Día 20 (23:10)

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     Cuando desperté todo era negrura y dolor. Intenté abrir los ojos, pero me era imposible, notaba el suelo duro contra el costado derecho de mi cara y quería palparla para ver si todo seguía en su sitio, pero mis manos tampoco parecían responder mucho a mis deseos. Tragué saliva, notando el sabor ferroso de la sangre, y seguí esforzándome por abrir los ojos. El único que respondió, reticente, fue el izquierdo, que conseguí abrir a duras penas. Delante de mí dos cuencas oscuras y vacías en una cara muerta me observaban impertérritas. La visión hizo que al fin mi cuerpo reaccionase y, reptando, conseguí apartarme del cadáver, chocando con la pared de enfrente, donde quedé sentado. Recordaba todo lo que había pasado, pero era incapaz de saber si de aquello hacía segundos, minutos, o unas cuantas horas. La cabeza me latía como un enorme corazón y localicé un gran golpe en el lado derecho de la frente. El ojo de ese lado estaba totalmente hinchado y cegado, y al tocarlo recibí una descarga inhumana de dolor que me hizo decidir dejar la autoexploración por el momento.

     Al cabo de un rato conseguí levantarme. Me asomé con precaución al apartamento de Láquesis, solo para encontrarme los cuatro cadáveres de mis compañeros de equipo en la misma posición donde los había visto por última vez. Por lo demás, no parecía haber nadie allí, aunque no me detuve a mirar el cuarto de baño y los rincones.

     Volví sobre mis pasos en dirección al apartamento de Átropos, donde estaba cuando empezó todo aquel apocalipsis. La imagen que encontré, pese a ser muy parecida a lo que acababa de dejar atrás, era nueva para mí y me impresionó hasta el punto de hacerme caer de rodillas vomitando. El médico —Suárez, se llamaba Suárez— y la auxiliar que habían entrado conmigo para llevar la cena a Átropos estaban tirados, uno sobre el otro, en medio de un gran charco de oscura sangre. Ella no presentaba grandes signos de violencia, el anormal y forzado ángulo de su cuello dejaba muy claro cuál había sido el motivo de su muerte. El médico —Juan, Juan Suárez—, en cambio… Al ya conocido truco de arrancar los ojos, alguien había unido una furia inconmensurable. Tenía toda la cara llena de mordiscos. No me refiero a marcas de dientes como las que puede dejarte tu sobrino malcriado cuando no le das lo que quiere. Su cara estaba comida a trozos. Le habían arrancado todo el lateral izquierdo, desde el labio inferior hasta la oreja, dejando ver sus dientes y mandíbula. El sitio donde debía haber estado la nariz era un amasijo de carne picada en el que se distinguían apenas dos agujeritos negros.

     Yo vomitaba y vomitaba, aunque ya no tenía nada que vomitar. El aire mismo olía a vísceras y sangre y cada bocanada que conseguía dar entre espasmo y espasmo de mi jodido estómago no hacía más que renovar mi nausea. Salí de allí arrastrándome, a cuatro patas, resbalando sobre mi propio vómito y llorando, histérico perdido. De nuevo me senté contra la pared del pasillo como pude, gimiendo y llorando con la cabeza entre mis manos, incapaz de asimilar todo lo que acabada de ver. Esta vez me llevó mucho más rato serenarme y fueron el pánico y el instinto de supervivencia lo que finalmente consiguieron hacerme parar.

     Sólo me quedaba por ver el apartamento de Cloto, al fondo del todo del pasillo. Cojeando y moviéndome despacio, pegado a la pared, recorrí una vez más el camino, sorteando el cadáver de la psicóloga y avanzando con miedo y aprensión. Cuando llegué al lado de la puerta, que también seguía abierta, tuve que armarme de valor para echar un vistazo dentro, y lo hice asomando sólo la cabeza, temeroso de una nueva orgía de sangre y muerte. El apartamento estaba vacío. Todo era blanco, como en los otros dos, pero aquí blanco de verdad, sin sangre y vísceras. No puedo asegurar si esto me tranquilizó o me puso más nervioso, pero me hizo ser consciente del silencio que reinaba a mi alrededor. Finalmente me atreví a entrar en el apartamento, sin saber muy bien lo que estaba buscando. Allí debían haber estado, cuando empezó todo el escándalo, el Doctor Espino, Cloto y el médico y el segurata que había visto salir corriendo y cuyas cabezas se habían chocado con demasiada fuerza justo delante de mis ojos en el apartamento de Láquesis. Pero de los dos primeros no había rastro alguno.

     Busqué alguna pista que pudiese decirme dónde estaba todo el mundo. Los que no estaban muertos, claro, esos poco iban a esconderse ya. La cena que Espino y los otros dos ya fallecidos miembros del equipo habían llevado a Cloto estaba colocada sobre la mesa, en perfecto orden, en su bandeja, pero no dejé de apreciar que faltaba el cuchillo. La cerveza, que al parecer también habían llegado a servirle, estaba ya sin espuma, así que empecé a entender que había estado un buen rato tirado en el pasillo, inconsciente. Seguramente me habrían dado por muerto, ¡al fin un destello de buena suerte en mi vida! Una de las pantallas de Cloto, la que usaba para jugar y dibujar a veces, estaba en el suelo, rota. No vi nada más que estuviese fuera de lugar o tirado.

     Eché un último vistazo a mi alrededor. Cloto y Espino no estaban por ningún sitio. También faltaban Láquesis y Átropos. Sabía, sin lugar a dudas, que había sido Láquesis quien había empezado aquella matanza, le había visto matar al guardia y al médico con mis propios ojos pero, ¿y los otros dos sujetos? Láquesis no había presentado, desde hacía ya diez días que se había abierto la cabeza contra la pared, ningún síntoma de locura o de agresividad. En todo caso yo hubiese apostado más por Átropos, era el único de los tres que me producía realmente miedo… hasta ahora, claro. Encontré, al lado de la puerta, el teléfono de Espino, roto en dos pedazos,  y una pluma digital que siempre solía llevar encima, como un amuleto. ¿Qué habían hecho con él? ¿Por qué no se lo habían cargado como al resto del equipo? Ya a punto de salir de nuevo al pasillo, vi que la puerta del baño de Cloto estaba entornada, y que la luz de dentro también estaba encendida. Con la esperanza de que Espino se hubiese refugiado allí entre todo el tumulto y estuviese todavía escondido y acojonado, abrí la puerta despacio. Había alguien, aunque no era Espino. Y, a decir verdad, tampoco parecía alguien… Cloto estaba sentado en el váter, con las piernas estiradas y abiertas, y los brazos colgando a ambos lados de lo que quedaba de su cuerpo. Por su postura, de manera natural, la cabeza debería haber caído hacia delante, descansando sobre su pecho… de no ser porque tenía la garganta abierta de lado a lado, dejando ver la tráquea. Su mirada se perdía en el techo, en su cara todavía se reflejaba un terror tan puro que hacía que me temblasen las piernas. Aparte de rajarle el cuello, le habían abierto en canal ambos brazos por su parte interior, desde la axila hasta la muñeca, abriendo los músculos hacia los lados como si fuese un libro para dejar el hueso a la vista. Otra raja, que empezada en su pecho, bajaba por todo su torso y abdomen, acabando en su pene. Acabando era un decir, porque tanto éste como sus testículos estaban tirados al lado de la ducha, arrancados, por lo que parecía. Su caja torácica, que estaba al descubierto, había sido golpeada, por lo que se veían mil trozos de costillas clavadas en los órganos internos, y todos sus intestinos colgaban a un lado de su cuerpo, desparramados. Y todo eso, presumiblemente, perpetrado con uno de los putos cuchillos de metacrilato de punta roma que llevábamos a los sujetos para cortar la comida. Casi nada.

     El espectáculo, el olor, la locura, saña e ira que reflejaba la escena, me hicieron recular una vez más, tropezando con mis propios pies y acabando de nuevo en el suelo. Aunque hacía unos minutos había creído que era incapaz de vomitar nada más, descubrí que había estado equivocado. Aunque lo que vomitaba ya era sangre y saliva… y cada arcada hacía que un dolor indescriptible recorriese mi cuerpo y me dejase clavado en el sitio.

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