3.

524 7 0
                                    

Mil millas de un camino suave como seda separaban Kasbeam –donde, con
gran candor de mi parte, el demonio rojo había aparecido por primera vez– de la
fatal Elphinstone, a la cual habíamos llegado una semana antes del Día de la
Independencia.
El viaje nos había llevado casi todo junio, pues apenas habíamos andado
más de ciento cincuenta millas por día. Pasábamos el resto del tiempo –hasta
cinco días, en un caso– en diversos paraderos, todos ellos también dispuestos de
antemano, sin duda. Ése, pues, era el trecho por el cual debía buscar el rastro
del demonio; ésa fue la tarea a la cual me consagré después de varios días
indescriptibles, durante los cuales fui y vine por los caminos infinitamente
reiterados en la vecindad de Elphinstone.
Imagíname, lector, con mi timidez, mi repudio de toda ostentación, mi
sentido inherente del comme il faut; imagíname disfrazando el frenesí de mi
dolor con una trémula sonrisa propiciatoria mientras urdía algún pretexto para
echar una ojeada al registro del hotel. «Ah, es casi seguro que pasé por aquí una
vez –decía–. Permítame usted ver los asientos de mediados de junio... no, creo
que después de todo me equivoco... Qué hermoso nombre para una ciudad,
Kawtagain. Muchas gracias». O: «Hay un cliente mío aquí... He perdido su
dirección... ¿Puedo?...» De cuando en cuando, sobre todo si el encargado del
lugar pertenecía a cierto sombrío tipo masculino, la inspección personal de los
libros me era negada.
Tengo aquí un memorándum: entre el 5 de julio y el 18 de noviembre,
cuando volví a Beardsley por unos pocos días, registré, si no permanecí en ellos,
trescientos cuarenta y dos hoteles, alojamientos y casas para turistas. Esa cifra
incluye unos cuantos registros entre Chestnut y Beardsley, en uno de los cuales
encontré una sombra del demonio («N. Petit Larousse, III»). Debía espaciar mis
investigaciones con toda cautela para no atraer una atención indebida. Y por lo
menos en cincuenta lugares me limité a preguntar en la administración... Pero
ésas eran preguntas fútiles, y prefería echar una cierta base de verosimilitud y
buena voluntad pagando un cuarto innecesario. Mi investigación demostró que de
los trescientos o más libros revisados, veinte por lo menos me suministraron una
clave: el demonio errabundo se había detenido con más frecuencia que nosotros
o bien –era muy capaz de eso– había inventado registros adicionales para
abastecerme bien de datos falsos. Sólo en un caso había residido en el mismo
alojamiento de acoplados que nosotros, a pocos pasos de la almohada de Lolita.
En algunos casos había tomado un cuarto en la misma manzana o en las
cercanías. No pocas veces había esperado en algún punto intermedio entre dos lugares. Con qué nitidez recordaba a Lolita, justo antes de nuestra partida de
Beardsley, echada en la alfombra de la sala, estudiando libros de viajes y mapas
turísticos y marcándolos con su lápiz labial...
Describí asimismo que el demonio había previsto mis investigaciones y
había dejado seudónimos insultantes dirigidos a mí. En la administración del
primer alojamiento que visité, el «Ponderosa», su anotación, entre otras doce
evidentemente humanas, decía: «Dr. Gratiano Forbeson, Mirandola, N. Y.». Sus
connotaciones de la comedia italiana no dejaron de impresionarme, desde luego.
La dueña se dignó informarme que el caballero había permanecido en su
alojamiento cinco días con un fuerte resfrío, que había dejado su automóvil en
algún taller de reparaciones y que había partido el 4 de julio. Sí, una muchacha
llamada Ann Lore había trabajado en otra época en el alojamiento, pero ahora
estaba casada con un fiambrero y vivía en Cedar City. Una noche de luna me
topé con Mary, de zapatos, como un autómata, pero logré humanizarla cayendo
de rodillas y suplicándole que me ayudara. No sabía una sola palabra, me juró.
¿Quién era ese Gratiano Forbeson? Pareció vacilar. Exhibí un billete de cien
dólares. Lo alzó contra la luz de la luna. «Es su hermano», susurró al fin. Le
arranqué de las manos frías de luna el billete y escupiéndole una palabrota
francesa me volví y eché a correr, eso me enseñó a no confiar sino en mí mismo.
Ningún detective podría descubrir las claves que Trapp había adaptado a mi
mente y mi estilo. No podía suponer, desde luego, que me dejara en algún lugar
su dirección y su nombre verdaderos; pero esperaba que resbalara en el brillo de
su propia sutileza, atreviéndose, por ejemplo, a introducir un toque de color más
intenso y personal de lo que era estrictamente necesario, o revelando demasiado
en una suma de partes cuantitativas que revelaban demasiado poco. Algo
consiguió: consiguió que yo mismo y mi angustia tomáramos parte de su juego
demoníaco. Con infinita destreza vacilaba, tambaleaba y readquirí un equilibrio
imposible, dejándome cada vez con la esperanza deportiva –si puedo emplear
semejante palabra al hablar de traición, furor, desolación, horror y odio– de que
la próxima vez se descubriría. Nunca lo admiramos al acróbata de traje de
lentejuelas que camina con gracia meticulosa sobre la cuerda floja, en la luz de
talco. ¡Pero cuánto más extraño es el arte del que camina sobre esa cuerda con
ropas andrajosas, encarnando a un borracho grotesco! Yo habría de conocer ese
arte.
Las pistas dejadas no establecieron su identidad, pero reflejaron su
personalidad, o al menos una personalidad homogénea y curiosa; su índole, su
tipo de humorismo –o a lo sumo, las muestras mejores–; las características de
su mente y sus afinidades con la mía. Se burlaba de mí, me imitaba. Sus
alusiones eran muy intelectuales. Era un hombre de muchas lecturas. Sabía
francés. Era versado en logomaquia y logopedalogía. Era aficionado a la
erudición sexual. Tenía una caligrafía femenina. Podía ocultar su nombre, pero no
disfrazar, por más que las inclinara, sus tes, sus eles, sus jotas. Quelquepart
Island era una de sus residencias preferidas. No usaba estilográfica, cosa que
habría significado –como explicaría cualquier psicoanalista– que era un ondinista.
Todos esperamos misericordiosamente que haya ninfas acuáticas en la Estigia.
Su rasgo principal era su pasión por el suplicio de Tántalo. ¡Dios, qué
tormento era el pobre tipo! Desafiaba mi erudición. Me enorgullezco lo bastante
de saber algo como para mostrarme modesto por no saber nada. Y me atrevería
a decir que interpreté torcidamente algunos elementos en esa persecución
criptográmica. ¡Qué estremecimiento de triunfo y odio sacudía mi frágil esqueleto
cuando entre los nombres insulsos e inocentes del registro de un hotel su acertijo
demoníaco me eyaculaba en la cara! Advertí que cuando temía que sus enigmas se hicieran demasiado recónditos, aun para un intérprete como yo, me cebaba
con uno fácil. «Arse Lupin» era obvio para un francés que recordaba las historias
detectivescas de su juventud. Y casi no era preciso conocer a Coleridge para
apreciar el dudoso chiste de «A. Person, Porlocn, Inglaterra». De gusto horrible,
pero esencialmente sugestivo de una personalidad culta –que no era la de un
policía, de un turista común, de un viajante obsceno–, eran nombres ficticios
tales como «Arthur Rainbow», evidentemente el autor disfrazado de Le Batteau
Bleu –permitidme reír un poco también a mí, caballeros– y «Morris
Shmetterling», de L'Oiseau Ivre (touché, lector). El tonto pero divertido «D.
Orgon, Elmira, N. Y.» provenía de Molière, desde luego, y como yo había tratado
de interesar poco antes a Lolita en una famosa obra del siglo XVIII, recibí como a
un viejo amigo el «Harry Bumper, Sheridan, Wyo.». Una enciclopedia corriente
me informó quién era el peculiar «Phineas Quimby, Lebanon, N. H.»; y cualquier
buen freudiano de nombre alemán y cierto interés en la prostitución religiosa,
reconocerá de inmediato la alusión de «Dr. Kitzler, Edyx, Miss.» Ese tipo de
diversión era ostentoso pero personal y, por ende, inocuo. Entre las anotaciones
que detuvieron mi atención como pistas indudables per se, pero que me
desconcertaron con respecto a sus sutilezas, no he de mencionar muchas, puesto
que presiento que ando a tientas en una niebla fronteriza donde fantasmas
verbales se convierten quizá en turistas reales. ¿Quién era «Johnny Randal,
Ramble, Ohio»? ¿O era una persona de verdad que tenía una caligrafía similar al
autor de «N. S. Aristoff, Catagela, N. Y.»? ¿Qué era eso de «Catagela»? ¿Y cómo
se explicaba «James Mayor Morell, Hoaxton, Inglaterra», «Aristófanes»,
«hoax»...13 eso estaba claro, pero, ¿qué era lo que no comprendía?
Había en toda esa seudonimia una tensión que me provocaba palpitaciones
especialmente dolorosas. Cosas como «G. Trapp, Geneva, N. Y.», demostraban
la traición de Lolita. «Aubrey Beardsley, Quelquepart Island» sugerían más
lúcidamente que el mensaje telefónico que los comienzos de la aventura debían
situarse en el este. «Lucas Picador, Merrymay, Pa.», insinuaba que mi Carmen
habían revelado mi patético sentimentalismo al impostor. Horriblemente cruel,
por cierto, era «Will Brown, Dolores, Colo.». El lúgubre «Harold Haze,
Tombstone, Arizona» (que en otras épocas habría suscitado mi sentido del
humor) sugería una familiaridad con el pasado de la niña e insinuaba como en
una pesadilla que mi presa era un amigo de la familia, quizá un antiguo amor de
Charlotte, quizá un «enderezador de entuertos» («Donald Quix, Sierra, Ne.»).
Pero el dardo más punzante fue el anagrama anotado en el registro de «El
Castaño»: «Ted Hunter, Cane, N. H.»14.
Los números de las chapas de automóviles garabateados por todos esos
Personajes y Orgon y Morrel y Trapp sólo me confirmaron que los encargados de
los alojamientos omiten verificar si los automóviles de sus huéspedes están
correctamente registrados. Desde luego, las referencias –indicadas de manera
incompleta o incorrecta– a los automóviles alquilados por el demonio para sus
etapas entre Wace y Elphinstone eran inútiles. El número del rojo inicial era un
rompecabezas de números traspuestos, omitidos o alterados, pero formando
combinaciones con referencias mutuas (tales como «WS 1564» y «SH 1616» y
«Q 32888» y «CU 883222»), tan hábilmente urdidas que casi nunca revelaban
un común denominador.
Se me ocurrió que después de entregar aquel convertible a cómplices
suyos, en Wace, algún sucesor pudo ser menos cuidadoso e inscribir en la

Lolita.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora