Mary se queda en la rectoría

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Los niños de la rectoría llevaron a Mary Vance a la iglesia al día siguiente.
Al principio, Mary puso objeciones a la idea.
—¿No ibas a la iglesia del otro lado del puerto? —preguntó Una.
—Claro. La señora Wiley no se molestaba mucho en ir a la iglesia, pero yo iba
todos los domingos que podía escaparme. Me sentía muy agradecida de poder ir a un lugar donde podía sentarme un ratito. Pero no puedo ir a la iglesia con este vestido tan roto.
Esa dificultad desapareció cuando Faith ofreció prestarle su segundo mejor
vestido.
—Está algo descolorido y le faltan dos botones, pero creo que servirá.
—Le coseré los botones en un santiamén —prometió Mary.
—No un domingo —objetó Una, impresionada.
—Seguro. Mejor el día cuando mejor es la tarea. Dadme hilo y aguja y mirad para otro lado si tenéis escrúpulos. Las botas de Faith de ir a la escuela y un viejo sombrero de terciopelo negro que
había pertenecido a Cecilia Meredith completaron el atuendo de Mary; y a la iglesia se fue. Su comportamiento fue bastante convencional y, aunque algunos se preguntaron quién sería la niñita desaliñada que iba con los niños de la rectoría, no atrajo demasiada atención. Escuchó el sermón con decoro y cantó con entusiasmo. Se vio que tenía una voz clara y potente y buen oído. «Su sangre puede dejar limpias las violetas», entonaba Mary con entusiasmo. La
esposa de Jimmy Milgrave, cuyo banco estaba delante del de la rectoría, se volvió bruscamente y miró a la niña de pies a cabeza. Mary, con espíritu travieso, le sacó la lengua, para espanto de Una.
—No pude evitarlo —declaró después del servicio—. ¿Por qué me miró así? ¡Qué modales! Me alegro de haberle sacado la lengua. Lástima que no la saqué más afuera. Ah, he visto a Rob MacAllister, del otro lado del puerto. ¿No le dirá a la señora Wileyque me ha visto? Pero no apareció ninguna señora Wiley y a los pocos días los niños se olvidaron de ella. Al parecer Mary era ya un agregado permanente en la rectoría. Pero no quería ir a la escuela con los otros.
—No. Yo ya terminé mi educación —decía cuando Faith la urgía a ir—. Fui cuatro inviernos a la escuela desde que vine a casa de la señora Wiley y me alcanzó. Estaba
harta de que me riñeran por no hacer los deberes. Yo no tenía tiempo de hacer deberes.
—Nuestro maestro no va a reñirte. Es muy bueno —insistía Faith.
—Bueno, pero no voy. Sé leer y escribir y hacer cuentas con fracciones. No
necesito más. Id vosotros que yo me quedo en casa. No tengáis miedo de que os robe nada. Juro que soy decente.
Mientras los otros estaban en la escuela, Mary se ocupaba de limpiar la rectoría. En pocos días fue otro lugar. Se barrieron suelos, se sacudieron muebles y se ordenó
todo. Mary arregló el colchón del cuarto de huéspedes, cosió botones que faltaban, hizo cuidadosos remiendos en la ropa y hasta invadió el estudio provista de una
escoba y un paño para sacudir y le ordenó al señor Meredith que saliera mientras ella limpiaba. Pero había un área en la cual la tía Martha no le permitía interferir. La tía
Martha podía estar sorda, medio ciega y ser muy infantil, pero estaba decidida a mantener la intendencia en sus propias manos, a pesar de los ardides y estratagemas
de Mary.
—Te digo que si la vieja Martha me dejara cocinar comeríais como la gente normal —les dijo con indignación a los niños de la rectoría—. No habría más «otravez» ni cereal lleno de grumos ni leche azul. ¿Qué hace con toda la crema?
—Se la da al gato. Es su gato —informó Faith.
—Yo le iba a dar gatos —exclamó Mary, enfadada—. A mí los gatos no me gustan. Son animales del diablo. Se les ve en los ojos. Bueno, si la vieja Martha no me va a
dejar, no me va a dejar. Pero me saca de mis casillas ver cómo se desperdicia buena
comida. Después de la escuela siempre iban a jugar al Valle del Arco Iris. Mary se negaba a jugar en el cementerio. Manifestó que tenía miedo a los fantasmas.
—Los fantasmas no existen —afirmó Jem Blythe.
—Ah, ¡no me digas!
—¿Has visto alguno?
—Cientos —aseguró Mary en seguida.
—¿Cómo son? —preguntó Carl.
—Espantosos. Vestidos de blanco, con manos y cabezas de esqueletos.
—¿Y qué hiciste? —preguntó Una.
—Corrí como la mierda —dijo Mary. Pero se encontró con la mirada de Walter y
se ruborizó. Mary tenía mucho respeto a Walter. Les dijo a las niñas de la rectoría que sus ojos la ponían nerviosa.
«Me acuerdo de todas las mentiras que he dicho en mi vida cuando lo miro a los ojos —dijo—, y deseo no haberlas dicho».
Jem era el preferido de Mary. Cuando él la llevó a la buhardilla de Ingleside y le mostró la colección de curiosidades que le había dejado el capitán Jim Boyd, se sintió inmensamente complacida y halagada. También se ganó por completo el corazón de
Carl por su interés en escarabajos y hormigas. No podía negarse que Mary se llevaba bastante mejor con los varones que con las niñas. Al segundo día tuvo una seria pelea con Nan Blythe.
—Tu madre es una bruja —le dijo a Nan con desprecio—. Las mujeres pelirrojas
siempre son brujas.
Después se peleó con Faith por el gallo. Mary dijo que tenía la cola demasiado
corta. Faith replicó, airada, que, en su opinión, Dios sabía de qué largo hacerle la cola a un gallo. No se hablaron en un día entero a causa de la discusión. Mary trataba con consideración a la muñeca pelada y con un solo ojo de Una, pero cuando Una le
mostró su otro preciado tesoro (una imagen de un ángel que llevaba un niño,
supuestamente al cielo), Mary declaró que a ella le parecía un fantasma. Una se escabulló a su cuarto y se puso a llorar, pero Mary fue a buscarla, la abrazó y le rogó que la perdonara. Nadie podía estar demasiado tiempo peleado con Mary, ni siquiera
Nan, que era más bien propensa a guardar rencores y que jamás perdonó del todo el
insulto a su madre. Mary era divertida. Sabía contar las más emocionantes historias de fantasmas. Las reuniones en el Valle del Arco Iris eran sin la menor duda más
divertidas desde su llegada. Aprendió a tocar la armónica y pronto eclipsó a Jerry.
—Todavía no he encontrado nada que no pueda hacer si se me mete en la cabeza —afirmó.
Mary rara vez perdía la oportunidad de alabarse a sí misma. Les enseñó a hacer «bolsas de aire» con las gruesas hojas de la siempreviva que crecía en el viejo jardín de los Bailey; los inició en las sabrosas cualidades de unas hierbas amargas que crecían en los rincones del muro del cementerio; sabía hacer sombras chinescas en las
paredes con sus dedos largos y flexibles. Y cuando todos iban a recoger goma en el Valle del Arco Iris, Mary siempre conseguía «la mascada más grande» y alardeaba de ello. Había momentos en que la odiaban y momentos en que la adoraban. Pero siempre les resultaba interesante. De modo que se sometieron con mansedumbre a su
autoritarismo y, al cabo de dos semanas, les parecía que había estado con ellos desde siempre.
—Es rarísimo que la señora Wiley no me haya buscado —dijo Mary—. No lo
entiendo.
—Tal vez no te busque nunca —aventuró Una—. Entonces podrías seguir
viviendo aquí.
—En esta casa no hay lugar suficiente para mí y la vieja Martha —adujo Mary,
sombría—. Es muy bonito tener comida suficiente; yo me había preguntado muchas veces cómo sería, pero soy muy especial con la cocina. Y, además, la señora Wiley aparecerá tarde o temprano. Seguro que tiene en conserva un buen látigo para mí.
Durante el día no pienso mucho en eso, pero de noche, chicas, en la buhardilla, me pongo a pensar y pensar, hasta que al final deseo que venga para terminar de una vez
por todas. No sé si una buena paliza no sería mejor que la docena de palizas que he vivido con la imaginación desde que me escapé. ¿A vosotros os han pegado alguna vez?
—¡No, claro que no! —protestó Faith, indignada—. Papá es incapaz de hacernos eso.
—No sabéis que estáis vivas —dijo Mary con un suspiro, en parte de envidia, en parte de superioridad—. No sabéis por lo que yo he pasado. Y supongo que a los Blythe tampoco les pegaron nunca.
—No, diría que no. Pero me parece que cuando eran pequeños alguna vez les
dieron un azote.
—Los azotes no son nada —dijo Mary con desdén—. Si a mí me hubieran dado
un azote habría creído que era una caricia. Bueno, no hay justicia en este mundo. A mí no me importaría soportar mi parte de azotes, pero, mierda, me parece que he recibido
demasiados.
—No debes decir esa palabra, Mary —le reprochó Una—. Me prometiste que no la dirías.
—Cállate —respondió Mary—. Si supieras algunas de las palabras que podría
decir si quisiera, no armarías tanto escándalo por mierda. Como bien sabes, no he mentido ni una sola vez desde que llegué.
—¿Y esos fantasmas que dijiste que habías visto? —preguntó Faith.
Mary se ruborizó.
—Eso es diferente —dijo con aire desafiante—. Yo sabía que no ibais a creer esas historias y no era mi intención que las creyerais. Y además, una vez sí vi algo extraño cuando pasaba por el cementerio del otro lado del puerto, que me caiga muerta. No sé si era un fantasma o la vieja yegua blanca de Sandy Crawford, pero a mí me pareció muy extraño y os aseguro que salí corriendo a todo lo que me daban las piernas.

EL VALLE DEL ARCOIRISWhere stories live. Discover now