II - El Papa

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Deambulo por el despacho sin conseguir retomar el sueño. Observo detenidamente las paredes que me rodean; colores claros, puros. Contrastan con las butacas de cuero marrón y la gran mesa de madera de roble. En una de las esquinas se encuentra ubicado un gran globo terráqueo y, a su lado, un piano de grandes dimensiones. Las imágenes de los anteriores pontífices parecen vigilarme, con sus grandes ojos acechándome, buscando el más mínimo error. Me dirijo con lentitud hacia la mesa, donde reposa una carpeta negra. Dentro está mi discurso. Un discurso impronunciable. Decenas de letras esperando ser vocalizadas, enfocadas hacía un centenar... Digo, un millón de personas. O más. No sé. No sé cuántas personas pueden caber en esta plaza. Salgo al balcón. Desde aquí parece muy pequeña, como si de una reconstrucción se tratara. Cierro los ojos e inspiro. Huele al Vaticano, a encerrado. A la pequeña y hostil ciudad-estado del Vaticano.

Y ahí está. Al abrir los ojos, una hermosa mujer de pelo dorado se posa arrodillada ante mi, en el mismo centro de la Plaza de San Pedro. Si no fuera por mi poca fe, juraría haber visto la mismísima Virgen María. He sentido como por una milésima de segundo ha levantado la cabeza y ha posado su mirada sobre el balcón, en busca de mis ojos, de mi aprobación; pero la oscuridad de la noche ha cubierto mi rostro con un fino velo y, en seguida, su mirada ha cambiado el rumbo hacia la triste escena de un vagabundo siendo expulsado por la Guardia Suiza. En ese momento he podido percatarme de su tristeza, de sus ojos brillosos... 

- Su Santidad, ¿se encuentra bien? He visto las luces encendidas y venía a recordarle que... -escucho una voz detrás de mí.

- No. Mañana no tendré ninguna audiencia, tampoco habrá rueda de prensa. ¿La homilía? Tendrá que esperar. De todas formas, gracias por recordármelo Hermana Arabela, puede retirarse -digo sin girarme. Reconocería su voz a kilómetros de distancia, la Hermana Arabela ha estado ahí siempre, incluso cuando decidí convertirme en sacerdote. En esos momentos en que todo el mundo me dio la espalda, ella me abrió los brazos. Me crió y me instruyó para convertirme en lo que soy hoy sin esperar nada a cambio. 

- Que Dios le bendiga, Su Santidad.

Escucho como sus zapatos se alejan y, al irse, cierra la pesada puerta. De nuevo concentro mi mirada en esa hermosa mujer. Veo como se levanta indecisa, sin saber dónde ir. Deseo conocer su nombre, saborear cada una de sus letras y que, al llamarla, suba a mi despacho; para que solo ella rompa este silencio que me inquieta. Pero a la vez, sé que eso no sucederá. En el mejor de los casos ella lloraría de felicidad al ver a Pío XIII, olvidando así a Donato Sorrentino, el hombre detrás de este enorme manto, debajo de todas estas joyas. La Guardia Suiza desconfiaría de mí y los cardenales pondrían en duda mi castidad. Y no, no es el momento indicado para crear más incertidumbre. De repente, una voz distrae mis pensamientos.

- Padre, si está allí, deme una señal. Reconozco la duda ante los ojos del que mira. ¡Nadie cree aquello que no ve! Nunca he pecado de avariciosa, pero creo merecer una señal. ¡Una única señal!

Las gotas empiezan a caer una a una. El cielo está llorando. Y, sus finos cabellos se pegan a su cuerpo, a su camisa, a la misma vez que se transparentan sus senos.

- Nuestro Señor llora de impotencia, porqué sus hijos no confían en Él, mientras que Él nos ha confiado su vida -chillo desde mi balcón respondiendo su petición- ¡Aquí tienes tu señal!

- ¿Santo Padre? -veo como corre hasta posicionarse justo debajo de mi- ¡Santo Padre! Usted tiene el rostro de Dios, permítame ver su cara y jamás volveré a dudar de su existencia.

Mientras ella observa perpleja intentando reconocer alguna de mis facciones, yo entro al despacho y cojo de encima de mi escritorio una pequeña vela. La enciendo con mucho cuidado y, tapando la llama con a palma de mi mano para evitar que se apague, salgo de nuevo al balcón. 

- ¿Ves esto? -digo mientras levanto la vela. Esto es lo único que nos separa. Si yo la acerco, podrás ver mi rostro. ¿Quieres que lo haga? Espera, antes que respondas; el Señor tiene la última palabra y, solo lo haré si esa es realmente su voluntad.

Desde aquí puedo ver su cara de estupefacción. Me divierte desconcertarla. Trata de averiguar el porqué de mis palabras, el siguiente movimiento. Trata de entender cuál es la trampa. Porqué sí, es una chica lista. Y, a pesar de su desesperación, sabe que esto simplemente es un juego de ingenio, un juego que desde que ha empezado, ya tiene ganador. Me acerco al borde del balcón y, aún cubriendo la vela, me dirijo a ella.

- Mírame -ordeno a la vez que destapo la vela a solo unos centímetros de mi cara. En ese mismo instante, una gota apaga la insignificante llama. Veo oscurecer su semblante. A pesar de saber que no iba a lograr su propósito, tenía una mínima esperanza. La misma que ahora se desvanecía al unísono con el humo de la vela.  Y decepción. Ese era el sentimiento que seguía la cadena: desesperación, esperanza, decepción. Realmente no era aquello que quería provocar, pero sí el resultado. Dispuesto a dormitar de nuevo, pronuncio mis últimas palabras:

- Vuelve a casa. Y no pierdas la fe; es lo único que nos queda .

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⏰ Last updated: Aug 25, 2019 ⏰

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