4. Beatrice

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  Al terminar las vacaciones, salí para St sin haber vuelto a ver a mi amigo. Mis padresme acompañaron, dejándome, con toda clase de cuidados, en una pensión internadopara colegiales regida por un profesor del Instituto. Se hubieran quedado helados deespanto si hubieran sabido a qué cosas me exponían.El problema seguía siendo si, con el tiempo, podría yo llegar a ser un buen hijo y unciudadano útil o si mi naturaleza me empujaría por otros caminos. Mi último intento deser feliz a la sombra del hogar y dentro del espíritu paterno había durado mucho; aveces lo había conseguido, pero al final fracasé por completo.El extraño vacío y la soledad que por primera vez sentí durante las vacacionesdespués de la Confirmación -luego se me haría muy familiar este vacío, este aireenrarecido- no desaparecieron tan deprisa. La despedida del hogar no me costó granesfuerzo; casi me avergoncé de no estar más triste. Mis hermanas lloraban sin motivo;yo no podía. Estaba asombrado de mí mismo. Siempre había sido, en el fondo, un niñosentimental y bueno. Ahora estaba completamente transformado. El mundo exterior meera completamente indiferente, y, durante días, no hacía más que escucharme a mímismo y los torrentes misteriosos y oscuros que fluían dentro de mí. Había crecidomucho en el último medio año y me asomaba al mundo como un muchacho largirucho,delgado e inmaduro. La gracia del niño había desaparecido del todo; yo mismo sentíaque así no se me podía querer, y tampoco yo me quería nada a mí mismo. Muchas vecesechaba de menos a Max Demian; pero no pocas también le odiaba y le reprochaba elempobrecimiento de mi vida, que soportaba como una fea enfermedad.En el internado al principio no me querían ni estimaban. Primero me tomaron el pelo,después se apartaron de mí, considerándome un cobarde y un solitario antipático. Mevolqué en mi papel, exagerándolo, y me encastillé en una soledad rencorosa que haciafuera tenía todas las apariencias de un desprecio muy viril del mundo mientras en elfondo sucumbía a devoradores ataques de melancolía y desesperación. En las clasespude ir tirando con los conocimientos acumulados en casa; mi curso estaba un pocoretrasado en comparación conmigo y me acostumbré a tratar a mis compañeros concierto desprecio, como si fueran niños.Las cosas siguieron así un año y más; tampoco las primeras vacaciones en casatrajeron nada nuevo; volví a marcharme contento al colegio.Era a principios de noviembre. Yo había cogido la costumbre de dar cortos ypensativos paseos, hiciese el tiempo que hiciese, en los que solía disfrutar de unaespecie de placer, lleno de melancolía, de desprecio al mundo y a mí mismo. Una tardehúmeda y nebulosa divagaba yo por los alrededores de la ciudad. Fi ancho paseo delparque, completamente desierto, invitaba a pasear por él; el camino estaba cubierto dehojas caídas, en las que yo hundía los pies con oscura voluptuosidad. Olía a humedadamarga, y los árboles lejanos surgían de la niebla, fantasmagóricos, grandes y sombríos.Al final del paseo me paré indeciso, con los ojos clavados en la hojarasca negra,respirando con ansia el aroma mojado de descomposición y muerte, al que algo en mírespondía y saludaba. Oh, qué insípida me resultaba la vida!De uno de los caminos laterales salió alguien con capa flotante; yo quería seguirandando, pero el recién llegado me llamó.-¡Eh! ¡Sinclair!Se acercó. Era Alfons Beck, el mayor del internado. A mí me resultaba simpático y notenía nada contra él, excepto que siempre me trataba, como a todos los más pequeños,de una manera irónica y paternal. Todos le considerábamos como el más fuerte; decíanque tenía dominado al director del internado y era el héroe de muchas leyendasescolares.-¿Qué haces tú por aquí? -me gritó jovialmente, en el tono que adoptaban losmayores cuando se dignaban hablar con nosotros-. ¡Apuesto a que estás haciendoversos!-Ni pensarlo -negué bruscamente. Beck soltó una carcajada y echó a andar junto a mí, charlando como yo no estaba yaacostumbrado a hacerlo.-No creas que no lo comprendo, Sinclair. Tiene un no sé qué caminar así en la nieblaal atardecer, con pensamientos otoñales. Comprendo que se caiga en la tentación dehacer versos. Sobre la naturaleza que muere y sobre la juventud perdida que se leparece. Como Heinrich Heine.-No soy tan sentimental -me defendí.-Bueno, bueno ¡déjalo! Pero con un tiempo así creo que es mejor buscar un lugarrecogido donde se pueda tomar un vasito de vino o algo por el estilo. ¿Te vienesconmigo un rato? Precisamente estoy completamente solo. O ¿quizá no te apetece? Noquiero pervertirte amigo, a lo mejor eres un niño modelo.Poco después nos encontrábamos en un tabernucho de las afueras de la ciudad,bebiendo un vino dudoso y entrechocando los vasos de vidrio grueso. Al principio aquellono me gustaba demasiado, pero al menos era algo nuevo. Al poco rato, bajo el efectodel vino, me volví muy locuaz. Era como si en mi interior se hubiese abierto una ventanay el mundo entrara resplandeciente. Cuánto tiempo hacía que mi alma no se desahogabahablando! Me puse a fantasear y de pronto saqué a relucir la historia de Caín y Abel.Beck me escuchaba complacido. ¡Por fin alguien a quien yo daba algo! Me golpeabaen el hombro y me llamaba «chico del demonio»; y a mí se me hinchaba el corazón delplacer de dejar correr generosamente todos los deseos acumulados de hablar y comunicarme,de ser reconocido por alguien y de valer algo a los ojos de uno mayor que yo.Cuando me dijo que era un «pillastre genial», sus palabras me inundaron el alma comoun vino dulce y embriagador. El mundo ardía con nuevos colores, los pensamientos mevenían de cien mil fuentes audaces, sentía llamear en mí el fuego y el ingenio. Hablamosde los profesores y de los compañeros y a mime dio la impresión de que nosentendíamos estupendamente. Hablamos sobre los griegos y los paganos. Beck quería atoda costa que le hiciera confidencias sobre aventuras amorosas. Pero en ese terreno yono podía seguir la conversación; no había vivido nada y nada podía contar. Y lo quehabía sentido, construido y fantaseado en mi cabeza, lo llevaba ardiendo en el alma y nose hubiera disuelto o hecho comunicable sólo con el vino. Beck sabía mucho más de laschicas que yo, y escuché con la cara encendida sus cuentos. Me enteré de cosasincreíbles; cosas que nunca hubiera creído posibles se hacían reales y parecíannormales. Alfons Beck, con sus dieciocho años, tenía ya alguna experiencia. Entre otras,que la relación con las chicas jóvenes tenía sus pegas; no querían más que carantoñas ygalanterías, y eso estaba bien pero no era lo verdadero. De las mujeres se podía esperarmucho más. Las mujeres eran más razonables. Por ejemplo, la señora Jaggelt, la de latienda de cuadernos y lapiceros; con ésa se podía uno entender; y las cosas que habíansucedido detrás del mostrador no eran para contarlas.Yo estaba fascinado y aturdido. Yo, desde luego, no hubiera podido enamorarme de laseñora Jaggelt precisamente; pero, a fin de cuentas la historia era increíble. Parecía quehabía posibilidades -por lo menos para los mayores- que yo nunca hubiera imaginado.Sin embargo, también había algo falso en todo aquello; me sabía a menos y a másvulgar de lo que, según mi opinión, debía ser el amor; pero era la realidad, era la vida yla aventura. Ami lado tenía a uno que lo había vivido y a quien parecía natural.Nuestra conversación había bajado de nivel, había perdido algo. Yo no era ya el niñogenial; ahora sólo era un chico escuchando a un hombre. Pero aun así, comparado conlo que había sido mi vida desde hacía meses y meses, resultaba maravilloso yparadisíaco.Además fui dándome cuenta lentamente de que todo lo que estaba haciendo, desdeestar en la taberna hasta el tema de nuestra conversación, estaba prohibidoterminantemente, saboreaba al menos el espíritu rebelde de la situación.Recuerdo con todo detalle aquella noche. Al volver los dos a casa, tarde, bajo losfaroles mortecinos, en la noche fresca y mojada, iba borracho por primera vez en mivida. No era nada grato, sino muy desagradable; y, sin embargo, hasta esto tenía algo,un atractivo, una dulzura: era la rebelión y la orgía, la vida y el espíritu. Beck se portómuy bien conmigo, aunque iba enfadado y me regañaba por novato. Me llevó casi en  brazos hasta el internado, donde consiguió que entráramos, sin ser descubiertos, poruna ventana abierta.Al despertar de la borrachera, tras un breve y mortal sueño, me sobrevino unadesesperada tristeza. Me erguí en la cama, aún con la camisa del día anterior -mi ropa ymis zapatos andaban tirados por el suelo y olían a tabaco y a vomitona-, entre doloresde cabeza, vértigo y una sed abrasadora; en mi alma surgió una imagen con la quehacia tiempo que no me enfrentaba. Vi mi ciudad natal y la casa de mis padres, a mipadre y a mi madre, a mis hermanas, el jardín; mi dormitorio tranquilo y acogedor, elcolegio y la Plaza Mayor; vi a Demian, las clases de religión. Y todo era diáfano y estabacomo bañado en luz; todo era maravilloso, divino y puro; y todo -en ese momento medaba cuenta- me había pertenecido hasta hacía unas horas, me había estado esperando,y ahora, sólo ahora, en este momento, había desaparecido: ya no me pertenecía, meexcluía, me miraba con asco. Todo el amor y el cariño que me habían dado mis padres,remontándome hasta los más lejanos y dorados paraísos de la infancia, cada beso de mimadre, cada Navidad, cada mañana de domingo, clara y piadosa, cada flor del jardín...todo estaba destrozado. ¡Yo había pisoteado todo con mis pies! Si ahora hubieranaparecido unos esbirros y me hubiesen agarrado y conducido al patíbulo, por descastadoy sacrílego, habría estado de acuerdo, les hubiera seguido con gusto y me hubieraparecido justo y bien.Así era yo en el fondo. ¡Yo, que despreciaba a todo el mundo! ¡Yo, que sentía elorgullo de la inteligencia y compartía los pensamientos de Demian! Así era yo: unainfame basura, borracho y sucio, asqueroso y grosero, una bestia salvaje dominada porhorribles instintos. Este era yo, el que venía de los jardines donde todo es pureza, luz ysuave delicadeza, el que había disfrutado con la música de Bach y los bellos poemas.Aún me parecía escuchar con asco y con indignación mi propia risa, una risa borracha,descontrolada, que brotaba estúpidamente a borbotones. Así era yo.A pesar de todo, constituía casi un placer sufrir estos tormentos. Había vegetadotanto tiempo, ciego e insensible, y mi corazón había callado tanto tiempo, empobrecidoy arrinconado, que esta autoacusación, este horror, todo este sufrimiento espantoso delalma, eran un alivio. Eran al menos sentimientos, sentimientos ardientes en los que latíaun corazón. Desconcertado, sentí en medio de la miseria algo así como una liberación yuna nueva primavera.Sin embargo, visto desde fuera, iba yo decididamente cuesta abajo. La primeraborrachera dejó pronto paso a otras nuevas. En nuestro colegio se iba mucho de juergaa las tabernas, y yo era uno de los más jóvenes entre los asiduos. Pronto dejé de serconsiderado como un chiquillo al que se tolera y me convertí en un cabecilla, famoso yatrevido cliente de las tabernas. Volvía a pertenecer por completo al mundo oscuro, aldemonio; y en ese mundo me consideraban un tipo sensacional.A todo esto, yo me sentía muy mal. Vivía en una orgía autodestructiva y constante; ymientras mis compañeros me consideraban un cabecilla y un jabato, un muchachovaliente y juerguista, mi alma atemorizada aleteaba llena de angustia en lo másprofundo de mi ser. Recuerdo que al salir de una taberna un domingo por la mañana mebrotaron las lágrimas al ver a unos niños jugando en la calle, limpios y alegres, reciénpeinados y vestidos de domingo. Y mientras yo me divertía y a menudo, en torno a unamesa sucia en tabernas de baja estofa, asustaba a mis amigos con mi inaudito cinismo,tenía en el fondo del corazón un gran respeto por todo aquello que ridiculizaba y en miinterior me arrodillaba ante mi alma, ante mi pasado, ante mi madre, ante Dios.Que yo nunca me compenetrara con mis compañeros, que permaneciera solitarioentre ellos, tenía su explicación. Yo era todo lo juerguista y todo lo cínico que los demásbrutos de nuestro grupo deseaban, y tenía ingenio y valentía en mis pensamientos ypalabras sobre los profesores, el colegio, los padres, la Iglesia. También aceptaba loschistes obscenos y hasta me animaba a hacer alguno. Pero nunca acompañaba a miscompinches cuando iban en busca de las chicas. Me encontraba solo y lleno de unprofundo deseo de amor, un deseo desesperado, en tanto que mis palabras eran las deun libertino redomado. Nadie era en este punto tan vulnerable y tímido como yo. Ycuando veía pasear a las muchachas jóvenes, arregladas y limpias, alegres y graciosas,me parecían maravillosos sueños de pureza, demasiado buenos y puros para mí.

DemianWhere stories live. Discover now