7. Una Agradable Rutina

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La puerta al taller de máscara se abrió, permitiendo que la algarabía y la fiesta del exterior inundaran unos instantes el local, pero no tardó en cerrarse, y cuando la dependienta, una zorra de dos colas, salió a ver al cliente, se encontró con el Sin Cara, que dejaba frente a ella un paquete cuidadosamente atado, con un dibujo al frente en el que Akkoro-san había escrito la naturaleza de su pedido. "¡Por fin!" dijo, relamiéndose y tomándolo con una de sus garras. "¡Eh, viejo, ya llegó la comida!" El Sin Cara no llegó a entender lo que gritaba el shukaku desde la trastienda, pero no lo necesitaba, ya que la joven espíritu le sonrió, rebuscando meticulosamente en el delantal. "Muchas gracias, cielo... Toma, aquí está el pago" El espíritu cerró la mano con las monedas y se agachó respetuosamente. Si te tratan con respeto, trata con respeto, esa era la regla de oro. "¿Te tiene muy esclavizado el viejo de Akkoro-san?" El Sin cara no llegó a hablar, pero el que sí lo hizo fue el jefe de la Kitsune, reclamando su comida. "¡Que ya va!" Voceó la zorra, agitando sus dos colas, y a continuación, suspiró mirando al Sin Cara. "Todos tenemos lo que nos toca en la vida... En fin, me alegro de verte".

A pesar de que poca gente llegaba a ver al Sin Cara cuando éste no se lo proponía, todos se acababan alegrando de verlo. El por qué era sencillo, ya que generalmente solía llevar consigo los pedidos de Akkoro-san, y las bolitas de pulpo eran muy valoradas entre los espíritus. Los espíritus a los que visitaba siempre lo saludaban y le daban las gracias al recibir sus pedidos, y los niños oni, que siempre lo encontraban en la calle, lo seguían poniéndole ojitos de cordero y pidiéndole, y siempre acababa cayendo alguna bolita de pulpo. Algo que Akkoro-san sabía perfectamente y aprobaba, por supuesto, ya que los adultos eran grandes clientes suyos. El Sin Cara también iba aprendiendo a identificar a los distintos clientes. El fantasma de aquella joven a la que habían tirado a un pozo y que siempre estaba viendo la tele, la anciana Moro, que en realidad era una loba, el propietario de la licorería de enfrente, la europea rubia que en realidad era un espíritu dragón, o los dueños de aquel restaurante una decena de metros más abajo, que siempre encargaban sus buenos cargamentos al local de Takoyaki para servirlos ellos.
Día tras día, noche tras noche, el pequeño espíritu Sin Cara se deslizaba también sin ruido por el ambiente nocturno del pueblo, entregando recados, observando los espectáculos. La gente disfrutaba de aquellas noches de algarabía y fiesta, los restaurantes se llenaban a rebosar de la magia que había en el aire, y siempre, de las procesiones de clientes que subían a la casa de baños, había muchos que se quedaban prendados del olor que salía de los locales y querían comenzar con un aperitivo. Las propinas volaban en el local de Akkoro-san, entre las charlas de los empleados que comentaban al final de la noche y las nubes de humo de sus cigarrillos, y el Sin Cara escuchaba y callaba, retirando silenciosamente los platos casi vacíos para reponerlos.
Akkoro-san no volvió a mencionar el incidente del Nekomata, y el Sin Cara tampoco lo hizo (no habría sabido qué decir), pero era mejor así. El purgante y la bestia en la que se había convertido el Sin Cara se disolvieron en el tiempo, y todo siguió siendo como era, aunque el dependiente no volvió a enviarle a recados extraños, a mandarlo fuera de la zona de luces o a la Casa de Baños a entregar pedidos. Y el Sin Cara, en cierta medida, lo agradecía. Agradecía algo a lo que atenerse, algo sencillo y honrado, una rutina como aquella. Según le entregaba la bolsa de papel al encargado Oni del otro puesto, éste le devolvió uno de sus pescaditos a cambio. Da y recibirás. Se amable y serán amables contigo. ¿Quién habría podido decir que la filosofía en aquel mundo era tan sencilla? Si los espíritus de la Casa de Baños que bajaban a relajarse al local de Takoyaki creían que él también, como ellos, estaría esperando a recibir una propina, ¿qué mal le hacía recogerla? Las tomaba, se las pasaba al jefe, tras estremecerlas y multiplicarlas para obtener un montoncito pequeño, y éste lo obsequiaba con una bandeja de takoyaki sólo para él. Y el Sin Cara era feliz.

Cuando entró aquella noche en el local de Akkoro-san, tras su habitual paseo con los pedidos, lo encontró hablando con su vieja amiga Moro, la loba blanca, que tenía un vaso de sake levantado entre sus manos huesudas. "Las cosas están así", concluyó algo que estaban hablando, mientras el Sin Cara se iba a su sitio junto a la puerta. "Ahora tú debes escoger". Akkoro-san se pasó una de sus muchas manos regordetas por la barba, en un ademán nervioso, frunciendo el ceño.
"Maldita sea, Moro, vieja amiga, sabes que no es fácil". Se llevó un cigarrillo a la boca lanzó otra nube de humo. "Tú sabes lo que es eso, estar aquí y allí, no tiene nada que ver".
"Sabes dónde está tu sitio", replicó ella, inclinada sobre el mostrador. "Ya hemos hablado de esto, Akkoro-san. Ellos te necesitan, y tú los necesitas a ellos".
Era algo importante, eso era evidente, y el Sin Cara sabía más que nunca que debía hacerse invisible. Pero a pesar de todo, el espíritu octópodo lo reconoció y suspiró. "Escucha, chico... Esto es difícil, ¿sabes?" Nunca unas palabras bonitas han surgido tras esa declaración. Aquella vez no fue distinto. "Nada me gustaría más que seguir en esta tienda por siempre, pero..." Con una mano libre, señaló a la mujer loba. "Moro-san tiene razón. Son los humanos, chico. Los humanos me están buscando. Después de tanto tiempo..." Suspiró. "Después de tanto tiempo, a lo mejor vuelven a tener lugar para los viejos dioses".

Y es que Akkoro-san era un ser antiguo, un antiguo espíritu venerado en cierta parte de Japón, por lo que sabía el Sin Cara. Allí con sus manos regordetas, y su calva y su mostacho, antaño el viejo Akkoro-san había sido un ser imponente. Eso le había contado el viejo espíritu-dragón que a veces tomaba té con él, que había sido el vecino de Akkoro-san durante mucho tiempo, hasta que éste se había quedado sin gente que lo adorase, y así, sin hogar, y había tenido que reconvertirse como dependiente en un puesto de takoyaki. Hasta que, hacía poco, alguien había tenido una idea brillante. Guerras, desastres naturales... La humanidad necesitaba ayuda de los espíritus, eso era evidente, y un tipo de verde había comenzado un proyecto de reintroducción. "Ya sé que es una mierda para ti, chico, y lo siento..." Akkoro-san se encogió de hombros. "Pero es mi oportunidad, de evitar que pillen en mi lugar a un espíritu jovencito". No, aquello no le gustaba al Sin Cara. Allí era feliz, en la pulpería, entregando pedidos, ayudando a Akkoro-san. ¿Por qué debía...? ¿Por qué tenía que...? "Encontrarás otra cosa, chico, tienes mucho potencial. Puedes probar en la casa de baños..."
"¿Ahí?" la vieja Moro-san esbozó una sonrisa mostrando todos sus dientes lupinos. "Ese lugar es demasiado exclusivo... No te dejarán entrar así como así. Sólo si te invitan, tal vez..."
Pero aquello no era justo, daban igual las oportunidades, las ideas, todo. Porque Akkoro-san se iba, y el Sin Cara no podía hacer nada para impedirlo. Su amigo, su jefe, su patrón. El Sin Cara sabía que había tenido demasiada suerte en su trabajo, que él lo había acogido cuando no tenía nada y lo mantenía a pesar de que nada era lo que aportaba. Akkoro-san se lo había dado todo, y ahora... ¿Qué haría ahora?
La noche fue larga, y entraron muchos clientes. Saludaron a Akkoro-san, cenaron, y todo transcurrió con normalidad. Pero no era normal, nada era normal, porque aquello tenía fecha de caducidad. Y todo pasó tan deprisa que el Sin Cara no pudo llegar a vivirlo, sólo a recordarlo. Akkoro-san le había despedido al cerrar definitivamente la tienda. Le había dado un buen dinero, una última ración de takoyaki, y le había dicho que "al fin y al cabo, estarás bien", como tranquilizándose a sí mismo. Y, a la mañana siguiente, ya no estaba. Y no estaba, y la vida del Sin Cara se había ido con él. Su trabajo, la razón de su existencia, había estado tras aquella puerta de la que alguien había quitado el cartel del takoyaki. Su amigo, su jefe, aquel que se lo había dado todo, se lo había quitado todo.

El Sin Cara, confuso y desorientado, se frotó las manos, y miró a su alrededor a los espíritus que de repente volvían a ser todos desconocidos, seres extraños, no humanos en un mundo despiadado y lleno de fiestas que en cualquier momento podría volverse contra él y devorarlo. ¿Y qué le había dicho su jefe? La casa de baños, debía ir a la casa de baños.
Y tal vez no pudiera entrar allí, tal vez no entrara al edificio sin invitación de las babosas encantadas y los sapos con bigote que se inclinaban profusamente ante los clientes. Pero él no era un cliente, no era nada, nunca lo había sido, y lo único que era capaz de hacer era estirar las manos, pidiendo propina, contagiado por el mismo deseo que todos aquellos sirvientes de Yubaba. Tal vez fuera ese su destino, ser un mendigo invisible ante procesiones interminables de espíritus, a las puertas de la Casa de Baños, esperando a alguien, tal vez a Akkoro-san, tal vez simplemente alguien que lo reconociera. Y esperó, y esperó, y esperó hasta que Akkoro-san fuera tan solo una sombra en el pasado. Hasta que su espíritu volvió a vaciarse. Hasta que las noches se convirtieron en días, los días en noches, y un olor familiar se abrió camino hacia el Sin Cara entre la interminable procesión de clientes.

El joven capataz dragón al que Sin Cara había visto muchas veces supervisando la situación cruzó por el puente, pero en lo que éste fijó su mirada no fue en él, sino en su acompañante. Una figura pequeña, tímida, hechizada, invisible para todos... pero no para él. Porque aquel olor había despertado un lado que el Sin Cara había abandonado mucho tiempo antes. Pues ese aroma, era el de una humana. Sólo había algo que añorase más que Akkoro-san... Y era un cuerpo, un cuerpo humano.

Bingo.

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⏰ पिछला अद्यतन: Dec 31, 2018 ⏰

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