M. O. N. S. T. E. R.

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Antes de ir a por él, se miró una vez más en el espejo del baño

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Antes de ir a por él, se miró una vez más en el espejo del baño. Era el mismo cristal en el que se había reflejado la última vez que estuvo en su casa, justo cuando huyo persiguiendo mentiras que ni él mismo había creído.

Ya no era aquel inocente e ilusionado joven.  Estaba por cumplir los veinticinco años y su mirada se veía más muerta que su padre.  Ya sabía que era una mierda y que el asco lo colmaba hasta que terminaba riéndose de sí mismo. Tocó su cuerpo por encima de la ropa. Sentía que su mano ardía, quería, como aquella vez, arrancar su piel y su historia, dejar al desnudo su interior, empezar a tejer una nueva existencia.

Por alguna razón, a su mente vino el joven más nuevo: Rei Kon. Le recordaba su adolescencia. En el fondo, le dolía que viviera lo mismo que él. No sabría aceptarlo, no podía externar emociones que no evocaran un estado de completa calma. Quizás, si les permitiera siquiera asomarse, perdería la cabeza por completo.

Pero Kinomiya no iba a esperarlo por siempre, no podía perder el tiempo de esa manera. Abrió la puerta rechinante de elegante madera, mirándolo con aquella torcida sonrisa que siempre vestía: Ya no tenía la serenidad retratada en el rostro. Lo sabía. Era un asco. No podía realmente estar en paz consigo mismo desde que decidió huir de los brazos de su familia, y su madre, ¡ah! ¡Si su madre lo hubiera visto! Probablemente estaría llorando, asqueada, como todos, de mirarlo ahí.

Se acercó con pasos lentos, ligeros, pareciera que no tocaba las baldosas del piso, y acarició el rostro del otro. La elegancia se veía fluir en la marchita piel del inglés, en cada roce con su amante, sin abandonar sus pensamientos  sobre el pequeño chino. Kinomiya detestaba las cursilerías, sin embargo, algo le impedía detener de golpe la lánguida mano nívea que le buscaba sin mucho deseo. Esa mano. Era fría, casi parecía muerta, sin latir, sin palpitar, y su caricia,  un beso quimérico, de la misma naturaleza que su primer amor, pero de ninguna manera podía ser humana. No. Eso frente a él probablemente estaba muerto. Mucho tiempo atrás, dejó de ver el brillo en sus ojos y no percibía pasión correr por sus venas. Cuando alguien perdía eso, pensaba él, ya no vivía más. No lo merecía. Y en su retorcido universo, el tiempo no era suficiente para las cosas sin vida.

Lo tomó con ferocidad del cabello, en un movimiento tosco, acercándole y atacando sus labios. Ya no existía una dulce caricia, no existían  movimientos de la sublime calidad que lo embelesó cuando eran más jóvenes. Tampoco se trataba ya del dolor que venía, usualmente, después de que todo fuera tan dulce: Brooklyn no podía decirse a sí mismo cuanto le hería sentir sus labios ser mordisqueados, de ver  y sentir al otro lacerarlo. No, ya no.

Sintió como el más alto lo arrojó al suelo, en un rápido mover de su mano. O Hitoshi tenía cada vez más fuerza, o, simplemente, él ya vivía en un agotamiento constante. Sus rodillas desnudas crearon un hueco sonido contra el piso frío que su habitación tenía,  y esperando un ínfimo signo de vida en él, entrecerró los ojos, mientras el mayor tiraba de su cabello para que comenzara a actuar. Y así, sin chistar, lo hizo: tras suspirar pesadamente, con sus delicados movimientos, abrió el pantalón del traje tan distinguido que su novio vestía. Sabía que debía hacerlo con cuidado, pues la tela del que había mandado hacer sus prendas, era tan fina, tan elegante, que podría perder toda su paga de una semana en sólo arreglarlo.

•Lucifer•Dove le storie prendono vita. Scoprilo ora