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La luna refulgía esa noche con intensidad

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La luna refulgía esa noche con intensidad. Tal era su brillo que los oscuros nubarrones que tapaban a las estrellas no pudieron evitar que destacara sobre todo lo demás. El sonido de la lluvia y los truenos impedían el paso de un carruaje que se esforzaba por llegar a su destino, movido por unos majestuosos corceles blancos. Las hojas de los árboles generaban una melodía fúnebre al mezclarse con el viento cortante y el ulular de algunos viejos búhos, creando una atmósfera lúgubre y oscura.

Con gran maestría, el cochero del carruaje consiguió estabilizar el vehículo, evitando que este cayera por el terreno angosto y embarrado. Su corazón latía desenfrenado, nadie viajaba en un día tan gélido y tempestuoso como aquel, a menos que quisiera morir, pero era menester si quería cumplir su labor y satisfacer a su misterioso cliente.

Por fortuna, minutos más tarde estaba llegando a las puertas del castillo y espoleó con fuerza a sus caballos para meterles brío. Su ropa estaba empapada y podía sentir como el tiempo apremiaba. Aunque estuviera al otro lado, protegido por la gruesa pared de cristal, podía escuchar las voces trémulas y agónicas de sus viajantes, las cuales le producían una profunda desazón.

Al llegar al patio interior se apresuró para abrir la puerta trasera, tratando de ignorar el pánico que albergaba su cuerpo por lo que podía encontrarse, pues no había podido ver sus figuras con antelación. Cuando se había subido al carruaje las puertas ya se encontraban cerradas y el cristal translucido solo mostraba sombras difusas que no permitían adivinar sus identidades.

Cuando sus dedos gruesos y curtidos rozaron el picaporte de bronce con el objetivo de finalizar su trabajo y poder regresar a su hogar en busca del calor de su reciente esposa, una mano huesuda y alargada le detuvo, colocándose sobre su hombro.

El hombre palideció por completo al verse sorprendido por una mujer pocos años mayor que él con una mirada penetrante y fría como un témpano de hielo. Su cabello azabache brillaba al iluminarse con los candiles del patio y sus ojos turquesa desprendían un efecto hipnótico que le producía verdadero sopor.

—Puede retirarse —le acució crispada y dirigió su mirada al carruaje—. Es menester que yo me ocupe de su estadía y reposo.

El hombre observó angustiado como la dama se disponía a darse la vuelta para cumplir con su objetivo de velar por la seguridad y estadía de los misteriosos huéspedes e hizo un atrevimiento impropio de él. Se apresuró para tomarla del brazo y apretarlo con cautela.

—¿Podría cobijarme en algún lecho que tenga desocupado si no es molestia, madame? Fuera hace un temporal de mil demonios y temo por mi vida si vuelvo a poner un pie fuera de su imponente castillo.

—Temerá usted por su vida si no pone rumbo a su hogar con presteza, señor —respondió con un acento extraño, siseante—. Le recomiendo que aproveche usted mi acto de bondad como agradecimiento por proteger a mis invitados durante tan abrupto trayecto, pues no suelo ser benevolente con personas como vos.

—¿Podría al menos tener la bondad de ofrecerme alimento? Ha sido una travesía prolongada y llena de obstáculos y no he podido probar bocado —respondió bajando la cabeza con deferencia.

—Acompáñeme, con gusto le recompenso por tan laborioso recorrido y perdone por mis hoscos modales. No frecuento la compañía de muchas personas y una se termina de olvidar lo que conlleva tener huéspedes en su morada. Si es tan amable...

El hombre sonrió satisfecho por conseguir algunas provisiones de manera gratuita, se sentía exhausto y hambriento. Acompañó a la esbelta damisela de aspecto de alta cuna por los lujosos pasillos adornados con ejemplares retratos y accedió a esperar en un comedor, donde una alargada mesa de roble presidía el lugar, repleta de distintos platos que le hacían salivar como si fuera una bestia salvaje.

Esa fue la última vez que se vio con vida al cochero en la ciudad de Edimburgo. La noche tormentosa fue fechada en calendarios como hito histórico por el majestuoso refulgir de la luna en tono rojizo y el río cubierto de sangre. Pero nadie supo el por qué.

Hasta hoy.

Atary [Pecados Capitales] #1Where stories live. Discover now