Ojo por ojo

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Para Faith, tomar una decisión era actuar. No perdió tiempo en poner en práctica su idea. Al día siguiente, apenas regresó a casa de la escuela, salió de la rectoría y cogió el camino que cruzaba Glen. Walter Blythe se le unió cuando pasaba por Correos.
-Voy a casa de la señora Elliott con un recado de mi madre -dijo él-. ¿Dónde
vas tú, Faith?
-A la iglesia -dijo Faith, altiva. No proporcionó más información y Walter se sintió dejado de lado. Caminaron en silencio durante un rato. Era un cálido y ventoso atardecer con un aire dulce y resinoso. Más allá de las dunas había mares grises, suaves y hermosos. El arroyo de Glen arrastraba una carga de hojas doradas y rojas, como canoas de hadas. En los trigales hechos rastrojos del señor James Reese, con sus hermosos tonos de rojos y marrones, tenía lugar una reunión de cuervos en la que se llevaban a cabo solemnes deliberaciones referidas al bienestar en el país de los cuervos. Faith interrumpió cruelmente la augusta asamblea trepando al cerco y arrojándoles un trozo de verja rota. Al instante, el aire se llenó de batientes alas negras y graznidos indignados.
-¿Por qué has hecho eso? -le recriminó Walter-. Lo estaban pasando muy
bien.
-Ah, porque odio a los cuervos -respondió Faith con ligereza-. Son tan negros y taimados que estoy segura de que son unos hipócritas. Roban huevos de los nidos de los pájaros pequeños, ¿sabes? La primavera pasada vi cómo uno lo hacía en nuestro jardín. Walter, ¿por qué estás tan pálido hoy? ¿Anoche te volvió a doler la muela? Walter se estremeció.
-Sí, un dolor horrible. No pude pegar ojo, así que me puse a caminar de un lado
a otro imaginándome que era un mártir cristiano de la antigüedad a quien estaban torturando por órdenes de Nerón. Eso me alivió durante un rato, pero después me dolía tanto que no pude imaginarme nada.
-¿Lloraste? -preguntó Faith ansiosamente.
-No, pero me tiré al suelo y gemí -admitió Walter-. Entonces vinieron las chicas y Nan me puso pimienta de cayena; fue peor, y Di me hizo hacer gárgaras con agua fría, pero no pude aguantar, así que llamaron a Susan. Susan dijo que me lo tenía
bien merecido por haberme quedado en la buhardilla fría ayer escribiendo esa
porquería de poesía. Pero prendió el fuego de la cocina y me trajo agua caliente, y eso me calmó el dolor. Apenas me sentí mejor, le dije a Susan que mi poesía no era ninguna porquería y que ella no era quién para juzgarla. Y ella dijo que no, que gracias al cielo no lo era ni sabía nada de poesía, salvo que era un montón de mentiras. Pero tú sabes, Faith, que no es cierto. Ésa es una de las razones por las que
me gusta escribir poesía: se pueden decir muchas cosas que son ciertas en poesía pero no lo serían en prosa. Se lo dije a Susan, pero ella me dijo que me dejara de charlar y me durmiera antes de que se enfriara el agua, que si no, me iba a dejar, a ver si los versos me curaban el dolor de muelas, y que ojalá me sirviera de lección.
-¿Por qué no vas al dentista de Lowbridge para que te saque la muela? Walter volvió a estremecerse.
-Quieren que vaya, pero no puedo. Me dolerá mucho.
-¿Le tienes miedo a un poquito de dolor? -preguntó Faith, despectiva. Walter se
ruborizó.
-Es mucho dolor. Odio el dolor. Papá dijo que no va a insistir para que vaya, que
esperará a que me decida solo.
-No te dolerá tanto como te duele ahora -argumentó Faith-. Te han dado
cinco ataques de dolor. Si fueras y te la hicieras sacar, no pasarías ni una sola noche más con ese sufrimiento. A mí me sacaron una muela una vez. Grité un poco, pero en seguida se me había pasado; me sangró, nada más.
-Que sangre es lo peor; es espantoso -exclamó Walter-. A mí se me revolvió el estómago cuando Jem se cortó el pie el verano pasado. Susan dijo que parecía que me iba a desmayar yo en lugar de Jem. Pero tampoco podía soportar ver a Jem
sufriendo. Siempre hay alguien que sufre por algo, Faith, y es horrible. Yo no puedo soportar ver el sufrimiento. Me dan ganas de salir corriendo y seguir corriendo y corriendo hasta no oír ni ver nada.
-No tiene sentido angustiarse por cualquiera que sufra un poquito -señaló Faith, agitando sus rizos-Claro que si te lastimas mucho, tienes que gritar; y la sangre es fea. A mí tampoco me gusta ver sufrir a los demás. Pero no me dan ganas de salir corriendo, me dan ganas de hacer algo para ayudar. Tu padre ha hecho sufrir a sus pacientes muchas veces para curarlos. ¿Qué harían ellos si él saliera corriendo?
-Yo no dije que saldría corriendo. Dije que me daban ganas de salir corriendo. Son dos cosas distintas. Yo también quiero ayudar a la gente. Pero cómo desearía que
no hubiera cosas feas en el mundo. Cómo desearía que todo fuera alegría y belleza.
-Bueno, no pensemos en lo que no hay -sentenció Faith-. Después de todo, es muy divertido estar vivo. No tendrías dolor de muelas si estuvieras muerto, pero ¿no
preferirías mucho más estar vivo que muerto? Yo sí, cien veces. Ah, ahí está Dan Reese. Fue al puerto a buscar pescado.
-Odio a Dan Reese -declaró Walter.
-Yo también. Todas las chicas lo odiamos. Voy a pasar al lado de él como si no existiera. ¡Mírame!
En consecuencia, Faith pasó junto a Dan con la barbilla levantada y una expresión de desprecio que al muchacho le retorció el hígado. Se volvió y le gritó:
-¡Cerdita! ¡Cerdita! ¡Cerdita! -en un crescendo de insulto. Faith siguió caminando, en apariencia indiferente. Pero le temblaron los labios por
la humillación. Ella sabía que no podía vérselas con Dan Reese si se ponían a intercambiar epítetos. Deseó que fuera Jem Blythe el que estaba con ella y no Walter.
Si Dan Reese se hubiera atrevido a llamarla cerda delante de Jem, Jem le habría hecho morder el polvo. Pero a Faith en ningún momento se le ocurrió esperar que Walter lo hiciera ni reprocharle que no lo hiciera. Ella sabía que Walter nunca se peleaba con los otros chicos. Como tampoco Charlie Clow, de la carretera norte. Lo extraño era que, aunque ella despreciaba a Charlie por cobarde, nunca se le habría ocurrido desdeñar a Walter. Era sencillamente que él le parecía habitante de un mundo propio, donde
imperaban tradiciones diferentes. A Faith le habría sorprendido menos que un joven ángel de ojos de estrellas la defendiera, peleándose a puñetazos con Dan Reese, a que lo hiciera Walter Blythe. No le hubiera hecho reproches al ángel por no hacerlo, como tampoco se los hacía a Walter Blythe. Pero deseó que los robustos Jem o Jerry hubieran estado allí y el insulto de Dan siguió enconándosele en el alma. Walter ya no estaba pálido. Se había puesto colorado y sus hermosos ojos estaban ensombrecidos de vergüenza y rabia. Sabía que tendría que haber vengado a Faith.
Jem habría reaccionado de inmediato y le habría hecho tragar sus palabras. Ritchie
Warren habría vencido a Dan con apelativos peores que el que Dan usó contra Faith. Pero Walter no podía, sencillamente no podía decir insultos. Sabía que saldría perdiendo. Jamás podría concebir ni pronunciar los insultos vulgares y procaces de
los que Dan Reese tenía un dominio ilimitado. Y en cuanto a la prueba de los puños, Walter no peleaba. Detestaba pelear. Era algo tosco y doloroso y, lo peor de todo, era feo. Nunca había podido entender el entusiasmo de Jem en algún conflicto ocasional. Pero le habría gustado poder pelear con Dan Reese. Se sintió muy avergonzado porque Faith Meredith había sido insultada en su presencia y él no había intentado
castigar a su ofensor. Estaba seguro de que ella lo despreciaba. Ni siquiera le dirigió la palabra desde que Dan le gritó cerdita. Walter se alegró cuando llegaron al lugar en que sus caminos se separaban.
Faith también sintió alivio, pero por una razón diferente. Quería estar sola porque de pronto se puso nerviosa por lo que iba a hacer. El impulso se había enfriado, en especial desde que Dan lastimó su autoestima. Tenía que hacer lo que había que hacer,pero ya no le quedaba entusiasmo para sostenerla. Iría a ver a Norman Douglas para
pedirle que volviera a la iglesia, y comenzó a tenerle miedo. Lo que había parecido tan fácil y sencillo en Glen parecía muy diferente ahora. Había oído decir muchas cosas de
Norman Douglas y sabía que hasta los muchachos más grandes de la escuela le tenían miedo. ¿Y si la insultaba? Había oído que solía hacerlo. Faith no soportaba que la
insultaran; los insultos la vencían mucho más rápidamente que los golpes. Pero seguiría adelante... Faith Meredith siempre seguía adelante. De lo contrario, su padre
podría tener que irse de Glen. Al final del largo camino llegó a la casa, que era grande y anticuada, con una hilera de marciales pinos de Lombardía a un lado. En la galería de la parte de atrás estaba sentado el mismísimo Norman Douglas leyendo el periódico. Su perrazo estaba a su lado. Atrás, en la cocina, donde el ama de llaves, la señora Wilson, preparaba la comida, había mucho ruido de platos y ollas, ruido airado, pues Norman Douglas acababa de discutir con la señora Wilson y los dos estaban muy malhumorados. De
ahí que, cuando Faith llegó a la galería y Norman Douglas bajó el periódico, ella se encontró con la mirada colérica de un hombre irritado.
Norman Douglas era un personaje bastante agradable, en su estilo. Tenía una larga barba roja sobre el amplio pecho y abundantes cabellos rojos, no desteñidos por los años, en la gran cabeza. No había arrugas en su frente amplia y blanca y los ojos azules aún relampagueaban con todo el fuego de su tempestuosa juventud. Podía ser muy afable cuando quería y podía ser terrible. La pobre Faith, tan desesperada por revertir la situación referida a la iglesia, lo había encontrado en uno de sus momentos
malos.
Él no sabía quién era ella y la miró con desagrado. A Norman Douglas le gustaban las niñas con espíritu, con pasión, con alegría. En aquel momento, Faith estaba muy pálida. Era del tipo de personas para quienes el color lo significa todo. Sin sus mejillas sonrosadas parecía dócil y muy insignificante. Se la veía avergonzada y temerosa, y el tirano que había en el corazón de Norman Douglas se despertó. -¿Quién diablos eres tú? ¿Y qué buscas? -preguntó con el entrecejo fruncido. Por primera vez en su vida, Faith no supo qué decir. Nunca se había imaginado
que Norman Douglas fuera así. Estaba paralizada de terror. Él se dio cuenta y eso empeoró las cosas.
-¿Qué te pasa? -rugió-. ¿Qué? ¿Quieres decir algo y tienes miedo de decirlo?
¿Qué te pasa? Caramba, ¡habla!, ¿no puedes hablar?
No. Faith no podía hablar. No le salían las palabras. Pero le empezaron a temblar los labios.
-Por lo que más quieras, no llores -gritó Norman-No soporto los lloriqueos.
Si tienes algo que decir, dilo y terminemos de una vez. Por lo que más quieras, ¿es tonta esta chica? No me mires así, soy humano, ¡no tengo rabo! ¿Pero quién eres tú,
quién eres?
La voz de Norman podría haberse oído desde el puerto. La actividad en la cocina se detuvo. La señora Wilson escuchaba con las orejas y los ojos muy abiertos. Norman apoyó las manazas oscuras en las rodillas y se inclinó hacia adelante, observando el rostro pálido y compungido de Faith. Parecía pender encima de ella como un gigante maligno salido de un cuento de hadas. Ella sintió que su próximo paso sería comérsela cruda, con huesos y todo.
-Yo... yo soy... Faith Meredith -dijo, casi en un susurro.
-¿Meredith, eh? ¿Una de los críos del pastor, eh? He oído hablar de vosotros. ¡Sí, he oído hablar! ¡Montando cerdos y trabajando el Día del Señor! ¡Buena gente! ¿Qué vienes a hacer aquí, eh? ¿Qué quieres del viejo pagano, eh? Yo no le pido ningún favor a ningún pastor, y no hago ninguno. ¿Qué quieres? Vamos.
Faith deseó estar a kilómetros de distancia. Balbuceó su idea en su desnuda sencillez.
-Vine... a pedirle que... que fuera a la iglesia... y ayudara... a pagar el sueldo. Norman la atravesó con la mirada. Entonces volvió a inclinarse hacia adelante.
-¡Niña atrevida! ¿Quién te manda, eh? ¿Quién te manda?
-Nadie -dijo la pobre Faith.
-Eso es mentira. ¡No me mientas! ¿Quién te ha mandado venir? No fue tu padre, no tiene ni el coraje de una pulga, pero no te mandaría a hacer lo que él no se atreve. Supongo que fue una de esas malditas solteronas viejas de Glen. Fueron ellas, ¿verdad?
-No... vine... sola.
-¿Me tomas por tonto?-gritó Norman.
-No, yo creía que usted era un caballero -dijo Faith débilmente, pero sin la menor intención de ser sarcástica.
-Ocúpate de tus asuntos. No quiero oír ni una palabra más. Si no fueras una criatura, te enseñaría a no meterte en lo que no te importa. Cuando necesite pastores o médicos ya los mandaré buscar. Hasta entonces no tengo tratos con ellos. ¿Me entiendes? Ahora vete, cara de queso.
Faith se fue. Bajó a ciegas los escalones, pasó por el portón y comenzó a andar por el sendero. A medio camino su momento de miedo pasó y una reacción de intensa ira se apoderó de ella. Para cuando llegaba al final del sendero estaba tan furiosa como
no lo había estado en toda su vida. Los insultos de Norman Douglas le ardían en el alma, alimentando un fuego que la abrasaba. Apretó los dientes y los puños. ¡Irse a su casa! ¡Jamás! ¡Volvería en ese mismo instante y le diría a aquel viejo ogro lo que pensaba de él, ya le enseñaría, ah, cómo no! ¡Cara de queso, caramba! Sin dudar se volvió y regresó. La galería estaba vacía y la puerta de la cocina, cerrada. Faith abrió la puerta sin golpear y entró. Norman Douglas acababa de sentarse a la mesa, pero todavía tenía el periódico. Faith atravesó la habitación, inflexible, le arrancó el periódico de entre las manos, lo arrojó al suelo y lo pisoteó. Luego lo miró a la cara con los ojos relampagueantes y las mejillas encendidas. La suya era una furia juvenil tan hermosa que Norman Douglas casi no la reconoció.
-¿A qué has vuelto? -gruñó él, más con asombro que con enojo.
Muy resuelta, ella devolvió una mirada llena de ira a esos ojos airados cuya mirada tan pocos podían sostener.
-He vuelto para decirle exactamente lo que pienso de usted -dijo con tono claro y alto-. No le tengo miedo. Usted es un viejo grosero, injusto, tiránico y desagradable. Susan dice que usted va a ir al infierno con toda seguridad, y yo le tenía lástima, pero ya no. Su esposa no tuvo un sombrero nuevo en quince años, con razón se murió. Después de esto, le voy a hacer muecas cada vez que lo vea. Cada vez que
esté detrás de usted ya sabe lo que pasará. Papá tiene un cuadro del diablo en un libro, en su estudio, y ahora yo me voy a ir a mi casa y voy a escribir su nombre debajo del retrato. ¡Usted es un vampiro y espero que tenga el violín escocés! Faith no sabía lo que quería decir vampiro, como tampoco sabía qué era un violín escocés. Había oído a Susan utilizar la expresión y por el tono de Susan había deducido que eran dos cosas horribles. Pero Norman Douglas sabía lo que quería decir lo último, al menos. Había escuchado el discurso de Faith en un silencio absoluto. Cuando ella se detuvo para respirar, dando una patadita en el suelo, él estalló de pronto en una sonora carcajada. Pegándose en la rodilla con la mano,exclamó:
-Caramba, después de todo tienes valor; a mí me gusta la gente valiente. ¡Ven,
siéntate, siéntate!
-Ni pensarlo. -Los ojos de Faith relampagueaban con más apasionamiento.
Pensó que se burlaba de ella, que la trataba con desdén. Habría preferido otra explosión de ira, pero esa actitud la hería más profundamente-. No voy a sentarme en su casa. Me voy a la mía. Pero me alegro de haber regresado para decirle exactamente cuál es mi opinión de usted.
-Yo también, yo también -dijo riendo Norman-. Me gustas, me caes muy bien, eres una maravilla. ¡Esos colores! ¡Esos bríos! ¿Te llamé cara de queso? Caramba, esta niña ni siquiera ha olido el queso. Siéntate. ¡Si te hubiera visto así al principio, criatura! Así que vas a escribir mi nombre debajo del retrato del diablo, ¿eh? Pero él es negro, niña, y yo soy rojo. ¡No va a poder ser, no va a poder ser! Y quieres que
tenga el violín escocés, ¿eh? Dios te proteja, niña, lo tuve cuando era niño. No me lo desees otra vez. Siéntate, siéntate. Vamos a hacer las paces.
-No, gracias -dijo Faith, altiva.
-Ah, sí. Vamos, vamos, te pido perdón, niña, te pido perdón. Me porté como un tonto y lo lamento. No puedo hacer más. Olvida y perdona. Démonos la mano, niña, démonos la mano. No quiere... ¡no quiere! ¡Pero lo hará! Escúchame, criatura, si me
estrechas la mano y haces las paces conmigo pagaré lo que pagaba antes para contribuir al sueldo e iré a la iglesia el primer domingo de cada mes y haré que Kitty Alee cierre la boca. Soy el único del clan que puede con ella. ¿Hacemos un trato, niña? Parecía un trato. Faith se encontró estrechándole la mano al ogro y luego sentada a su mesa. Se le había pasado el enfado -los enfados de Faith nunca duraban mucho- pero el fervor aún le brillaba en los ojos y le encendía las mejillas. Norman Douglas la
miraba lleno de admiración.
-Bueno, traiga algunas de sus mejores mermeladas, Wilson -ordenó-, y deje
de poner esa cara agria, mujer, por favor. ¿Qué hay si discutimos, mujer? Una buena ventolera limpia el aire y revitaliza las cosas. Pero que no haya chubascos ni nieblas después, mujer, nada de chubascos ni nieblas. Eso no lo soporto. Las mujeres con carácter pero sin lágrimas. Toma, niña, aquí tienes un poco de carne con patatas. Comienza con eso. Wilson le inventó un nombre raro, pero yo le llamo macanacana.
Cualquier cosa que no pueda analizar la llamo macanacana y cualquier cosa líquida que me intrigue la llamo yalamaguslem. El té de Wilson es yalamaguslem. Te juro que lo hace de bardana. No tomes ese líquido execrable. Aquí tienes leche. ¿Cómo dijiste que te llamabas?
-Faith.
-¡Ése no es un nombre, no es un nombre! No soporto un nombre así. ¿No tienes otro?
-No, señor.
-No me gusta ese nombre, no me gusta. No tiene fuerza. Además, me hace pensar en mi tía Jinny. Llamó a sus tres hijas Faith, Hope y Charity. Faith no creía en nada; Hope era una pesimista nata y Charity era una avara. Tú tendrías que llamarte
Rosa Roja, pareces una rosa roja cuando te enfureces. Te llamaré Rosa Roja. Así que me has engatusado, haciéndome prometer que iré a la iglesia, ¿no? Pero sólo una vez al mes, recuérdalo, sólo una vez al mes. Vamos, niña, no me harás retractarme de mi
promesa. Yo antes pagaba cien al año como contribución al sueldo, e iba a la iglesia. Si prometo pagar doscientos al año, ¿puedo no ir a la iglesia? ¡Vamos!
-No, no, señor -dijo Faith, divertida-. Yo también quiero que vaya a la iglesia.
-Bien, un trato es un trato. Supongo que podré soportarlo doce veces al año. ¡Qué sensación voy a causar el primer domingo que vaya! Así que la vieja Susan Baker dice que me iré al infierno, ¿eh? ¿Tú crees que será así, eh? ¡Dime!
-Espero que no, señor -tartamudeó Faith, algo confundida.
-¿Por qué esperas que no? Vamos, ¿por qué esperas que no? Danos una razón,
niña, danos una razón.
-... seria... incomodo, señor.
-¿Incómodo? Todo depende de lo que le guste a uno en cuestión de compañía, niña. Yo me aburriría en seguida de los ángeles. ¡Imagínate a la vieja Susan con un halo, por ejemplo!
Faith se la imaginó y le hizo tanta gracia que tuvo que reírse. Norman la miró con
aprobación.
-Le ves el lado divertido, ¿eh? Ah, me gustas mucho, eres grande. Ahora bien, el
asunto éste de la iglesia, ¿tu padre dice buenos sermones?
-Es un predicador espléndido -aseguró la leal Faith.
-¿Ah, sí? Veremos, estaré atento a sus defectos. Será mejor que tenga cuidado
con lo que dice frente a mí. Lo pescaré, le pondré una zancadilla, seguiré el hilo de sus argumentos. Seguro que me voy a divertir con esto de ir a la iglesia. ¿Alguna vez habla del infierno?
-No... creo que no.
-Qué lástima. Me gustan los sermones sobre ese tema. Dile que si quiere tenerme de buen humor que diga un bullicioso sermón sobre el infierno una vez cada seis meses; cuanto más terrorífico mejor. Me gustan furibundos. Y piensa en el placer que les dará a las viejas solteronas, además. Todas mirarán al viejo Norman Douglas, y pensarán: «Eso va por ti, viejo réprobo. Eso es lo que te espera». Daré diez dólares extra cada vez que consigas que tu padre hable del infierno. Ahí viene Wilson con la mermelada. ¿Te gusta, eh? Esto no es macanacana. ¡Pruébala!
Obedientemente, Faith tragó la cucharada llena que Norman le ofrecía. Por suerte estaba riquísima.
-La mejor mermelada de ciruelas del mundo -dijo Norman, llenando un gran
plato y poniéndoselo enfrente a Faith-. Me alegra que te guste. Te daré un par de frascos para que los lleves a tu casa. Yo no tengo nada de mezquino, nunca lo fui. El diablo no me atrapará por ese lado. No fue culpa mía que Hester no tuviera un
sombrero nuevo en tantos años. Fue culpa suya. Ahorraba en sombreros para juntar dinero y dárselo a los amarillos de la China. Yo nunca di un centavo para las misiones en mi vida, y nunca lo daré. ¡Nunca intentes convencerme! Cien por año para el sueldo y a la iglesia una vez por mes, ¡pero nada de estropear a buenos paganos para
hacer malos cristianos! Caramba, niña, no van a servir ni para el cielo ni para el infierno, inutilizados para cualquiera de los dos lugares, inutilizados. Eh, Wilson, ¿todavía no encontraste una sonrisa para ponerte? ¡Me maravilla cómo las mujeres pueden vivir enfurruñadas! Yo nunca me enfurruño, lo mío es una explosión con
relámpagos y truenos, y después... ¡puff!, pasa la borrasca y sale el sol y se puede comer de mi mano.
Norman insistió en llevar a Faith a su casa después de comer y llenó el coche con
manzanas, coles, patatas y tarros de mermelada.
-Hay un gatito precioso en el granero. Te lo daré también si te gusta. Di que sí y es tuyo -prometió.
-No, gracias -dijo Faith, decidida-. No me gustan los gatos. Además, tengo un gallo.
-Escuchadla. No se puede mimar a un gallo como se mima a un gatito. ¿A quién
se le ocurre tener un gallo de mascota? Mejor llévate el gatito... Quiero encontrar una buena casa para él.
-No. La tía Martha tiene un gato que mataría a un gatito extraño.
Norman se rindió bastante a desgana ante el último argumento. Le regaló a Faith un emocionante viaje de regreso, detrás de su bravo caballito de dos años, y cuando la
dejó a la puerta de la cocina de la rectoría y descargó la carga en la galería de atrás, se
fue gritando:
-¡Una vez al mes... sólo una vez al mes, atención! Faith se fue a la cama sintiéndose un poco mareada y sin aliento, como si acabara de escapar del abrazo de un jovial remolino de viento. Estaba contenta y agradecida. Ya no había que temer que tuvieran que dejar Glen, el cementerio y el Valle del Arco Iris. Pero se quedó dormida preocupada por el desagradable recuerdo de que Dan Reese la había llamado cerdita y que, ahora que había encontrado un epíteto tan insoportable, seguiría llamándola así cada vez que se le presentara la oportunidad.

EL VALLE DEL ARCOIRISWhere stories live. Discover now