Capítulo 20

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La taza que tenía mamá en sus manos cayó rodando por el suelo, derramando su contenido pero sin romperse, un poco como ella. De inmediato corrió a tomarme entre sus brazos, y fue ahí donde por fin caí en la realidad, la triste realidad que me decía que mi querida abuela ya no existía.

Ambas lloramos, abrazadas la una con la otra, tratando de hacer que este calvario sea un poco más soportable.
Cuando nos separamos fue que esos detalles que había notado al entrar, volvieron a llenarme de preguntas.
Mamá estaba embarazada, su pequeño vientre todavía no era prominente pero sí se veía, no entendía nada, estaba descolocada.

Clarice me miró a los ojos y a pesar de todo el dolor pudo esbozar una pequeña sonrisa melancólica. Tomó mi mano y la posó sobre su estómago, esperando mi reacción. Siempre había querido hermanos, ser hija única no había sido divertido en mi infancia y yo solo lo pedía sin saber que para tener un bebé se necesitaba más que solo desearlo, se requería de un hombre, algo fuera de los planes de mi madre desde que me tuvo a mí.

Pero ahora, al observar a mi alrededor, una persona extra llamó mi atención. Un señor alto y de buen vestir miraba hacia nosotras con algo de curiosidad, quizás esperando mi reacción al enterarme de su existencia y la de mi futuro hermano.

Mamá se dio cuenta que lo observaba y se dirigió a él para presentarmelo.

—Nina, él es Ben —pronunció con su voz un poco rota por el llanto.

El tal Ben se acercó tendiendo su mano para estrecharla con la mía, a lo que le correspondi. Le agradecía de alguna manera que haya estado al lado de mi madre en estos momentos, me aterraba pensar que pasaba por todo el tema del funeral sola, pero gracias a él, ella estaba contenida.

—Tenemos mucho de qué hablar —susurró mi madre.

—Lo sé.

Le dediqué una sonrisa triste a ambos y me aleje un poco. Luego habría tiempo de palabras y explicaciones que no venían al caso porque todo estaba más que claro, ahora solo quería llorar.
La noticia del fallecimiento me cayó como un balde de agua fría, me tomaría tiempo de asimilarlo, de hacerme la idea de que las cosas cambiarían para siempre, que ya no la encontraría al llegar, que no iba a saborear sus platos otra vez, que mi esperanza de que se casara con el señor Robinson quedará en una ilusión, su risa y su manera de mantener unida nuestra pequeña familia, la iba a extrañar.

Al parecer toda la gente del pueblo se había conmocionado por la noticia y se habían acercado a darle sus condolencias a mi madre, el entierro y funeral sería ésta tarde en el cementerio municipal. Iba a ser duro, mucho, sentía como un pedazo de mi alma era arrancado de mí, quizás ella se lo había llevado.

Me aleje un poco de la multitud que hablaba bajo en la sala, y subí las escaleras. Inconscientemente me dirigí a su habitación, sabía que no lo iba a soportar pero necesitaba sentirla cerca de alguna forma.
Todo estaba tal y como lo recordaba, su perfume aún seguía en el aire, sus revistas y cosas de costura a un costado, las mantas a crochet que le regalaba a todo el mundo seguían sobre su cama. Ojalá ella también siguiera aquí, no pude despedirme.

Me senté sobre el colchón, mirando hacia la ventana, era una mañana nublada. Comencé a entonar una melodía, la conocía, y hacía tiempo que no la cantaba. Una canción que mi abuela me había enseñado de niña, era sencilla, una letra algo tonta y graciosa, fácil de recordar. Mi corazón se estrujaba con cada nota pero no podía dejar de cantarla.

Al terminar rompí en llanto, ¿por qué la vida era tan injusta? ¿por qué se lleva a la gente que amamos? nos las arrebata sin previo aviso, ¿por qué, dios?
Lo siguiente que sentí fue como la cama se hundía a mis espaldas y Félix pasaba sus brazos desde atrás acercándome a su pecho. Al menos lo tenía a mí lado, al menos habíamos logrado escapar.

Nieve de Plumas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora