Contigo

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El sonido de las manecillas del reloj se escuchaba con eco en aquella habitación blanca inundada de nervios. Algún archivero, un escritorio y cinco sillas de las cuales solo cuatro estaban ocupadas les hacían compañía, eso y una pequeña planta que si bien no estaba agonizando poco le faltaba.

Martha, la única mujer entre las cuatro paredes miraba insistente la puerta, como intentando abrirla con telepatía, con esa mirada preocupada que usaba poco, luciendo aquel vestido café que compró en algunas vacaciones al convencer a su esposo de que solo sería para que él la viera; posando de manera delicada sus manos en los costados de la silla, sin su anillo de bodas, por supuesto.

No fue hasta quince minutos después de la hora pactada que se abría la puerta, Octavio entró despacio, tan educado como siempre, vestido de traje negro y con esa corbata con rayas azules que alguna vez ella le regaló. Saludó, pero lo hizo con prisa, no sin antes brindarle una mirada discreta antes de hundirse en aquel asiento color negro que ponía aún más deprimente el ambiente.

Varias hojas eran puestas en la mesa. Él tomó la pluma, con la mirada perdida en un intento de que pareciera que leía aquel documento que se sabía de memoria. La miró de reojo, de manera suplicante. Ella hundió su mirada en la planta que en ese instante pareció morir, ya no había nada más que hacer. Los trazos fueron lentos, tanto que parecían doler. Se levantaron despacio, no hubo más palabras, tan solo un último gesto de caballerosidad al dejarla salir primero.

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