Monstruos en el olvido

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Como muchas otras noches, Nina se acostó pasada la medianoche, hastiada de los libros de derecho.

Hacía meses de los sucesos de Ruhenheim y, aunque físicamente se había recuperado, en su mente las heridas seguían muy abiertas, y sangrando aún. El doctor Reichwein había insistido mucho porque se quedara con él hasta que recuperara los ánimos. Ella, incapaz de rebelarse, había acabado aceptando.

Nada más tumbarse en la cama, arropada bajo las mantas, cayó dormida.

Siempre había tenido sueños extraños, más de lo que se suponía. A un paso de convertirse en pesadillas, siempre, sin llegar a serlo nunca. O quizás lo eran, pero en su distorsionada psique dejaron de parecerlo mucho tiempo atrás.

En sus escenarios siempre había aquel lado oscuro pero bello, casi gótico, romántico. Parecían sacados de una novela de Bram Stoker: playas, bosques, castillos, mansiones. Siempre escenarios dignos un cuento de hadas oscuros, trágicos. Solo estorbados por la siempre sensación de amenaza que su cerebro no se cansaba de recordarle en aquel onírico mundo.

Aquello era diferente.

La Mansión de las Rosas Rojas. Frente a ella, el escenario de sus peores temores se reproducía al más mínimo detalle, aún con algunas diferencias. El edificio, que en sus visitas se le había antojado majestuoso, incluso bello, aparecía completamente desolado. Todo el encanto de su arquitectura parecía borrado por un tiempo que no había transcurrido nunca. Las viejas paredes de piedra le gritaban que se alejara, y ella, se sentía menuda e indefensa.

Su mano, trémula, abrió la verja del jardín. Los rosales que una vez dieron nombre a tan fastuoso lugar, parecían marchitos, y las rosas, una vez rojas, ennegrecidas. Sin pararse a observar los detritos del decadente jardín, se dirigió hacia la puerta principal, a su derecha. Sabía perfectamente hacia dónde debía encaminar sus pasos. Subió los escalones que accedían al interior y con decisión abrió la puerta envejecida de la mansión. El vestíbulo carecía totalmente de muebles, solo la hiedra decoraba sus paredes desnudas. Los altos ventanales permanecían en relativo buen estado, aunque las vidrieras estaban mayoritariamente hechas añicos, esparcidos los vidrios por ambos lados de la pared. De nuevo torció hacia la derecha, hacia las escaleras que ascendían hasta la planta superior. El corredor cruzaba la primera planta horizontalmente, paralelo a la fachada. El aspecto de aquel piso era cuanto menos, tan desolador como el resto. Las paredes habían perdido por completo los paneles de madera que en otro tiempo las recubrían. El suelo también había perdido el alfombraje, quedando la piedra inferior desnuda ante las inclemencias del ficticio tiempo. El techo estaba cubierto de grietas, que muchas veces se expandían por gran parte de las paredes. Los ventanales tenían el mismo aspecto que en la planta inferior. La falta completa de mobiliario incrementaba la sensación de soledad y desolación de aquel tétrico escenario. El aire, silbante, se colaba por las ventanas sin piedad. Mientras recorría el pasillo una sensación de frío insoportable se apoderó de ella. Inútilmente intentaba darse calor abrazándose a sí misma.

Llegado a la mitad del corredor, encontró lo que buscaba. A su izquierda, en la parte delantera de la construcción estaba aquel salón. El lugar de la tragedia.

La puerta permanecía entrecerrada.

Quedó inmóvil. Hasta llegar allí no se había preguntado que le deparaba de nuevo entre aquellas cuatro paredes. Lentamente, como si el frío hubiera congelado su organismo y le impidiera moverse a velocidad normal, se acercó, hasta que solo con un gesto de su mano la estancia quedaría al descubierto. Sus dedos acariciaron el material antes de atreverse a mostrar que había detrás. La puerta se abrió emitiendo un leve chirrido, que, sin embargo, sonó estruendoso en aquel silencio.

La habitación carecía prácticamente de iluminación. Desde los ventanales, a un lado, se filtraba algo de claridad de una luna aparecida de la nada. A pesar de ello, solo la mitad de la sala era medianamente visible; el resto permanecía en la más absoluta oscuridad.

En el límite entre luz y oscuridad, su figura emergía como de la nada.

Bañado por aquella luz, parecía más deshumanizado que nunca, como una estatua de mármol. De pie, con ambas manos a la espalda, de cara a ella. Su rostro era completamente carente de emoción y sus ojos perdidos en algún punto. Mirándola sin verla. Su gesto era el mismo que en Ruhenheim, mientras escuchaba sus palabras de perdón.

Sin saber muy bien por qué no se extrañó de encontrarlo allí. Siempre había estado allí, aunque fuera solo en sus memorias y pesadillas. Y aquello no cambiaba las cosas. Demasiado tarde para corregir unos recuerdos que no eran suyos, sino de su otra mitad, su otro yo.

-¿Johan? -preguntó acercándose cuidadosamente unos pasos.

El joven no se inmutó. Ella se acercó más, con lentitud siempre, observando algún posible cambio en él. Solo entonces percibió las lágrimas que caían de sus ojos, en un llanto silencioso, resbalando por sus mejillas. Sus ojos se movieron, y su cabeza se inclinó inesperadamente hacia la izquierda, como si hubiera advertido algo en aquella densa oscuridad. Quedó paralizada e inusitadamente aterrorizada, esperando el inminente desenlace. Pero nada ocurrió.

-Johan -su voz temblaba ligeramente- ¡Johan!

Para él, ella no estaba allí. Sus ojos seguían clavados en la oscuridad, y una leve expresión de horror se dibujaba en aquel bello rostro. Las lágrimas, caían sin cesar, pero cuando llegaban a su mandíbula, parecían desvanecerse en el olvido.

El nerviosismo de la joven iba en aumento. Esperando un terror que no llegaba. Alternando su mirada entre el rostro de Johan y aquel punto en el que sus ojos se habían clavado.

El frío era cada vez más intenso.

Incapaz de soportarlo ni un instante más, se acercó a zancadas hasta él, cogiéndolo de ambos brazos, obligándolo a verla. Entonces su rostro se volteó hasta enfrentarse al de la chica. Notó aquellos ojos, tan semejantes a los de ella, clavándose en lo más profundo de su alma. La sensación era casi insoportable. Las emociones la abrumaron: el miedo, el dolor, la agonía... Aquel fuego derretía la telaraña de su propia cordura, dejando nada más que un océano del más absoluto de los vacíos. Era lo más parecido a morir que había sentido jamás. Sin embargo, lo peor estaba por venir. La oscuridad se colaba por cada rendija inundándolo todo, despiadada, avanzando por todo lo que formaba a su ser, su identidad, que se hundía en aquel abismo.

Un gemido afónico salió de sus labios. Entonces se sintió desfallecer, cayó en el pozo del mismo Inframundo a través de los orbes de hielo de su otra mitad. Mientras, unos firmes brazós le evitaron la caída, casi piadosos.

Se despertó de repente, asfixiada, incorporándose en la cama. Su cuerpo temblaba de arriba a abajo. Necesitó varios minutos para procesar todo lo que había experimentado, hasta sentir como el pánico se apoderaba de ella al recordar lo que la había hecho desfallecer. Aquello, era Johan. No el monstruo para los demás. Sino para sí mismo. Aquel era su mundo, en el que estaba irremediablemente perdido, desde hacía demasiado.

Todo en él había sucumbido a aquel primitivo, brutal, horror. Lo único que su hermano había conocido en aquella joven existencia.

Por suerte, la experiencia había sido un sueño.

Pero aquello, también existía en su interior, ¿cómo, de otra manera, habría podido probar unas gotas de tan amargo veneno?

In all conscienceWhere stories live. Discover now