22 de septiembre del 2018

Bajo el cielo nublado de Berlín, la ciudad empezaba a despertar. En medio del flujo continuo y silencioso del tráfico, el autobús de las 7.40 que pasaba por el instituto Friedrich Engels, iba medio vacío, como cada otra mañana de día laboral. En la parte frontal del vehículo, dos mujeres marroquíes de mediana edad conversaban animadamente; más atrás, un hombre vestido de traje tecleaba en su portátil inmerso en su trabajo incluso antes de llegar a su oficina; al otro lado del pasillo, una mujer rubia mira por la ventana, con la espalda recta y el bolso firmemente agarrado entre las dos manos. Por último, un par de filas más atrás, Arabella Schreiber ocupaba su asiento habitual junto a su mochila, vestida con uniforme y leyendo con el ceño involuntariamente fruncido, intentando no marearse.

Como cada mañana, para cuando las mujeres de delante bajaron en su parada, Arabella ya había desistido de leer, y observaba la ciudad pasar junto a ella con los auriculares puestos, añadiéndole una banda sonora a su gusto. Para aquella mañana en concreto sonaba Human, de The Killers. Observó su reflejo en el cristal de la ventana, desaprobando como cada mañana su negro y ondulado cabello. Encendió el teléfono móvil y revisó los mensajes que tenía por abrir, ignorando el chat de su padre, en el que se acumulaban cinco mensajes desde hacía tres días. Desde la ventana de notificaciones, leyó los últimos dos de nuevo.

Hija, contesta mis llamadas.

Dile a tu madre que este viernes llegaré tarde, y trae lo que le pedí.

Ella sabía que su madre no quería que su padre sacara nada más de su casa, y que últimamente estaban peleando por objetos que él había dejado atrás al irse y, ahora, 2 meses después, quería llevarse. Obviamente, él tenía la entrada al apartamento restringida y había optado por pedir a sus hijas que sacaran aquello que él "necesitaba" sin decírselo a su madre. Se preguntó qué tenía planeado su padre para aquel fin de semana. Probablemente largas excursiones de su interés con actividades domésticas como ir al súper o limpiar intercaladas. Solo de pensar en ello y en que tendría que rascar con uñas y dientes tiempo suficiente para cumplir con sus obligaciones escolares, sintió una punzada de ansiedad. Su padre tendía organizarse priorizando sus necesidades y preferencias, arrastrando a Arabella y su hermana menor Gin, en su vida y rutina. Sin saber muy bien porqué, le vino a la mente la imagen de su madre, con las mejillas empapadas en la cocina, apenas la noche anterior. No pudo evitar comparar la tranquilidad y optimismo de su padre con la desolación de su madre. Supuso que en una ruptura siempre había el roto y el rompedor. Recordó el sentimiento de culpabilidad que ella misma sintió al abrazarla, preguntándose una vez más si acaso era una insensible por sentir paz. Arabella no tenía el corazón partido en tres millones de partes como su madre, ni tampoco había sido la causa directa de la separación, pero había visto caer fragmentos de ella misma y su "familia" en sus manos a lo largo de su vida. No le apenaba que hubiera terminada, es más: era un alivio.

Quizá era un sentimiento egoísta, o quizá estaba justificado por las lágrimas que había llorado a lo largo de los años. O quizá en verdad no estaba tan tranquila con la nueva situación de la separación, y tan solo llevaba puesto la fachada anti-emotiva que había heredado de su padre.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por un zarandeo del autobús que le hico darse cuenta que debía apretar el botón de stop. Bajó con la mochila al hombro, y el aire fresco de Berlín le sacudió cualquier sentimiento y pensamiento que tuviera que ver con su casa y familia, mientras se encaminaba hacia la verja abierta del instituto. Al cruzar el umbral dejó de ser la hija mayor de la familia Schreiber para ser simplemente Arabella Schreiber, una estudiante particularmente prometedora y callada que no destacaba particularmente en el ámbito social. A cada paso que daba, su familia se volvía pequeña y transparente hasta el punto de convertirse en una pequeña mota de polvo invisible en un rincón de su mente. A la vez, esta de fue llenando de horarios y clases, caras juveniles, profesores, tareas... y su pecho se llenó de tranquilidad, como un mar embravecido se calma al disiparse las nubes y el viento, dejando nada más que el agua siguiendo su curso, incansable y movida casi por inercia, desapasionada.

Caminaba sola a través de la multitud que la rodeaba, subió al segundo piso, donde se encontraba su clase, para antes detenerse en la taquilla a dejar la libreta de lengua que le pesaba en la mochila. No la iba a necesitar hasta después del descanso. Entró en el aula 28 y se encontró con las luces todavía apagadas y una sola persona sentada en su sitio, junto a la pared. Arabella encendió las luces para llamar la atención de Meredith Braun y se acercó a ella con una pequeña media sonrisa.

- Hola -la saludó su amiga quitándose los auriculares- ¿había deberes de mates? -preguntó tan pronto Arabella se sentó junto a ella, a pesar de que ese no era su lugar.

- El 27 y el 28. Te los dejo en lengua -respondió Arabella.

- Gracias -Meredith esbozó una sonrisa inocente que Arabella correspondió con una mirada muy propia de una madre que reprende a su hija pequeña. Meredith no era tonta, ni mala para los estudios. En primero llevaba siempre los deberes hechos y sacaba notables y algún excelente pero, con el paso de los años, había descuidado sus hábitos de estudio de manera que estudiaba siempre a último momento y, en temporada de exámenes, oscilaba constantemente entre que le importara una mierda suspender y querer suicidarse minutos antes del examen porque había medio tema que no se había ni mirado. Con todo, era una amiga fiel y sincera en la que Arabella confiaba plenamente y tenía en alta estima.

Se conocieron al inicio de la secundaria, dos chicas calladas y reservadas a primera vista que coincidieron en una asignatura particularmente aburrida con un compañero particularmente molesto, que las hizo unirse para resistir los constantes robos de material que tenían lugar en esas horas. Ese compañero, Alan Schönberg, ahora amigo suyo, entró en esos momentos en la clase, mientras Arabella le soltó un "Después no vayas a quejarte de tu 3" a una Meredith indignada, y se dirigió hacia ellas.

- Vaya -dijo alargando la primera "a", una vez estuvo frente a ellas- Te veo bien instalada Ella.

- Lo estoy

- Es mi sitio, ¿sabes?

-Sí, lo sé.

- Vale... Entonces -Alan hizo un gesto impaciente con la cabeza y se apartó como si Arabella fuera a pasar. Más alumnos iban llegando poco a poco a la clase- ¿te importaría...? -Arabella cruzó las piernas todavía sentada y le dedicó a su amigo una sonrisa torcida.

- Vaya, Alan. No sabía que tenías tantas ganas de estar con Mer. –la sorna en su voz tenía a ambos acostumbrados- Lamento tener que informarte que como amiga suya voy antes de ti.

- Arabella. Que no. Estamos. Enamorados -Al pronunciar la última palabra, Meredith le propinó a su amiga un golpe en la cabeza con el estuche que había aparecido por arte de magia en sus manos. Ella rio entre dientes y se levantó con su mochila en el hombro, apartándose un mechón de cabello de la frente y una media sonrisa amistosa en los labios.

- Ya, lo que tu digas -Al pasar a su lado, Alan le alborotó el cabello de la nuca, ganándose que ella le empujara la mejilla. Su compañera de mesa todavía no había llegado, así que se sentó sola, con la libreta lista sobre la mesa. Miró hacia atrás, hacia sus amigos que ya se estaban peleando por un bolígrafo. Se fijó en el cabello castaño claro del chico, y en su mandíbula definida. Los músculos de sus hombros se marcaron debajo del polo del uniforme al intentar arrebatarle el bolígrafo a Meredith. Era guapo, sí. Era simpático, agradable y gracioso, sí. ¿Le había gustado? Sí.

Pero ahora lo miraba, y lo veía sonreír junto a su amiga y un sentimiento de culpa le llenaba el pecho, pues Meredith sabía que Alan le había gustado no hace mucho tiempo y Arabella sentía que eso se interponía entre ambos.

Una vez más, en otras circunstancias y a otra escala, su amor por alguien se interponía en la relación de alguien más. Suspiró, y les sonrió con nostalgia sin que ellos la vieran, intentando recordar la última vez que había visto a sus padres sonreír, juntos... enamorados. La sonrisa se le borró del rostro al darse cuenta de que no lo recordaba. Se giró hacia la pizarra, con gesto resuelto y serio, como si sus pensamientos no hubieran volado nunca más allá de la tarea y su clase a punto de empezar. La profesora entró y los alumnos tomaron asiento.

Un día más, gris y a color a momentos. Ordinario, con un toque de personalidades que hacían que valiera la pena vivirlo. Una jornada lectiva más dio comienzo, con treinta alumnos uniformados sentados en filas y por parejas. Arabella Schreiber era simplemente una más.


SCHREIBER Y WEBER (Memorias de un no-prodigio)Where stories live. Discover now