le quedaban varias horas de socialización por delante que tenía que aguantar si no quería faltarles el respeto a sus amigos. Había esperado con indecibles ganas el gran reencuentro de los dieciséis y ahora solo quería esfumarse, desaparecer. Siempre había tenido la capacidad de apartar momentáneamente sus problemas, de embutirlos en un paréntesis para que no le impidieran divertirse cuando así lo quería, pero en ese momento no le salía.

Volverte a ver || AlmaiaWhere stories live. Discover now