3.

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Mi costumbre de callar cuando me sentía disgustado o, más exactamente,
el aura fría e irrespirable de mi disgustado silencio solía enloquecer de miedo
a Valeria, que sollozaba y se lamentaba diciendo: Ce qui me rend folle, c'est
que je ne sais à quoi tu penses quand tu est comme ça. Traté de callar con
Charlotte: se puso a gorjear y cacarear tomándome de la barbilla. ¡Una mujer
asombrosa! Opté por retirarme a mi antiguo cuarto, ahora «estudio»
permanente, mascullando que después de todo tenía que escribir una obra
especializada, y la animosa Charlotte siguió embelleciendo el hogar,
parloteando por teléfono y escribiendo cartas. Desde mi ventana, a través del
temblor de las hojas de los álamos, la veía cruzar la calle y enviar su carta a la
hermana de la señorita Phalen.
La semana de chaparrones y días nublados que transcurrió después de
nuestra última visita a las inmóviles arenas del lago, fue una de las más
tétricas que puedo recordar. Después aparecieron dos o tres confusos rayos de
esperanza... antes del sol definitivo.
Se me ocurrió que tenía una mente muy ágil para planear y que podía
utilizarla. Si no me atrevía a mezclarme con los proyectos relativos a su hija
(cada vez más cálida y tostada en los días luminosos de insalvable distancia),
podía sin duda urgir algunos medios generales para afirmarme de una manera
general, para después encauzarla hacia una ocasión particular.
Una noche, la propia Charlotte me dio la oportunidad que yo esperaba.
-Tengo una sorpresa para ti -dijo mirándome con ojos de amor sobre su
cucharada de sopa-. En el otoño nos iremos a Inglaterra. Tragué mi cucharada, me sequé los labios con papel rosado (¡ah, los
frescos y ricos lienzos del Hotel Mirana!) y dije:
-También yo tengo una sorpresa para ti, querida: No iremos a Inglaterra.
-¿Por qué, qué pasa? -dijo ella mirando con más sorpresa de la que yo
había previsto, mis manos (que doblaban y rasgaban y estrujaban y volvían a
rasgar involuntariamente la inocente servilleta de papel).
Pero mi rostro sonriente la tranquilizó.
-La cosa es muy simple -respondí-. Hasta en los hogares más
armoniosos, como el nuestro, no todas las decisiones las toma la mujer. Hay
ciertas cosas que el marido debe resolver. Me imagino muy bien el
estremecimiento que tú, una sana muchacha norteamericana, sentirás al cruzar
el Atlántico en el mismo buque que Lady Bumble, o Sam Buble, el rey de la
carne envasada, o una ramera de Hollywood. Y no dudo que tú y yo haríamos
un hermoso anuncio para la agencia de viajes cuando nos fotografíen mirando
(tú con los ojos bien abiertos, yo dominando mi envidiosa admiración) los
centinelas de Palacio, o Scarlet Guards, o Beaver Eaters, o como se los llame.
Como bien sabes, sólo tengo tristes recuerdos del viejo mundo podrido... Los
anuncios en colores de tus revistas no cambiarán la situación.
-Querido... -dijo Charlotte-. Yo no...
-Espera un minuto. Esto que discutimos es algo al margen. Ahora me
refiero a algo más general. Cuando querías que pasara mis tardes tomando sol
en el lago en vez de trabajar, cedí alegremente y me convertí en un atractivo
muchacho bronceado, en vez de seguir comportándome como un estudioso y,
bueno... como un educador. Cuando me llevas a Burdon con los encantadores
Farlow, te sigo mansamente. No, espera. Cuando decoras tu casa, no
intervengo en tus ideas. Cuando resuelves... cuando resuelves toda clase de
asuntos, puedo estar en desacuerdo completo o parcial... pero no digo nada.
Ignoro el detalle. No puedo ignorar lo general. Me encanta que seas mi dueña,
pero cada juego tiene sus reglas. No estoy enfadado. No, no hagas eso. Pero
soy una mitad de este hogar, y tengo una voz débil pero clara.
Charlotte se me había acercado, había caído de rodillas y sacudía la cabeza
lentamente, pero con vehemencia, mientras aferraba mis pantalones. Dijo que
nunca había pensado en eso. Dijo que yo era su dueño y su dios. Dijo que
Louise se había marchado, que hiciéramos el amor en seguida. Dijo que yo
debía perdonarla, o moriría...
Ese incidente me llenó de júbilo. Le dije que no era cuestión de pedir
perdón, sino de cambiar su modo de ser. Y resolví sacar ventaja de ello para
pasarme un buen tiempo, aislado y huraño, trabajando en mi libro... o al menos
fingiendo trabajar.
La cama turca de mi antiguo cuarto se había convertido ahora en el sofá
que siempre había sido en el fondo, y Charlotte me había advertido desde el
principio de nuestra unión que el cuarto se volvería «la guarida de un
escritor». Un par de días después del «asunto Inglaterra», estaba yo sentado en
un sillón nuevo y muy cómodo con un vasto volumen en mi regazo, cuando
Charlotte golpeó con el dedo anular y entró. Qué diferentes eran sus
movimientos de los de mi Lolita cuando solía visitarme en sus blue jeans
sucios, oliendo a huerto y a ninfolandia, chabacana y descarada, oscuramente
depravada, con la parte inferior de la camisa desabrochada. Pero permítaseme
decir algo. Tras el ímpetu de la Haze menor y el aplomo de la Haze mayor,
corría un hilo de tímida vida que tenía el mismo gusto, que murmuraba del
mismo modo. Un gran doctor francés me dijo una vez que en los parientes
próximos la más leve regurgitación estomacal tiene la misma «voz».
Charlotte entró, pues. Sentía que no todo andaba bien entre nosotros. Yo
había fingido dormirme la noche anterior (y la noche anterior a ésa) en cuanto
nos habíamos acostado, para levantarme al amanecer.
Tiernamente, me preguntó si no me «interrumpía».
-No, por el momento -dije volviendo el volumen C de la Enciclopedia de
las niñas para examinar un grabado impreso en la retiración, como dicen los
impresores.
Charlotte se dirigió hacia una mesilla de imitación caoba, con un cajón.
Puso la mano sobre ella. La mesita era horrible, sin duda, pero no le había
hecho nada.
-Siempre he querido preguntarte -dijo (en tono comercial, no coqueto)-
para qué está cerrado esto. ¿La quieres en tu cuarto? Es un objeto tan feo...
-Deja eso en paz -dije (estaba en un Camping en Escandinavia).
-¿Tiene llave?
-Está escondida.
-Oh, Hum...
-Guardo cartas de amor.
Me echó una de esas miradas heridas que me irritaban tanto y después, sin
saber si yo hablaba en serio ni cómo continuar la conversación, permaneció
mirando el vidrio de la ventana -más que a través de él-, tamborileando con
sus agudas uñas rosadas, mientras yo volvía lentamente varias páginas
(Canadá, Campo, Canciones, Conducta).
Al fin (Canoas) rodó hasta mi sillón y se sentó pesadamente en el brazo,
envuelto en tweed, inundándome con el perfume que usaba mi primera mujer.
-¿Desea su señoría aquí el verano? -preguntó, señalando un paisaje
otoñal en un estado del este.
-¿Por qué? -dije con lentitud y nitidez.
Ella se encogió de hombros. Acaso Harold solía tomarse vacaciones en
otoño. Estación apacible. Reflejo condicional por parte de Charlotte.
-Creo que sé dónde se encuentra eso -dijo sin dejar de señalar-.
Recuerdo que hay un hotel, El cazador encantado. ¿Bonito, verdad? Y la
comida es una delicia. Y nadie molesta a nadie.
Restregó su mejilla contra mi sien. Valeria pronto pasó por todo eso.
-¿Te gustaría comer algo especial para la comida, querido? John y Jean
vendrán a visitarnos un poco más tarde.
Respondí con un gruñido. Me besó en el labio inferior y dijo
inspiradamente que haría una torta (subsistía la tradición desde mis días de
inquilino de que yo adoraba las tortas) y me devolvió mi ociosidad.
Dejé cuidadosamente el libro abierto donde Charlotte se había sentado (las
hojas intentaron moverse, pero un lápiz las detuvo) y revisé el escondrijo de la
llave: estaba bajo la vieja y cara navaja que usaba antes de que ella me
comprara otra mejor y más barata. ¿Era ése el lugar perfecto, allí, bajo esa
navaja, en la hendidura de su estuche de terciopelo? El estuche estaba en un
baúl donde guardaba diversos papeles. ¿Podía encontrar un sitio mejor? Es
curioso lo difícil que resulta esconder cosas, sobre todo cuando se tiene una
mujer que pasa el tiempo bregando con los muebles.
Creo que fue exactamente una semana después de nuestra última visita al
lago cuando el correo de la tarde trajo una respuesta de la segunda señorita
Phalen. La dama escribía que acababa de volver a St. Algèbre, después del
entierro de su hermana: «Euphemia nunca fue la misma desde que se rompió
la cadera». En cuanto a la hija de la señora Humbert, deseaba informar que ya
era demasiado tarde para anotarla ese año; pero ella, la Phalen sobreviviente,
estaba del todo segura de que si el señor y la señora Humbert llevaban a
Dolores en enero, su admisión era cosa hecha.
Al día siguiente, después del almuerzo, fui a ver a «nuestro» doctor, un
tipo afable cuyo tacto admirable y su fe absoluta en unas pocas drogas
patentadas encubrían su ignorancia y su indiferencia hacia la ciencia médica.
El hecho de que Lo volvería a Ramsdale era un tesoro de anticipación. Debía prepararme plenamente para ese acontecimiento. En realidad, ya había
empezado mi campaña antes, cuando Charlotte aún no había tomado su cruel
decisión. Debía asegurarme de que cuando llegara mi encantadora niña, esa
misma noche, y, después, noche tras noche, hasta que St. Algèbre me la
arrebatara, tendría los medios para hacer dormir a dos personas tan
profundamente que ningún sonido o roce las despertara. Durante casi todo el
mes de julio ensayé con varios polvos soporíferos, experimentándolos en
Charlotte, gran tomadora de píldoras. La última dosis que le di (ella pensó que
era una tableta de bromuro suave para aplacar sus nervios) la derrumbó
durante cuatro largas horas. Puse la radio al máximo. Le había encendido una
luz en la cara. La sacudí, la pinché, la pellizqué, y nada alteró el ritmo de su
respiración calma y poderosa. Sin embargo, cuando hice algo tan simple como
darle un beso, despertó de inmediato, fresca y fuerte como un pulpo (y apenas
pude escapar). Eso no resultaría, pensé. Había que encontrar algo más seguro.
Al principio, el doctor Byron no pareció creerme cuando le dije que su última
prescripción no era rival digna de mis insomnios. Sugirió que volviera a
probar, y durante un momento distrajo mi atención mostrándome retratos de su
familia. Tenía una hija fascinante de la edad de Dolly; pero advertí sus tretas e
insistí para que me prescribiera la píldora más fuerte que existiera. Me sugirió
que jugara al golf, pero acabó recomendándome algo que, según dijo, «daría
buen resultado». Abrió un botiquín y tomó un frasco lleno de cápsulas de color
azulvioleta, con una banda púrpura en un extremo. Dijo que acababan de
lanzarse al mercado y eran especiales no para neuróticos que se tranquilizan
con una prescripción de agua hábilmente administrada, sino para grandes
artistas insomnes, que debían morir unas cuantas horas por día a fin de vivir
siglos. Me encanta burlar a los doctores y, mientras me regocijaba
interiormente, me metí las píldoras en el bolsillo encogiéndome
significativamente de hombros. La verdad es que tuve que andarme con
cuidado con esas píldoras. Una vez, durante otra entrevista, un estúpido lapso
me hizo mencionar mi última estadía en el sanatorio; y creo que vi
estremecerse las puntas de sus orejas. Como ni Charlotte ni nadie tenía la
suficiente perspicacia para enterarse de mi pasado, expliqué apresuradamente
que había llevado a cabo algunas investigaciones entre dementes, para una
novela. Pero no importa; el viejo granuja tenía una muchachita encantadora...
Salí del consultorio exultante. Conduciendo el automóvil de mi mujer con
un dedo, regresé a casa alegremente. Ramsdale tenía, después de todo, muchos
encantos. Las cigarras rehilaban su canto; la avenida estaba recién lavada.
Suavemente, como deslizándome sobre seda, doblé hacia nuestra callecita
soñolienta. Todo parecía perfecto ese día. Tan azul, tan verde... Sabía que el
sol brillaba porque la llave del encendido se reflejaba en el parabrisas; y sabía
que eran exactamente las tres y media porque la enfermera que daba masajes a
la señorita Vecina todas las tardes bajaba por la estrecha acera con sus medias y zapatos blancos. Como de costumbre, el histérico setter de Junk me ladró
mientras bajaba la pendiente, y como de costumbre el periódico local
aguardaba a la entrada, donde Kenny acababa de arrojarlo.
El día anterior había acabado el régimen de recogimiento impuesto por mí
mismo, y esa tarde llamé jubilosamente al abrir la puerta de la sala. Charlotte
estaba sentada ante el escritorio del rincón, volviéndome su nuca color crema
y sus greñas broncíneas. Usaba la misma blusa amarilla y los pantalones
castaños con que me recibió el día en que la conocí. Todavía con la mano
apoyada en la falleba, repetí mi animoso grito. La mano que escribía se
detuvo. Charlotte permaneció sin moverse un instante; después se volvió
lentamente y apoyó el codo en el respaldo curvo de la silla. Su rostro,
desfigurado por la emoción, no era un espectáculo agradable para mis ojos.
Miró mis piernas y dijo:
-La señora Haze, la gorda puta, la vaca vieja, la mamá abominable; la
vieja estúpida Haze ha dejado de ser una incauta. Ahora... ahora...
Mi rubia acusadora se detuvo, tragándose su veneno y sus lágrimas. Lo que
Humbert dijo -o intentó decir- carece de importancia. Charlotte siguió:
-Eres un monstruo. Eres un farsante abominable, un criminal. Si te
acercas... me asomaré gritando a la ventana. ¡Atrás!
Creo que puede omitirse lo que H. H. murmuró.
-Me marcho esta noche. Todo esto es tuyo. Pero nunca, nunca volverás a
ver a esa desgraciada mocosa. ¡Fuera de este cuarto!
Salí. Me dirigí al ex-semi-estudio. Con los brazos en jarra, permanecí un
instante absolutamente inmóvil y sereno, observando desde el umbral la
mesita violada, con su cajón abierto, una llave en la cerradura, otras cuatro
sobre la tabla de la mesa. Atravesé el descanso rumbo al dormitorio de los
Humbert y con toda tranquilidad retiré mi diario de debajo de las almohadas y
lo guardé en mi bolsillo. Después empecé a bajar las escaleras, pero me detuve
en la mitad: Charlotte hablaba por teléfono, situado junto a la puerta lateral del
cuarto de estar. Quise oír lo que decía: cancelaba un pedido por algún otro.
Después volvió a la sala. Recobré el ritmo normal de mi respiración y crucé el
pasillo hacia la cocina. Allí abrí una botella de whisky. Charlotte no resistía el
whisky. Fui al comedor y a través de la puerta entreabierta, contemplé la
voluminosa espalda de Charlotte.
-Arruinas mi vida y la tuya -dije serenamente-. Seamos civilizados.
Todo es alucinación tuya. Estás loca, Charlotte. Las notas que has encontrado
son fragmentos de una novela. Tus nombres y el de ella figuran en ellos por
mera casualidad... sólo porque los tenía a mano. Piénsalo. Te daré un trago. No respondió ni se volvió; siguió escribiendo sus vertiginosos garabatos.
Una tercera carta, sin duda (ya había dos en sus sobres sellados sobre el
escritorio). Volví a la cocina.
Tomé dos vasos (¿a St. Algèbre, a Lo?) y abrí la heladera. Me rugió
frenéticamente mientras le arrancaba el hielo de su corazón. Corregirlo.
Hacérselo leer de nuevo. No recordaré los detalles. Cambiar, falsificar.
Escribir un fragmento y mostrárselo, o dejarlo por ahí. ¿Por qué gimen a veces
tan horriblemente las canillas? Una situación horrible, en verdad. Los cubitos
de hielo en forma de almohadas -almohadas para el osito polar, Lo- emitieron
sonidos chirriantes, crujientes, torturados, mientras el agua caliente los soltaba
de sus cárceles. Acerqué los vasos. Eché en ellos el whisky y un chorro de
soda. La heladera ladró al cerrarse. Llevando los vasos crucé el comedor y
hablé a través de la puerta de la sala, que estaba apenas entreabierta, sin
espacio siquiera para dejar pasar mi codo.
-Te he preparado un trago -dije.
No respondió, la vieja loca, y dejé los vasos sobre el aparador, junto al
teléfono, que había empezado a llamar.
-Habla Leslie, Leslie Tomson -dijo Leslie Tomson, el aficionado a los
baños al alba-. La señora Humbert, señor... La han atropellado, venga pronto.
Respondí, quizá con cierta brusquedad, que mi mujer estaba sana y salva, y
todavía con el receptor en la mano abría la puerta y dije:
-Este tipo dice que te han matado, Charlotte...
Pero en el cuarto no estaba Charlotte.
Me precipité afuera. La parte opuesta de nuestra calle ofrecía un aspecto
singular. Un gran Packard negro y brillante había trepado el empinado jardín
de la señorita Vecina avanzando en sesgo desde la calzada (donde había caído
una manta de viaje) y allí estaba, resplandeciendo al sol, con las puertas
abiertas como alas, con las ruedas delanteras hundidas en las siemprevivas. A
la derecha anatómica del automóvil, sobre el cuidado césped de la pendiente,
un anciano caballero de bigotes blancos, impecablemente vestido -traje gris
cruzado, corbata de moño a lunares- yacía de espaldas, con las piernas juntas,
como una figura de cera de tamaño natural. Debo trasladar en una secuencia
de palabras el impacto de una visión instantánea; su acumulación física en las
páginas desfigura el verdadero fogonazo, la indisoluble unicidad de mi impresión: la manta caída, el automóvil, el muñeco-anciano, la enfermera de la
señorita Vecina corriendo entre crujidos, con un vaso semivacío en la mano, de
regreso hacia la oculta entrada de la casa, donde podía imaginarse a la
semidesvanecida, aprisionada, decrépita dama chillando, pero no bastante
fuerte como para apagar los ladridos rítmicos del setter de Junk, que corría de
grupo en grupo, desde un montón de vecinos ya reunidos en la acera junto a la
manta que estaba registrando, hacia el automóvil -que había perseguido hasta
allí- y por fin hasta un tercer grupo formado por Leslie, dos policías y un
hombre fornido de anteojos de carey. Debo explicar aquí que la inmediata
aparición de los gendarmes, apenas un minuto después del accidente, se debió
a que apuntaban el número de los automóviles ilegalmente estacionados en
una esquina, a dos cuadras de la pendiente; que el tipo de anteojos era
Frederick Beale, hijo, conductor del Packard; que su padre, de setenta y nueve
años, a quien la enfermera había echado agua en el verde lecho donde yacía,
no era víctima de un síncope, sino que se recobraba cómodamente y
metódicamente de un leve ataque cardíaco, o de su posibilidad; y por fin, que
la manta caída sobre la calzada (cuyas rajaduras verdes y retorcidas solía
señalarme con reprobación mi mujer) ocultaba los restos mutilados de
Charlotte Humbert, derribada y arrastrada por el automóvil de los Beale al
cruzar corriendo la calle para echar tres cartas en el buzón, situado en la
esquina del jardín de la señorita Vecina. Una bonita niña con un sucio vestido
rosa me alcanzó las cartas; me libré de ellas rompiéndolas en pedazos y
guardando sus restos en el bolsillo de mi pantalón.
Al fin llegaron tres doctores y los Farlow para sumarse a la escena. El
viudo, un hombre de excepcional dominio, no lloraba ni desvariaba. Quizá
tartamudeaba un poco, pero sólo abría la boca para impartir las informaciones
o directivas que eran estrictamente necesarias en cuanto a la identificación,
examen y destino de una mujer muerta, cuya cabeza era una sopa de huesos,
sesos, pelo broncíneo y sangre. El sol era todavía de un rojo brillante cuando
sus dos amigos, el cariñoso John y Jean, con los ojos húmedos, lo acostaron en
el cuarto de Dolly. Para estar cerca, el matrimonio durmió esa noche en el
dormitorio de los Humbert. Creo que no se comportaron tan inocentemente
como la solemnidad de la ocasión lo requería.
No hay motivos para que me demore, en la relación de estos hechos, sobre
las formalidades previas al entierro o en el entierro mismo, tan apacible como
lo había sido el matrimonio. Pero debo referir unos pocos incidentes relativos
a los cuatro o cinco días posteriores a la absurda muerte de Charlotte.
La primera noche de mi viudez me emborraché tanto que dormí casi tan
profundamente como la niña que había dormido en esa cama. A la mañana
siguiente me apresuré a revisar los pedazos de cartas que guardaba en mi
bolsillo. Estaban demasiado mezclados para reconstruir cada una de ellas. Supuse que «... y te conviene encontrarlo, pues no puedo comprarte...»
provenía de una carta a Lo; otros fragmentos parecían aludir a la intención de
Charlotte de huir con Lo a Parkington, o quizá de regreso a Pisky, para
impedir que el buitre arrebatara su precioso corderillo. Otros pedazos -nunca
había supuesto que tenía manos tan fuertes- se referían evidentemente a una
inscripción no en St. Algèbre, sino en otra escuela cuyos métodos tenían fama
de ser tan duros, inhumanos y estériles (aunque en ella se jugaba al croquet
bajo los olmos) que se había ganado el apodo de «Reformatorio para
señoritas». Por fin, la tercera carta se dirigía sin duda a mí. Leí algunas frases
como «... después de un año de separación podremos...», «... oh, querido,
querido mío, oh mi...», «... pero que si me hubieras traicionado con una
mujer...», «... o tal vez moriré...» Pero en general, todo cuanto pude espiar me
reveló poca cosa; los varios fragmentos de esas tres apresuradas misivas que
tenía reunidos en las palmas de mis manos estaban tan confundidos como lo
habían estado en la cabeza de la pobre Charlotte. Ese día, John tuvo que
entrevistarse con un cliente, y Jean dio de comer a sus perros, de modo que me
vi provisionalmente privado de la compañía de mis amigos. Esas amables
personas temían que me suicidara al quedarme solo, y como no había otros
amigos a mi disposición (la señorita Vecina se encontraba incomunicada, los
McCoo estaban ocupados en la construcción de una casa nueva, a varias millas
de la mía, y los Chatfield habían viajado a Maine, solicitados por alguna
dificultad familiar), asignaron a Leslie y Louise la misión de hacerme
compañía, so pretexto de ayudarme a ordenar y empacar varias cosas
huérfanas. En un momento de soberbia inspiración, mostré a los bondadosos y
crédulos Farlow (esperábamos que Leslie llegara para su cita con Louise) una
pequeña fotografía de Charlotte que había encontrado entre sus cosas. Sonreía
desde una roca, a través del pelo revuelto. Había sido tomada en abril de 1934,
una primavera memorable. Durante una visita de negocios a los Estados
Unidos, yo había tenido ocasión de pasar varios meses en Pisky. Nos habíamos
conocido y.... habíamos tenido una intensa aventura. Pero, ay, yo estaba
casado y ella estaba comprometida con Haze. Cuando volví a Europa,
seguimos escribiéndonos por intermedio de un amigo, ya muerto. Jean susurró
que había oído algunos rumores y miró la instantánea; sin dejar de mirarla, la
tendió a John, y John se quitó la pipa de los labios y miró a la encantadora e
inmóvil Charlotte Becker, y me la devolvió. Después, ambos se marcharon por
unas pocas horas. La dichosa Louise retozaba con su galán en el sótano.
No bien se marcharon los Farlow, apareció un clérigo de barbilla azulada.
Traté de que la entrevista fuera lo más breve posible, aunque sin herir sus
sentimientos ni despertar sus dudas. Sí, consagraría mi vida entera al bienestar
de la niña. Le mostré una crucecita que Charlotte Becker me había dado
cuando éramos jóvenes. Yo tenía una prima, una solterona respetable que vivía
en Nueva York. Allí encontraríamos una buena escuela privada para Dolly.
¡Oh, las argucias de Humbert!
Pensando en Louise y Leslie, que podían informar -cosa que no dejaron de
hacer- a John y Jean, hablé por teléfono a gritos tremendos (larga distancia) y
simulé una conversación con Shirley Holmes. Cuando John y Jean volvieron,
los embauqué por completo diciéndoles, en un balbuceo deliberadamente
confuso y desesperado, que Lo había partido con su grupo a una excursión de
cinco días y no era posible dar con ella.
-Dios santo -dijo Jean-. ¿Qué haremos ahora?
John dijo que la cosa era muy simple: llamaría a la policía para que
alcanzara a las excursionistas; apenas le llevaría una hora de tiempo. En
realidad, él mismo conocía el campo y...
-Oigan -siguió-: puedo ir allá ahora mismo. Y tú puedes dormir con Jean
(en realidad no agregó esto último, pero Jean apoyó su oferta con tal
apasionamiento que pareció implicada en sus palabras).
Me abatí. Discutí con John para que las cosas volvieran a su estado
anterior. Dije que no podía soportar a la chiquilla a mi alrededor, sollozando,
abrazándome. Era tan nerviosa... La experiencia podía influir sobre su futuro.
Los psicoanalistas hablaban de casos así. Hubo un súbito silencio.
-Bueno, tú eres el doctor -dijo John, no sin cierta brusquedad-. Pero
después de todo, yo era amigo y consejero de Charlotte. De cualquier modo,
quisiera saber qué piensas hacer con la niña.
-John. Lo es la hija de él, no de Harold Haze -exclamó Jean-. ¿No
comprendes que Humbert es el verdadero padre de Dolly?
-Comprendo -dijo John-. Lo siento. Sí... comprendo... No me había dado
cuenta. Esto simplifica las cosas, desde luego. Y hagas lo que hicieras, estará
muy bien.
El desconsolado padre siguió diciendo que iría en busca de su delicada hija
inmediatamente después del entierro, y que haría lo posible por distraerla en
lugares muy diferentes... quizá un viajecillo a Nuevo México o California.
Siempre, claro está, que su padre viviera.
Encarné con tal arte la serenidad de la desesperación absoluta, la
contención previa a un frenético estallido, que los inapreciables Farlow me
mudaron a casa de ellos. Tenían un cuarto de huéspedes, como siempre existen
en este país; y eso fue conveniente, yo temía el insomnio y un espectro.
Debo explicar ahora mis razones para mantener alejada a Dolores. Desde
luego, al principio, recién eliminada Charlotte, cuando volví a entrar en mi
casa como padre único y me eché dos whiskys con soda entre pecho y espalda
y me encerré en el cuarto de baño para aislarme de vecinos y amigos, sólo hubo una cosa en mi mente, en mis latidos: la conciencia de que pocas horas
después, la tibia Lolita de pelo castaño, mi Lolita solamente mía, estaría en
mis brazos, derramando lágrimas que sorbería con mis labios no bien
asomaran.
Pero mientras permanecía pensando con los ojos desorbitados, todo
encendido frente al espejo, John Farlow llamó suavemente a la puerta para
preguntarme si me sentía bien. Y comprendí en seguida que sería una locura
de mi parte traerla a esa casa, con todos esos entrometidos ajetreándose a mi
alrededor y proyectando apartarla de mí. En verdad, la imprevisible Lo podría
demostrar -¿quién podía decirlo? - cierta estúpida desconfianza hacia mí, un
vago temor o cosa semejante... y adiós al mágico premio en el instante mismo
del triunfo.
Hablando de entrometidos, tuve otra visita: la del amigo Beale, el tipo que
eliminó a mi mujer. Pesado y solemne, parecido al asistente de un verdugo,
con sus mandíbulas de bulldog, sus ojuelos negros, sus anteojos de espesa
armazón y su nariz conspicua, fue presentado por John, que nos dejó cerrando
la puerta tras sí, con el mayor tacto. Mi grotesco visitante dijo que tenía dos
hijas gemelas en la misma clase que mi hijastra, y desenrolló un gran diagrama
que había hecho del accidente. Como habría dicho mi hijastra, el diagrama
«estaba fenómeno», con toda clase de flechas y líneas de puntos en tintas de
diferentes colores. El trayecto de la señora Humbert estaba ilustrado en varios
puntos por una serie de esas siluetas que se usan en las estadísticas y los
anuncios. Su propio camino tropezaba claramente e ineludiblemente con una
línea sinuosa trazada con seguridad y que representaba dos virajes sucesivos -
uno hecho por el automóvil de Beale para evitar el perro de Junk (el perro no
figuraba) y el segundo, una especie de exagerada continuación del primero,
hecho para evitar la tragedia-. Una cruz muy negra indicaba el lugar donde la
pequeña silueta había ido a dar en la acera. Busqué alguna marca similar que
indicara el lugar de la pendiente donde el inmenso padre de cera de mi
visitante se había reclinado, pero no la había. Ese caballero, sin embargo,
firmaba el documento como testigo, debajo del nombre de Leslie Tomson, la
señora Vecina y otras pocas personas.
Mientras su lápiz-picaflor volaba delicadamente y diestramente de un
punto a otro, Frederick demostró su absoluta inocencia y la distracción de mi
mujer: mientras él evitaba al perro, ella resbaló sobre el asfalto recién lavado y
cayó adelante, cuando en realidad debió echarse atrás (Fred demostró cómo
hacerlo con un sacudón de sus altas hombreras). Dije que, en verdad, no era de
él la culpa, y la investigación coincidió conmigo.
Resoplando violentamente por las negras ventanas de su nariz, sacudió su
cabeza y mi mano; después, con aire de perfecto savoir vivre y caballerosa
generosidad, se ofreció para pagar los gastos del entierro. Esperaba que yo rehusara su ofrecimiento. Con un ebrio sollozo de gratitud, lo acepté. Eso lo
desconcertó. Lentamente, con incredulidad, repitió lo que acababa de decir.
Volví a agradecérselo, aún más profusamente que antes.
Después de esa fantasmal entrevista, se aclaró por el momento la bruma de
mi mente. ¡No era de asombrarse! Había visto concretamente al agente del
destino. Había palpado la carne misma del destino... y sus hombreras. Había
ocurrido una brillante, monstruosa, súbita mutación, y allí estaba el
instrumento. En la maraña del diagrama (ama de casa apresurada, pavimento
resbaladizo, un maldito perro, un automóvil grande, un mono sentado al
volante) podía distinguir confusamente mi propia y vil contribución. De no
haber sido yo tan tonto -o un genio tan intuitivo- para guardar ese diario mío,
los fluidos producidos por el furor vindicativo y el ardor de la vergüenza no
habrían cegado a Charlotte en su carrera hacia el buzón. Pero aun habiéndola
cegado, nada habría ocurrido si el destino preciso, ese fantasma sincronizador,
no hubiera mezclado en su alambique el automóvil y el perro y el sol y la
sombra y la humedad y el débil y el fuerte y la piedra. ¡Adiós, Marlene! El
ceremonioso apretón de manos del gordo destino (encarnado por Beale, antes
de salir de mi cuarto) me arrancó de mi sopor; y lloré, señores y señoras del
jurado: lloré.
Olmos y álamos volvían sus estremecidas espaldas contra una súbita ráfaga
y una negra nube asomaba sobre la torre blanca de la iglesia de Ramsdale
cuando miré en torno a mí por última vez. Dejaba en pos de aventuras
desconocidas la triste casa donde había alquilado un cuarto sólo dos meses
antes. Los visillos -económicos y prácticos visillos de bambú- estaban bajos.
En las entradas o en la casa, su rico tejido se presta al drama moderno. Una
gota de lluvia cayó sobre mis nudillos. Volví a la casa en busca de algo,
mientras John acomodaba mi equipaje en el automóvil. Entonces ocurrió algo
gracioso. No sé si en estas trágicas notas he destacado bastante la peculiar
atracción que la apostura del autor -seudocéltico, atractivamente simiesco,
juvenilmente varonil- ejercía para mujeres de toda edad y ambiente. Desde
luego, tales declaraciones hechas en primera persona pueden parecer ridículas.
Pero de cuando en cuando debo recordar al lector mi aspecto, así como un
novelista profesional que atribuye a un personaje suyo una cierta afectación o
un perro, debe mostrar esa afectación o ese perro cada vez que el personaje
aparece en el curso del libro. Pero en el caso actual es aún más importante. Mi
núbil Lo sucumbía al encanto de Humbert como al de la música sincopada; la
adulta Lotte me quería con una pasión madura, posesiva, que ahora deploro y respeto más de lo que me tomo el trabajo de decir. Jean Farlow, de treinta y un
años y absolutamente neurótica, también parecía sentir una fuerte atracción
por mí. Era agradable, con algo de talle indígena a causa del matiz siena de su
piel. Sus labios eran como anchos pólipos carmesíes, y cuando emitía su risa
inconfundible mostraba grandes dientes romos y encías pálidas.
Era muy alta, usaba pantalones con sandalias o polleras acampanadas con
zapatos de bailarina, bebía cualquier alcohol fuerte en cualquier cantidad,
había tenido dos abortos, escribía relatos sobre animales, pintaba, como sabe
el lector, paisajes, alimentaba ya el cáncer que la mataría a los treinta y tres
años y yo la encontraba sin la menor atracción. Júzguese, pues, mi alarma
cuando pocos segundos antes de marcharme (estábamos en el pasillo), Jean,
con sus dedos siempre trémulos, me tomó por las sienes y con lágrimas en sus
brillantes ojos celestes intentó sin éxito pegarse a mis labios.
-Cuídate -dijo-. Besa a tu hija por mí.
Un trueno resonó en la casa toda y ella agregó:
-Quizá en alguna parte, algún día, en momentos menos tristes, volvamos
a vernos...
(Jean, dondequiera que estés, en un espacio temporal negativo o en un
tiempo espiritual positivo, perdóname todo esto, inclusive los paréntesis).
Podría suponerse que allanadas todas las dificultades y ante una
perspectiva de placeres delirantes e ilimitados, me arrellanaría mentalmente
suspirando de delicioso alivio. Eh bien, pas du tout! En vez de entibiarme a los
rayos de la sonriente Oportunidad, me sentí obsesionado por toda clase de
dudas y temores puramente éticos. Por ejemplo: ¿no sorprendería que me
hubiera mostrado tan firme para impedir la presencia de Lo en los
acontecimientos alegres y tristes de su familia inmediata? Se recordará que no
había asistido a nuestro casamiento. Otra cosa: admitiendo que el largo brazo
velludo de la Coincidencia se había extendido para eliminar a una mujer
inocente, ¿podría no ignorar la Coincidencia lo que había hecho su otro brazo
y enviar a Lo un pésame prematuro? En verdad, sólo el Ramsdale Journal
había publicado el accidente -no el Parkington Recorder ni el Climax Herald,
pues el campamento estaba en otro estado y las muertes locales carecían de
intereses federales-. Pero no podía dejar de imaginar que de algún modo Dolly
Haze ya había sido informada y que en el instante mismo en que iba a
buscarla, amigos desconocidos por mí la llevaban a Ramsdale. Aún más inquietante que todas esas conjeturas y preocupaciones era el hecho de que
Humbert Humbert, un reciente ciudadano norteamericano de oscuro origen
europeo, no hubiera tomado medidas para ser el custodio legal de la hija (doce
años y siete meses de edad) de su mujer muerta. ¿Me atrevería alguna vez a
dar ese paso? No podía retener un estremecimiento cuando imaginaba mi
desnudez rodeada de misteriosos estatutos bajo el brillo implacable de la ley.
Mi proyecto era una maravilla de arte primitivo. Volaría al campamento,
diría a Lolita que su madre estaba a punto de sufrir una grave operación en un
hospital inventado y me trasladaría con mi soñolienta nínfula de hotel en hotel,
mientras su madre mejoraba y mejoraba hasta morir. Pero mientras me
acercaba al campamento crecía mi ansiedad. No podía soportar la idea de no
encontrar en él a Lolita o de encontrar a una nueva asustada Lolita que pidiera
a gritos algún amigo familiar (no los Farlow, gracias a Dios, pues apenas los
conocía), pero quizá alguna otra persona ignorada por mí. Al fin resolví hacer
la llamada a larga distancia que había simulado tan bien pocos días antes.
Llovía mucho cuando entré en un fangoso suburbio de Parkington, justo frente
al cruce, uno de cuyos ramales contorneaba la ciudad y llevaba al camino que
cruzaba las colinas hasta el lago Climax y al campamento.
Detuve el motor y durante un tranquilo instante permanecí sentado en el
automóvil, meditando sobre la llamada telefónica, observando la lluvia, la
acera inundada, una boca de agua: algo horrible, en verdad, pintada de color
rojo y plata, que extendía los muñones de sus brazos para que los barnizara la
lluvia, que goteaba por sus cadenas argénteas como sangre estilizada. No es de
asombrarse que esté prohibido estacionar junto a esos tullidos de pesadillas.
Fui hasta una estación de servicio. Me esperaba una sorpresa cuando los
níqueles bajaron satisfactoriamente y una voz pudo responder a la mía.
Holmes, la directora del campamento, me informó que Dolly se había
marchado el lunes (ya era miércoles) a una excursión por las colinas de su
grupo, y que se la esperaba para ese mismo día. Si quería ir yo al día
siguiente... Sin entrar en detalles, dije que su madre estaba en el hospital, que
la situación era grave, que no debía informarse a la niña de tal gravedad y que
debería estar lista para partir conmigo en la tarde del día siguiente. Las dos
voces se despidieron con una explosión de ternura y buena voluntad, y por
algún antojadizo desperfecto mecánico, mis monedas volvieron a mí con un
tintineo que casi me hizo reír, a pesar de la decepción de mi deleite
postergado. Me pregunto si esa súbita descarga, la devolución espasmódica, no
estaba relacionada de algún modo, en la mente del destino, con mi invento de
esa excursión antes de saber que era real.
¿Qué pasó luego? Me dirigí hacia el centro de Parkington y pasé toda la
tarde (había aclarado, la ciudad parecía de plata y vidrio) comprando cosas
hermosas para Lo. ¡Dios santo, qué absurdas adquisiciones hizo la predilección que Humbert tenía en esos días por las telas vivas, las puntillas,
los pliegues suaves, las faldas generosamente acampanadas! Oh, Lolita, tú eres
mi niña, así como Virginia fue la de Poe y Beatriz la de Dante. ¿Y a qué niña
no le gusta girar en una falda circular? «¿Busca algo especial?», me
preguntaban voces melosas. «¿Trajes de baño? Los tenemos de todos los
tonos: rosa-sueño, malva-bellota, rojo-tulipán, negro-carbón. ¿Un traje de
gimnasia? ¿Una falda-pantalón?» No. Lola y yo odiábamos las faldas-
pantalón. Una de mis guías en esas cuestiones fue una anotación
antropométrica hecha por la madre de Lo en su duodécimo cumpleaños -el
lector recordará ese libro sobre niños-. Yo tenía la sensación de que Charlotte,
movida por oscuros motivos de envidia y desamor, había agregado una
pulgada aquí y allá. Pero como la nínfula habría crecido, sin duda, en los
últimos siete meses, podía aceptar con seguridad casi todas esas medidas de
enero: caderas, de cresta a cresta, apenas 73 centímetros, quizá menos;
circunferencia del muslo, 43; cintura, 58; pecho, 68; cuello, 28; altura, 1 m.
48; peso, 38 kilos; cociente de inteligencia, 121; apéndice vermiforme
presente, gracias a Dios.
Además de esas medidas, yo podía desde luego, visualizar a Lolita con
alucinante lucidez; y como persistía en mí una comezón en el sitio exacto,
sobre mi esternón, adonde había llegado una o dos veces su sedosa cabellera, y
sentía su tibio peso sobre mi regazo (de modo que siempre sentía en mí a
Lolita, así como una mujer siente su embarazo no me sorprendió descubrir
después que mi cálculo había sido más o menos correcto.
Por otra parte, había examinado detenidamente las páginas de un libro de
ventas para el verano y revisaba con aire de gran conocedor los diversos y
hermosos artículos, zapatos deportivos, escarpines de cabritilla flexible para
niñas flexibles. La pintada muchacha de negro que asistía a todas esas urgentes
necesidades mías traducía la erudición y la precisa descripción paternal en
eufemismos comerciales tales como «petite». Otra mujer, mucho mayor,
vestida de blanco, de espeso maquillaje, parecía curiosamente impresionada
por mi conocimiento de las modas infantiles; quizá tuviera yo una enana por
amante. Así, cuando me mostraron una falda con dos «bonitos» bolsillos al
frente, dirigí intencionadamente una candorosa pregunta masculina y fui
retribuido con una demostración acerca de cómo se abría el cierre relámpago,
en la parte trasera. Me divertí mucho con todas esas compras: minúsculas
Lolitas fantasmales bailaban, caían, volaban como mariposas sobre el
escaparate. Completé el encargo con un pijama de algodón de estilo carnicero.
Humbert, el carnicero.
Hay algo de mitológico y de encantador en esas grandes tiendas, donde,
según los anuncios, una empleada puede adquirir un guardarropa completo
para su oficina y su hermanita puede soñar con el día en que su jersey de lana hará babear a los muchachones al fondo de la clase. Figuras de niños (tamaño
natural) con narices respingadas y caras pardas, verdosas, pecosas, faunescas,
flotaban a mi alrededor. Advertí que era el único comprador en ese lugar más
bien feérico donde me movía como un pez, en un acuario glauco. Sentí que
extraños pensamientos se formaban en la mente de las lánguidas damas que
me escoltaban de escaparate en escaparate, desde la orilla rocosa a las algas
marinas, y los cinturones y brazaletes que escogí parecían caer de manos de
sirenas en el agua transparente. Compré una valija elegante, puse en ella el
resto de las adquisiciones y partí hacia el hotel más cercano, satisfecho de mi
jornada.
De algún modo, relacionándolo con esa tarde serena y poética, de
minuciosas compras, recordé el hotel o posada con el seductor nombre el «El
cazador encantado», que Charlotte había mencionado poco antes de mi
liberación. Con ayuda de una guía lo localicé en la apartada ciudad de
Briceland, a una hora del campamento de Lo. Pude telefonear, pero temiendo
que mi voz se alterara y se descompusiera en tímidos graznidos en inconexo
inglés, resolví enviar un cable para reservar un cuarto con camas gemelas para
la noche siguiente. ¡Qué cómico, desmañado y vacilante Príncipe Encantador
era yo! ¡Cómo han de reírse algunos de mis lectores al enterarse de mis
dificultades con la redacción del telegrama! ¿Qué debía poner: Humbert e
hija? ¿Humbert y su hijita? ¿Homberg y su hija inmatura? ¿Homberg y su
niña? El cómico error -la «g» al final- que resultó al fin, pudo ser un eco
telepático de esas vacilaciones mías.
Y después, en el terciopelo de una noche de verano, mis cavilaciones
acerca del filtro que llevaba conmigo... ¡Oh, mísero Hamburg! ¿No era un
Cazador muy Encantado cuando deliberaba consigo mismo acerca de su
estuche de mágicos pertrechos? ¿Recurriría a una de esas cápsulas color
amatista para rechazar el monstruo del insomnio?
Había cuarenta cápsulas..., cuarenta noches con una frágil y pequeña
durmiente en mi palpitante compañía; ¿podía robarme una de esas noches para
dormir? No, sin duda; era demasiado preciosa cada una de esas minúsculas
ciruelas, cada sistema planetario microscópico, con su viviente polvo de
estrellas. Oh, permítaseme mostrarme empalagoso por una vez. Estoy tan
cansado de ser cínico...
El cotidiano dolor de cabeza en el aire opaco de esta tumba que es mi celda
me perturba, pero no debo perseverar. He escrito ya más de cien páginas y no he llegado a nada todavía. Mi calendario se confunde. Debió de ser hacia el 15
de agosto de 1947. No creo que pueda seguir. Corazón, cabeza, todo... Lolita,
Lolita, Lolita, Lolita, Lolita, Lolita, Lolita, Lolita. Repítelo hasta llenar la
página, tipógrafo.
Todavía en Parkington. Al fin pude dormir una hora. Me despertó una
sesión gratuita y horriblemente agotadora con un pequeño y velludo
hermafrodita, absolutamente extraño para mí. Por entonces eran las seis de la
mañana, y de pronto se me ocurrió que no estaría mal llegar al campamento
antes de lo anunciado. Tenía desde Parkington unas cien millas todavía, y
habría más aún hacia las colinas Hazy y Briceland. Si había dicho que iría en
busca de Dolly por la tarde, sólo había sido porque mi capricho insistía en que
la misericordiosa noche cayera lo antes posible sobre mi impaciencia. Pero
ahora preveía toda clase de equivocaciones y la posibilidad de que una demora
le diera la oportunidad de hacer una inútil llamada a Ramsdale. Sin embargo,
cuando a las nueve y treinta intenté emprender el viaje, me lo impidió una
batería descargada y ya había pasado el mediodía cuando dejé Parkington.
Llegué a destino a las dos y media; estacioné el automóvil en un
bosquecillo de pinos, donde un muchacho de camisa verde y pelo rojo arrojaba
herraduras en melancólica soledad. Lacónicamente, me indicó una oficina en
un cottage revocado. Casi moribundo, debí sobrellevar durante varios minutos
la furiosa conmiseración de la directora del campamento, una mujer
desaliñada y gastada, de pelo color herrumbre. ¿Deseaba el señor Haze,
perdón, el señor Humbert hablar con los encargados del campamento? ¿O
visitar las cabañas donde vivían las niñas, cada una dedicada a un personaje de
Disney? ¿O visitar el pabellón? ¿O debía ir Charlie en busca de la niña? Las
jovencitas acababan de arreglar el comedor para un baile. (Quizá la mujer diría
después a alguien: El pobre tipo parecía su propio espectro).
Permítaseme evocar un momento esa escena en todos sus pormenores
triviales y fatales: la bruja Holmes escribiendo un recibo, sacudiendo la
cabeza, abriendo un cajón del escritorio, devolviendo el cambio en mi palma
impaciente, desplegando después sobre ella un billete con un triunfante «... ¡y
cinco!»; fotografías de niñas; una brillante polilla o mariposa, todavía viva,
pinchada en la pared («estudio del natural»); el diploma enmarcado del dietista
del campamento; mis manos trémulas; una ficha exhibida por la eficiente
señorita Holmes con un informe del comportamiento de Dolly Haze en el mes
de julio («buena conducta; excelente para el remo y la natación»); un eco de
árboles y pájaros; mi corazón palpitante... Yo estaba de espaldas a la puerta:
sentí que la sangre me subía a la cabeza cuando oí detrás de mí su respiración,
su voz. Llegó arrastrando y golpeando su pesada valija. «¡Tú!», exclamó, y se
quedó inmóvil, mirándome con ojos ladinos, alegres, abiertos los suaves labios
en una sonrisa algo tonta, pero maravillosamente cariñosa.
Estaba más delgada y alta, y durante un segundo me pareció que su rostro
era menos bonito que la huella mental acariciada por mí durante más de un
mes: sus mejillas parecían hundidas y demasiadas pecas diluían sus rasgos
inmaturos y rosados. Esa primera impresión (un intervalo humano muy
estrecho entre dos latidos de tigre) llevaba en sí la nítida implicación de que
todo cuanto debía hacer el viudo Humbert, todo cuanto quería hacer o haría,
era dar a esa huerfanita descolorida, aunque tostada por el sol y aux yeux
battus (y hasta en las sombras plomizas bajo los ojos había pecas) una
educación firme, una adolescencia saludable y feliz, un hogar limpio,
inobjetables amigas de su misma edad entre las cuales (si el destino se dignaba
compensarme) podía encontrar, acaso, una bonita magdlein sólo para Herr
Doktor Humbert. Pero en un abrir y cerrar de ojos, mi angelical línea de
conducta se esfumó y caí sobre mi presa (¡el tiempo se adelanta a nuestras
fantasías!) y ella fue mi Lolita, de nuevo, en verdad, más Lolita mía que
nunca. Dejé que mi mano se apoyara sobre su tibia cabeza castaña y tomé su
equipaje. Era toda rosa y miel, vestida con su brillante vestido con un dibujo
de manzanillas rojas, y sus brazos y piernas tenían un tono pardo, hondamente
dorado, con rasguños de finas líneas de puntos de rubíes coagulados, y los
bordes elásticos de sus calcetines estaban vueltos en el nivel recordado, y a
causa de su andar infantil -o quizá porque yo la había memorizado como
siempre, usando sus zapatos sin tacones-, los pesados zapatos deportivos
parecían demasiado grandes y con tacones demasiado altos para ella. Adiós,
campamento, alegre campamento. Adiós, comidas feas y malsanas, adiós,
Charlie. En el auto caliente se sentó junto a mí, dio una súbita palmada en su
rodilla encantadora y, después, trabajando violentamente con los dientes un
pedazo de goma de mascar, bajó rápidamente la ventanilla de su lado y volvió
a recostarse. Corrimos por la selva abigarrada y desnuda.
-¿Cómo está mamá? -preguntó cortésmente.
Dije que los doctores no sabían aún cuál era la enfermedad. De todos
modos, algo abdominal. ¿Abdominable? No, abdominal. Debíamos
demorarnos un poco en los alrededores. El hospital estaba en el campo, cerca
de la alegre ciudad de Lepingville, donde había vivido un gran poeta a
principios del siglo XIX y donde asistiríamos a todos los espectáculos.
Encontró formidable la idea y preguntó si llegaríamos a Lepingville antes de
las veintiuna.
-Estaremos en Briceland a la hora de comer -dije- y mañana visitaremos Lepingville. ¿Qué tal esa excursión? ¿Lo pasaste bien en el
campamento?
-Hummmm.
-¿Te apena marcharte?
-Hummmm.
-No gruñas, Lo. Dime algo.
-¿Qué papá? (emitió la palabra con irónica deliberación).
-Lo que se te ocurra.
-¿Te parece bien que te llame así? (sus ojos escrutaron el camino).
-Muy bien.
-Es un ensayo... ¿Cuándo te enamoraste de mamá?
-Algún día, Lo, comprenderás muchas emociones y situaciones; por
ejemplo, la armonía, la belleza de la relación espiritual.
-¡Bah! -dijo la cínica nínfula.
Hubo un silencio de poca holgura en el diálogo, colmado por el paisaje.
-Mira, Lo, todas esas vacas en la colina.
-Creo que vomitaré si vuelvo a ver una vaca.
-¿Sabes, Lo? Te eché terriblemente de menos.
-Yo no. Para que sepas, he sido asquerosamente traidora contigo. Pero no
importa un comino, porque de todos modos tú dejaste de preocuparte por mí.
Eh, señor, usted conduce mucho más ligero que mamita.
Aminoré la ciega velocidad hasta una marcha miope.
-¿Por qué supones que he dejado de preocuparme por ti, Lo?
-Bueno... ¿acaso me has besado hasta ahora?
Muriendo, gimiendo interiormente, vi al frente una curva razonablemente
amplia, y me metí y anduve a los tumbos entre la maleza. Recuerda que es
sólo una niña, recuerda que es sólo...
Apenas se detuvo el automóvil, Lolita se precipitó literalmente en mis
brazos. Sin atreverme a abandonarme, sin atreverme a admitir que ése (dulce
humedad y fuego trémulo) era el principio de la vida inefable a la cual,
hábilmente auxiliado por el destino, por fin había dado realidad, toqué sus
labios con tenues sorbos, nada falaces. Pero ella, con un estremecimiento
impaciente, apretó su boca contra la mía con tal fuerza que sentí sus grandes dientes delanteros. Sabía, desde luego, que no era sino un juego inocente de su
parte, un retozo que imitaba el simulacro de un amor inventado, y puesto que,
como dirían los psicópatas y también los violadores, los límites y reglas de
esos juegos infantiles son imprecisos, o al menos demasiado infantilmente
sutiles para que el partícipe de mayor edad los perciba, yo sentía un terror fatal
de ir demasiado lejos y hacerla retroceder espantada y asqueada. Y sobre todo,
sentía una ansiedad agónica de introducirla en la hermética reclusión de «El
cazador encantado», y nos faltaban todavía ochenta millas de marcha. Una
dichosa intuición disolvió nuestro abrazo... un segundo antes de que un
automóvil patrullero se pusiera a la par del nuestro.
Rubicundo y cejudo, el conductor me clavó los ojos:
-¿No han visto un sedán azul, parecido al suyo, antes del cruce?
-No.
-No lo hemos visto -dijo Lo, inclinándose prontamente por encima de
mí, su mano inocente apoyada en mis piernas-. Pero, ¿está seguro de que era
azul? Porque...
El policía (¿qué sombra nuestra perseguía?) envió su mejor sonrisa a la
tunante y dio una vuelta en forma de U.
Seguimos la marcha.
-¡Cabeza de zapallo! -observó Lo-. Debió prenderte a ti.
-¿Por qué, Dios mío?
-Bueno, en este lugar la velocidad máxima es de cincuenta y... No,
pedazo de tonto, no aminores. Ya se ha ido.
-Nos queda por hacer un buen trecho -dije- y quiero llegar antes de
que anochezca. De modo que pórtate bien.
-Niña mala, mala -dijo Lo nuevamente-. Delincuente juvenil, pero
franca y comprensiva. Esa luz era roja. Nunca he visto conducir peor.
Atravesamos en silencio una ciudad silenciosa.
-Oye... mamá se volvería completamente loca si descubriera que somos
amantes.
-Dios santo, Lo, no hables así.
-Pero somos amantes, ¿no es cierto?
-No, que yo sepa. Creo que volverá a llover. ¿No quieres contarme tus
travesuras en el campamento?
-Hablas como un libro, papá.
-¿Qué diabluras has hecho? Insisto en que me cuentes.
-¿Te escandalizas fácilmente?
-No. Vamos...
-Metámonos en algún lugar escondido y te contaré.
-Lo, debo pedirte seriamente que no te hagas la tonta.
¿Y bien?
-Bueno... tomé parte de todas las actividades que me proponían.
-Ensuite?
-Ansuit, me enseñaron a vivir alegremente y plenamente en la soledad, y
a desarrollar una personalidad cabal, a ser una monada, en resumen.
-Sí, vi algo de eso en el folleto.
-Adorábamos nuestros cantos en torno al fuego que ardía en la gran
chimenea de piedra, o bajo las estrellas de m...., donde cada niña fundía su
espíritu regocijado con la voz del grupo.
-Tu memoria es excelente, Lo, pero debo pedirte que no sueltes
palabrotas. ¿Qué más?
-He hecho mío el lema de la girl scout -dijo Lo melodiosamente-.
Colmo mi vida con hermosas acciones, tales como... bueno, de eso no me
acuerdo. Mi deber es... ser útil. Soy amiga de los animales machos. Obedezco
las órdenes. Soy alegre. Otro automóvil patrullero. Soy frugal y mis
pensamientos, palabras y actos son absolutamente asquerosos.
-Espero que eso sea todo, niña ingeniosa...
-Sí. Eso es todo. No.... espera un minuto. Cocinábamos en un horno de
campaña.
-Eso parece muy interesante.
-Lavábamos sillones de platos. «Sillones» quiere decir en el colegio
«muchos-muchos-muchos-muchos» ... Oh, sí, último en orden, pero no en
importancia, como dice mamá... déjame pensar... ¿qué era? Ah, sí: nos
tomaban radiografías. Caray, qué divertido.
-C'est bien tout?
-C'est. Salvo una cosita, algo que no puedo contarte sin ruborizarme de
pies a cabeza.
-¿Me lo contarás después?
-Si nos sentamos en la oscuridad y me dejas hablar en voz baja, te lo contaré. ¿Duermes en tu cuarto de siempre o en dulce montón con mamá?
-En mi cuarto de siempre. Tu madre sufrirá una operación muy seria, Lo.
-¿Quieres parar en esa confitería? -dijo Lo.
Sentada en un banco alto, con una faja de sol a través de su brazo desnudo
y atezado, Lolita atacó un complicado helado coronado con jarabe sintético.
Lo edificó y se lo sirvió un muchachón granujiento, con una corbata grasienta,
que miró a mi frágil niña en su leve vestido de algodón con deliberación
carnal. Mi impaciencia por llegar a Briceland y «El cazador encantado» era
más fuerte de lo que podía soportar. Por fortuna, Lo despachó el helado con su
habitual presteza.
-¿Cuánto dinero tienes? -pregunté.
-Ni un céntimo -dijo ella tristemente, levantando las cejas y
mostrándome el vacío interior de su bolso.
-Arreglaremos ese asunto a su debido tiempo -dije sutilmente-.
¿Vamos?
-Oye, ¿habrá aquí cuarto de baño?
-No vayas ahora -dije con firmeza-. Será un lugar inmundo. Vámonos.
En general, era una niña obediente. La besé en el cuello cuando volvimos
al automóvil.
-No hagas eso -dijo mirándome con genuina sorpresa-. No me babees,
puerco.
Se restregó el lugar donde acababa de besarla contra su hombro levantado.
-Perdona -le dije-. Es que te quiero mucho, sabes...
Marchamos bajo un cielo lúgubre, remontando un camino sinuoso, y
después empezamos a descender nuevamente.
(¡Oh, Lolita, nunca llegaremos allí!)
El polvo empezaba a saturar a la bonita y pequeña Briceland, con su falsa
arquitectura colonial, las tiendas de curiosidades y sus árboles importados
cuando atravesamos las calles débilmente iluminadas en busca de «El cazador
encantado». El aire, a pesar de la firme llovizna que adornaba con sus cuentas
de cristal, era verde y tibio; ante la taquilla de un cine chorreaban luces como
alhajas y se había formado una cola de personas, casi todos niños y ancianos.
-¡Oh, quiero ver esa película! Vengamos después de comer. ¡Oh, tráeme!
-Tal vez -cantó Humbert, sabiendo perfectamente bien, ¡astuto diablo
hinchado!, que a las nueve, cuando empezara la película, ella estaría seguramente muerta en sus brazos.
-¡Cuidado! -gritó Lo, sacudiéndose cuando un maldito camión se
detuvo en una esquina frente a nosotros, con un latido de sus luces traseras.
Sentía que si no dábamos con el hotel pronto, inmediatamente,
milagrosamente, en la cuadra siguiente, perdería todo dominio sobre la
cafetera de Charlotte, con sus ineficaces limpiaparabrisas y sus frenos
caprichosos. Pero los transeúntes a quienes pedía informes eran también
visitantes o preguntaban frunciendo el ceño: «¿El cazador qué»..., como si yo
hubiera estado loco. O bien iniciaban explicaciones tan complicadas, con
ademanes geométricos, generalidades geográficas y datos estrictamente
locales (... después siga hacia el sur, hasta encontrar la casa...) que no podía
sino extraviarme en el laberinto de su bienintencionada jerigonza. Lo, cuyas
entrañas deliciosamente prismáticas ya habían digerido el helado, empezó a
pensar en una comilona y a cargarme con ello. En cuanto a mí, aunque me
había acostumbrado mucho tiempo antes a una especie de destino secundario
(el ineficiente secretario de McFate, por así decirlo) que estorbaba torpemente
el generoso y magnífico plan de su patrón, dar vueltas y vueltas por las
avenidas de Briceland era, quizá, la prueba más exasperante que había
enfrentado hasta entonces. Meses después pude reírme del candor juvenil que
me había hecho empecinarme con ese hotel determinado, con su curioso
nombre; pues a lo largo de nuestro camino infinitos hoteles proclamaban su
disponibilidad con luces de neón, prontos a alojar a vendedores, convictos
escapados, impotentes, grupos familiares, así como a las más corrompidas y
vigorosas parejas. Ah, dichosos conductores deslizándose a través de noches
estivales, qué retozos, qué impecables caminos si súbitamente esas posadas
perdieran su pigmentación y se volvieran transparentes como cajas de cristal.
El milagro que ansiaba ocurrió, después de todo. Un hombre y una
muchacha, más o menos amontonados en un oscuro automóvil, bajo árboles
profusos, nos dijeron que estábamos en el corazón mismo del Parque, pero que
sólo debíamos virar a la izquierda, en la próxima luz de tránsito, y lo
encontraríamos. No vimos ninguna luz de tránsito (en verdad, el Parque era
tan negro como los pecados que ocultaba), pero poco después de caer bajo el
suave encanto de una curva agradablemente graduada, los viajeros advirtieron
un brillo diamantino a través de la bruma, después apareció un resplandor de
agua... y allí estaba, maravillosamente, inexorablemente, bajo los árboles
espectrales, al cabo de un sendero cubierto de granza, el pálido palacio
encantado.
A primera vista, una fila de automóviles estacionados, como cerdos en un
establo, parecían impedir el acceso; pero después, como por arte de magia, un
formidable convertible, centelleante, de color rubí, empezó a moverse -
enérgicamente conducido por un chófer de hombros anchos- y nos deslizamos llenos de gratitud en la brecha que dejó. En seguida lamenté mi
prisa, pues advertí que mi predecesor había sacado partido de un cobertizo que
a modo de garaje se veía cerca, y con espacio suficiente para otro automóvil.
Pero estaba demasiado impaciente para seguir su ejemplo.
-¡Demonios! Parece fenómeno -observó mi vulgar amada mirando de
reojo la decoración del frente, mientras se lanzaba a la llovizna audible y con
mano infantil soltaba de un tirón su pollera metida en su hendidura de durazno
(para citar a Robert Browing)-. Bajo las luces eléctricas, falsas hojas
agrandadas de castaño envolvían columnas blancas. Un negro giboso y de
cabeza cana, con uniforme raído, tomó nuestro equipaje y lo llevó lentamente
al vestíbulo. Estaba lleno de ancianas y clérigos. Lolita se puso en cuclillas
para acariciar a un perro de aguas de cara pálida, manchas azuladas y orejas
negras que se desmayó bajo su mano -y quién no se habría desmayado, amor
mío- sobre la alfombra floreada, mientras yo me abría un pasadizo hacia el
escritorio a través de la multitud. Allí, un viejo calvo y porcino -todos eran
viejos en ese hotel- examinó mis rasgos con una sonrisa afable, después
exhibió mi telegrama (mutilado), luchó con ciertas oscuras dudas, miró el reloj
y por fin dijo que lo lamentaba mucho pero que había reservado el cuarto con
camas gemelas hasta las seis y media, y ya no disponía de él. Una convención
religiosa se había sumado a una exposición floral en Briceland y...
-El nombre -dije fríamente- no es Humberq ni Humburg, sino
Herbert, quiero decir Humbert, y cualquier cuarto me es lo mismo. Bastará
poner un catre para mi hija. Tiene diez años, y está muy cansada.
El viejo rosado miró afectuosamente a Lo, todavía en cuclillas, escuchando
de perfil, con los labios entreabiertos, lo que la dueña del perro, una anciana
envuelta en velos violáceos, le decía desde las profundidades de un sillón
tapizado en cretona.
Las dudas -sean cuales fueren- del viejo obsceno quedaron disipadas
ante la visión de ese pimpollo. Dijo que quizá tuviera -en realidad lo tenía-
un cuarto con una cama doble. En cuanto al catre...
-Señor Potts, ¿tenemos catres disponibles?
Potts, también rosado y calvo, con pelos blancos que asomaban de sus
orejas y otros agujeros, dijo que vería qué podía hacerse. Fue y habló, mientras
yo tomaba mi estilográfica. ¡Impaciente Humbert!
-Nuestras camas dobles son triples, en realidad -dijo afablemente Potts
mientras nos conducía-. En una noche de mucho público durmieron juntas
tres señoras y una niña. Creo que una de las señoras era un hombre disfrazado.
Sin embargo... ¿no hay un catre disponible en el 49, señor Swine?
-Creo que lo pidieron los Swonn -dijo Swine, el payaso viejo que me había recibido.
-Nos arreglaremos de algún modo -dije-. Mi mujer quizá llegue
después, pero aun así... creo que nos arreglaremos.
Los dos cerdos rosados se incluyeron entre mis mejores amigos. Con la
letra clara y lenta del crimen escribí: «Doctor Edgard H. Humbert e hija, calle
Lawn, 342, Ramsdale». Una llave (¡342!) me fue mostrada a medias (mágico
objeto a punto de ser escamoteado) y entregada al Tío Tom. Lo dejó al perro
como habría de dejarme a mí algún día, se enderezó sobre sus piernas; una
gota de lluvia cayó sobre la tumba de Charlotte; una negra joven y atractiva
abrió la puerta del ascensor y la niña sentenciada entró seguida por su padre,
que se aclaraba la garganta, y por el crustáceo Tom.
Parodia de pasillo de hotel. Parodia de silencio y muerte.
-Oh, es el número de nuestra casa -dijo Lo, alegremente.
Había una cama doble, un espejo, una cama doble en el espejo, una puerta
de ropero con espejo, una puerta de cuarto de baño ídem, una ventana azul
oscuro, una cama reflejada en ella, la misma en el espejo del ropero, dos sillas,
una mesa con tapa de cristal, dos mesas de noche, una cama doble: una gran
cama de madera, para ser exacto, con un cubrecama de felpilla, y dos lámparas
de noche de pantallas rosas y rizadas, a derecha e izquierda.
Estuve a punto de dejar un billete de cinco dólares en esa alma sepia, pero
pensé que la generosidad sería mal interpretada, y puse un cuarto. Agregué
otro. Se retiró. Clic. Enfin seuls.
-¿Dormiremos en un solo cuarto? -dijo Lo.
Sus rasgos adquirieron un peculiar dinamismo: no era enfado ni aversión
(aunque estaban al borde mismo de ello), sino mero dinamismo como siempre
que quería hacer una pregunta de violenta trascendencia.
-Les he pedido que pongan un catre. Dormiré en él, si quieres.
-Estás loco.
-¿Por qué, querida?
-Porque cuando mi querida mamá lo descubra, querido, se divorciará de
ti y me estrangulará a mí.
Sólo dinamismo. Sin tomar la cosa demasiado en serio.
-Óyeme -dije sentándome, mientras ella permanecía a pocos pasos,
mirándose con satisfacción, no desagradablemente sorprendida de su propio
aspecto, colmando con su resplandor rosáceo el sorprendido y complacido
espejo del ropero.

Lolita.Where stories live. Discover now