Capítulo 17 - Violetas

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—No, muchacho. Aunque subas a lo más alto del cañón no vas a encontrar flores de ningún tipo. No sé de dónde sacas una idea tan ridícula, ¡y más en esta época del año!

—A lo mejor crecen algunas en la parte Oeste —insistió él, usando la mano como visera para cubrirse del sol mientras examinaba las cimas blancas de la cordillera gerudo.

—Esta región es árida como el mismo infierno —gruñó el anciano —no encontrarás flores ni siquiera en primavera.

—El otro día topamos con un comerciante que llevaba lilas en su carro —dijo él, recordando la corona de flores que le habían puesto las gerudo.

—Las traería de otro lugar... vete a saber.

Link suspiró y depositó un par de rupias en la mano del viejo. Siempre era correcto agradecer la información de alguna manera. Además, en cuanto llegó a la posta del cañón le habían ofrecido agua para él y para Sombra sin hacer preguntas ni pedir nada a cambio.

—Si quieres regalar flores a una de esas mujeres, no conseguirás nada. Sé la historia de un muchacho que vino con un ramo enorme, un ramo de flores de la llanura para una de las guardianas de la puerta de la Ciudadela. Acabó con un ojo morado. Así que... haz caso de este viejo —el anciano tosió para aclararse la garganta —no les lleves flores. Eso sí, tengo unas dagas preciosas en el almacén. Tienen la empuñadura con fragmentos de ámbar, las armas y las piedras preciosas vuelven locas a las gerudo.

—No intento seducir a una gerudo, las flores no son para eso —dijo él —¿Cuánto cree usted que se tarda en hacer cima si escalo la cara interior del cañón?

—Que me lleve el Cataclismo, ¿no irás a escalarlo? No tengo la más remota idea de cuánto se tarda, pero te anticipo que es una insensatez.

—Gracias por todo. Verá... voy a dejar a Sombra en la posta. Dejaré diez rupias en señal, volveré a por él al atardecer. Que no le falte comida ni agua, no importa lo que me cueste.

Link se despidió del pobre Sombra. Había pataleado y relinchado de gusto cuando lo vio aparecer esa misma mañana, tal vez pensó que ya se marchaban del desierto. El desierto no gustaba a los caballos. Hacía calor, había polvo en el ambiente y no había hierba que mordisquear, salvo algún hierbajo seco y sin sabor. Sólo había ido a buscarlo para ganar tiempo. Zelda se había marchado con Prunia a la Ciudadela, pasaría el día allí, y después tendría que ir a buscarla al atardecer, como le había prometido. "Quiero ver a vah Naboris, pero no puedo ir sola. ¿Querrías acompañarme?" Irían solos, sin los sheikah, sin las gerudo. Esas eran las condiciones.

Tenía que darse mucha prisa si quería estar junto a ella a la hora del crepúsculo. Se encaramó a un viejo andamio de madera que ascendía por una de las paredes verticales del cañón, pero una vez llegó al final de la construcción, tendría que ascender a pulso. Estaba un poco desentrenado, no hacía algo así desde que derrotaron a Ganon, pero escalar se le daba bien. Como pudo fue aferrándose a la roca desnuda, buscando diminutas hendiduras entre las que colar los dedos y la punta de los pies. Se había quitado los guantes y las botas, y aunque hacía más frío conforme más ascendía, sentía la espalda empapada en sudor bajo la túnica. Fue una subida larga y a pulso, y cuando tocó cima, estaba casi sin aliento.

—Diosas, aquí no hay nada...

Dio una vuelta por la cumbre. La nieve cubría la roca en gran parte, aunque no era tan abundante como las nevadas del Dominio Zora o la nieve que se había acumulado en el cráter de la Montaña de la Muerte. Miró al horizonte y vio las dunas del desierto perdiéndose en la infinidad. ¿Qué habría más allá? Siempre se lo había preguntado.

Historia de un caballeroWhere stories live. Discover now