Prólogo

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- ¡Mami, mami! Mira esta - la niña llamó alegremente la atención de la madre, mientras indicaba una pequeña y delgada muñeca rubia cubierta por un vestido dorado que resaltaba los ojos profundamente azules - ¿no es hermosa?

- Si, mí niña, es hermosa. ¿La quieres? - le preguntó la madre. La niña asintió euforicamente, dando saltitos y aplaudiendo por la felicidad.

La ciudad estaba congelada. El invierno había caído come balde de agua. Los copos de nieve se pegaban al cemento de la calle y formaba montones sobre los techos de las casas de las cuales salía humo, calentando la brisa. Los vidrios de los autos estaban empañados, así como los ventanales de los negocios que resplandecían por dentro y por fuera gracias a las pequeñas lucecitas coloreadas. La relajante y alegre melodía llenaba los espacios de la ciudad de beatitud.

Las calles estaban llenas de sonrisas y amor. Los regalos paseaban en las bolsas sostenidas por las personas, directas a recibir el calor y la emoción de sus familiares para pasar otro año juntos las felices fiestas.

Navidad.

- Haz elegido bien, pequeña. Es muy especial esta bebé - sonreí - son 15.000 en total, señora - coloqué cuidadosamente mí querida Ani en una caja. Le acomodé dulcemente el cabello dorado sobre la fina frente, y hubiera podido jurar haber escuchado su ronroneo. Le acaricié dulcemente la dura mejilla por última vez y la cubrí con la tapa de cartón.

- Aquí tiene, señor - la señora me entregó el dinero y con una linda sonrisa me despedí de ella y de la niña. Suspiré. Se había agotado el tiempo.

Me giré a mirar el reloj, este apuntaba a las 7:59 de la tarde. El sol ya se había escondido y la temerosa noche había hecho presencia. Me dirigí lentamente hacia el ventanal. Las estrellas brillaban, iluminando suavemente el mantel negro. La nieve había cesado de caer y las últimas personas en las calles se encerraban en sus propias casas.

Suspiré.

Me cubrí con mí bufanda de lana y salí afuera, chocando con el frío nocturno. Tomé las grandes puertas de hierro y las corrí, cubriendo los escaparates. Cerré con llave la entrada una vez estuve adentro. Apagué las luces navideñas y me dirigí hacia mí pequeño y mal gastado sofá. Tomé un libro de los estantes que estaban cerca y apenas estuve sentado comencé a leer.

Después de un buen rato, giré la última página y levanté la mirada hacia el reloj. 11:58.

Había llegado el momento.
Me levanté perezosamente. Estiré mis músculos tensos y me dirigí hacia el pequeño laboratorio.

Ahí estaba él. De pié sobre a la máquina. Los ojos negros como el mismo universo y la piel pálida como la leche. Razgos finos, dibujados delicada y precisamente. Vestía un pequeño pantalón negro rasgado y una blusa roja sangre. El cabello lo tenía algo desordenado.

Lo alcancé y lo acaricié, acomodando esos gruesos mechones negros. Sonreí. Era de verdad hermoso. Mí creación más preciada.

El reloj dió su último "tic", avisando que había llegado el momento.

Me acerqué lentamente a su oreja y cerré los ojos, gozando del momento.

- Feliz Navidad, cariño - susurré. Los párpados bajaron. Un sube y baja se hizo presente en su pecho.

Ya todo estaba hecho.

Los días siguientes...

- La ciudad ha sido encontrada bajo las ruinas. Las casas y edificios en pedazos. El pueblo ha muerto, ni un solo sobreviviente. Solo un pequeño y acogedor negocio de muñecos quedó intacto, pero sin rastros de vida. Y así las preguntas cobran vida. ¿Habrá sido un atentado? ¿Que escondía el pequeño pueblo para ser condenado a este desastre en un día tan feliz como la Navidad? ¿Quién habrá sido el organizador de todo est-

El silencio quedó en el laboratorio. Los suaves murmullos de personas fuera del lugar y los lejanos ruidos de las sirenas pertenecientes a las ambulancias y patrullas incomodaban el silencio que la pequeña y ligera estatua de plástico había inundado en el pueblo. Eso le fastidiaba, en demasía.

Tenía que hacer algo, de inmediato. El silencio era su poder. El quería tener poder.

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