Capítulo: El aprendiz se torna maestro

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El aprendiz se torna maestro

—¡Arriba, Álastor! —vociferó Khastor por quinta vez, dirigiendo sus alaridos hacia el piso superior mientras terminaba de preparar el desayuno.

Las llamadas sonaron en su cabeza como un eco lejano que lo arrancó de los sueños y le trajo de vuelta a la vida rutinaria. Con las legañas pegadas a los ojos, se quitó de encima las acogedoras mantas que lo mantenían pegado al catre y, tras vestirse, bajó a desayunar. Su padre esperaba sentado en la mesa frente a un delicioso despliegue de cuencos humeantes de leche, quesos y una bandeja con bayas, moras, cerezas, manzanas e higos.

—¡Qué hambre tengo! Mi estómago es una fosa vacía —exclamó ansioso.

—Pues nada, hijo, ¡llena la fosa! —Rio Khastor—. Pronto tendrás que vaciarla con el duro trabajo que nos espera.

Tras devorar las deliciosas viandas y vaciar los cuencos de leche caliente, padre e hijo salieron del salón hacia el patio y entraron en el ala anexa donde tenían su taller. Aquella mañana Álastor tenía tantas ganas de trabajar como de limpiar pocilgas, pero aquel era el encargo más importante que habían acometido en años, dado el rango del cliente, así como el objeto de los trabajos: diseñar y fabricar la más alta seña de identidad de un noble como lord Pridias: su armadura.

Khastor comenzó encendiendo las forjas y a azuzarlas con el gran fuelle mientras Álastor llenaba de agua la pila para enfriar el acero. Prepararon todas las herramientas, se pusieron los mandiles cuero y se pusieron manos a la obra. La atmósfera en el pequeño taller no tardó en calentarse y sus poderosos músculos se perlaron de sudor.

Las tres primeras horas de la mañana trabajaron en la pieza final del encargo. Una espada muy bella de ancho filo a la que llevaban varios días dándole forma. Y siguieron con paciencia golpeando, calentando y enfriando una y otra vez, hasta conseguir la forma y el peso deseados.

—¡Démonos un descanso, hijo! —Resopló al fin Khastor—. La forma está terminada. Del templado y pulido nos encargaremos más tarde.

Álastor asintió. Hacía tiempo que deseaba oír esas palabras, pues el agradable calor inicial no había dejado de aumentar hasta convertir el taller en un sofocante infierno. Tenía sus negros cabellos empapados, y torrentes de sudor le chorreaban por las facciones y el torso. Salieron al patio para tomar el fresco y descansar. Tras pasar unos segundos sentados sobre unos taburetes sin intercambiar palabras, Khastor adoptó una actitud regia pero serena, mirando con sus negros y profundos ojos a su vástago.

—Hijo mío —comenzó—, pronto llegará el día en que cumplirás veinte años.

—Cierto, padre —corroboró con un timbre lleno de ansiedad.

—Has dedicado al aprendizaje del arte de la forja quince de tus años. Un arte que viene alimentando y dando prestigio a nuestra familia desde generaciones. Muchas horas de esfuerzo y sudor entre los hornos, moldeando tu cuerpo y mente con cada golpe de martillo en el yunque.

La mirada del herrero se enterneció. Sus ojos ya no observaban a su retoño ya hecho un hombre, sino que lo atravesaban, como si de un cuerpo invisible se tratara, para viajar a través del tiempo y el espacio. Lo recordó en sus primeros quehaceres siendo muy niño, cuando apenas tenía fuerzas para elevar sobre su cabeza el pequeño martillo de principiante. Evocó los centenares de cortes y quemaduras que con el paso de los años fueron forjando su voluntad, corazón y cuerpo. Un trabajo duro, de hombres recios, que tuvo que soportar sobre sus hombros sin que jamás saliese de su boca una sola queja ni apareciera en sus ojos hastío o desaliento. Sin protestas ni reproches, Álastor aprendió a moldear a fuego todo tipo de armas, y ahora tenía ante sí el producto de tantos años de trabajo. Álastor se había convertido en un hombre forjado en fuego a sí mismo. El herrero contempló los sudorosos y tonificados músculos de su hijo, tan sólidos y poderosos como los pesados mazos que ahora manejaba como si fuesen livianos aparejos. Cientos de recuerdos almacenados en su memoria pasaron raudos por su mente como estrellas fugaces, y cerrando los ojos, volvió a la realidad.

Álastor no quiso interrumpir el momentáneo lapso en que su padre pareció ausente. Sabía que había llegado un momento importante para ambos; ya se lo había anunciado la noche anterior. Pero su padre era un hombre parco en palabras y debía darle tiempo para que encontrara las adecuadas.

—Tal y como te anuncié anoche, creo, hijo mío, que ya estás preparado.

—¿Preparado...?

—Hace meses que vengo observándote, y estoy convencido.

En los ojos del joven afloraron las llamas reconocibles de una ilusión adolescente.

—Tú serás el maestro y yo seré tu alumno —anunció solemne—. Fabricarás el objeto más preciado de todo hombre, ya sea herrero, rey o caballero. Un objeto que llevará tu sello personal. No influiré en ningún aspecto de los detalles ni en su fabricación. Solo tú decidirás cómo será y cuál será su nombre. Será una prolongación de tu ser. Y cuando llegue el último de tus días, te acompañará en tu pila funeraria. Supondrá un alto honor para mí, como padre y maestro... ayudarte en la fabricación de tu propia espada.

Como impulsado por un resorte, Álastor se alzó para abrazar a su orgulloso padre. Llevaba años leyendo relatos sobre reyes y caballeros que se ganaron la gloria del eterno recuerdo en el campo de batalla dando mandobles con sus aceros. Cientos de canciones recordaban con alegría los nombres de las gloriosas espadas que antaño aniquilaron a los enemigos de los hombres. Y, en todas aquellas ocasiones, se veía a sí mismo cual adalid, liberando damas en apuros o derrotando monstruos y bestias con su propia espada. Incluso tenía un nombre ya pensado para su fiel compañera de batalla, nombre que, fiel a la tradición de los maestros de armas, no pronunciaría en voz alta hasta que brillase en su mano, terminada.

—¡Gracias, padre! No sabes cuánto tiempo...

—Lo sé, hijo mío. Lo sé —lo atajó entre risas—. Llevo mucho tiempo observándote y tu labor es digna del mejor de los maestros. Estás preparado. Y mañana mismo comenzaremos los trabajos. ¿Tienes alguna idea de cómo va a ser?

—Hasta el último detalle, padre.

Khastor sonrió satisfecho y orgulloso de nuevo por su hijo. Un pequeño gesto en el rictus de su padre alertó al joven herrero. Su sonrisa ocultaba algo, pero no tuvo tiempo de interpretar qué podría ser, pues en aquel instante Khastor se alzó y le indicó que esperara. Tras desaparecer en la casa unos minutos, volvió con un bulto cubierto con viejos paños en las manos. Se sentó junto él, y lo miró con severidad a los ojos.

—¿Sabes qué es esto?

—N... no —balbuceó cada vez más confuso, sin apartar la mirada de aquellos paños.

—¿Sabes cómo me llaman en la ciudad? —le preguntó con sonrisa triste. Una sombra cubrió el rostro de su joven retoño—. ¿Lo sabes? —insistió ante el silencio de su hijo.

—Sí.

—¿Y bien?

—¿Y bien... qué?

—¡Dímelo! —insistió—. ¿Cómo me llaman en la...?

—¡Khastor el chalado! —aulló como un animal herido. La conversación estaba derivando hacia un camino que no le resultaba nada cómodo. En incontables ocasiones había llegado a casa magullado por defender el honor de su padre, cada vez que alguien de la ciudad se refería a él en aquellos despectivos términos.

Khastor sabía que su hijo se metía en muchas reyertas, pero al intuir que su apelativo sería la más que segura causa de tantos cortes, hematomas y arañazos, nunca fue capaz de castigarlo, así que siempre dejó hacer a su hijo, considerándolo como parte de su formación como hombre.

El chalado —repitió arqueando las cejas como si fuera la primera vez que escuchaba aquel sobrenombre—. Pues bien, hijo mío, que no te importe más lo que nadie diga, pues lo que aquí oculto bajo estos paños es la razón por la que estarás orgulloso de tu espada. La causa por la que cientos de veces has tenido que batirte con los incrédulos. El motivo por el que me llaman Khastor el chalado.

Soy Yunque: Las dos lunasWhere stories live. Discover now