La casa de huesos - Ridav25

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Zigor había estado en guerra desde siempre

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Zigor había estado en guerra desde siempre. Aunque tal vez, era la hambruna la razón por la que los padres de Häidar y Grëisel los habían abandonado en medio del bosque en la luna de Zidane, a su suerte y sin provisión alguna. Las únicas reminiscencias de su hogar que llevaban consigo eran una vieja cuchilla y la panza vacía.

Y fue por mala suerte o destino que tras varios días en la intemperie la encontraron. Una casita en medio de un claro, negra y recubierta de piedras preciosas. Llegaron a ella siguiendo un rastro de diminutos cristales que resplandecían y que salían de la estructura en todas direcciones hasta internarse en el bosque. En la noche, estas brillaban como si fuesen pequeñas constelaciones en el mundo terrenal. ¿O era un espejismo, quizás? A esas alturas, la fatiga y el frío ya no les permitían distinguir lo real de lo imaginario.

Así que no le hicieron ascuas a la mujer que salió de tan peculiar edificio cuando los invitó a pasar la velada dentro. Tampoco le preguntaron quién era, ni por qué vivía allí; solo les importó devorar el banquete que con tanta amabilidad ella les preparó. Cenaron como reyes, durmieron como príncipes y soñaron bajo el firmamento con promesas de días espléndidos.

La científica, como se hacía llamar su anfitriona, era una mujer excéntrica; tenía los rasgos tan diferentes y contrastantes que resultaba imposible adivinar de qué especie era.

—Vengo de muchas partes y de ninguna. Todo el universo está en mí —fue lo que dijo cuando Häidar le preguntó por su procedencia.

Y así solían ser sus conversaciones. Lanzaba disparates a diestra y siniestra que eran para los recién llegados más fáciles de ignorar que de comprender.

Pasaba muchas horas al día dentro de su laboratorio, al cual los niños tenían prohibido entrar. De hecho, la mayor parte del tiempo parecía como si se hubiese olvidado de ellos, pues solo mostraba interés en sus huéspedes al momento de servirles una comida nutritiva y baja en calorías.

—¡Nada de dulces! Ustedes tienen que estar muy saludables —fue la única respuesta que dio cuando los hermanos le pidieron alimentos más agradables al paladar.

«¿Para qué?», se preguntó Häidar.

Y ambos se quejaron, pero al final lo dejaron pasar. Comida insípida y un techo era más de lo que podían pedir.

El interior de la casa era una auténtica calamidad. Las decoraciones eran tan extrañas como llamativas. En pasillos y habitaciones, objetos blancos y duros de diversos tamaños y de formas únicas se encargaban de darle un toque elegante a la vivienda.

Además, todo estaba muy limpio a pesar de que jamás habían visto a la científica limpiar ni una sola vez desde que llegaron. Los adornos pálidos contrastaban con las paredes de madera negra. El resultado era impoluto, inmaculado.

Incluso, encontraron figuritas esculpidas en el mismo material, con la forma de animales de todas partes de la galaxia. Horas y horas de juegos interminables disfrutaron allí los dos hermanos. A medida que pasaban las semanas, más observadores se volvían... Y más extraño les parecía todo lo que les rodeaba.

—Creo que está loca —le había dicho Grëisel a su hermano un día mientras jugaban, como de costumbre, con los adornos; hábito que ya más que divertido, era monótono.

Su hermano solo calló. Ninguno sabía si «loca» era la palabra adecuada, pero lo cierto era que la científica parecía vivir en una realidad distinta a la de los dos infantes... Y más torcida. Una sensación desagradable en las entrañas se los decía.

Justo en ese momento, uno de los adornos cayó de sus manos y se rompió en muchas astillas que quedaron esparcidas por la alfombra. Los hermanos se miraron con miedo.

Eran huesos.

* * *

Un día cualquiera, su anfitriona salió a recolectar plantas para sus experimentos. Con la sensación de gallardía que les daba el campar a sus anchas por la casa, la espina de la tentación se implantó en sus cerebros; y guiados por su curiosidad innata, entraron en la zona prohibida.

No entendieron la mitad de lo que había allí. La otra mitad los impresionó, y no de una buena forma.

ADN, evolución, características genéticas, mutaciones... Un sinfín de galimatías y palabras distantes para la mente de ambos niños estaban repartidas aquí y allá; estudios y hojas rayadas colgaban de las paredes y tapizaban el suelo. No había máquinas, ni experimentos; solo ideas y teorías cada cual más siniestra que la anterior. Era un completo caos.

La información genética está en todas las células. Niños vienen y niños llegan. Son fáciles de atraer; a todos los niños les gustan las estrellas. Si como su carne, sus características pasarán a ser mías; si bebo su sangre tendré sus largos años de vida. Es la clave de la evolución.

Esto fue lo que leyeron horrorizados; habían caído en la trampa como moscas.

La científica (que sí estaba loca de remate) los descubrió; pero como Häidar y Grëisel podían ser jóvenes, mas no ingenuos, fingieron no saber nada.

Aprovechando otro descuido, Häidar incitó a su hermana a hacer algo. Con piedras, molieron cristales y huesos por igual; y con harina hicieron un mazacote que la verdad no se veía mal.

—Como disculpas a esa bruja se lo vamos a dar. Debemos deshacernos de ella y escapar antes de que haga lo mismo con nosotros.

Y la mujer de los mil genes robados no sospechó nada. Sus gritos se escucharon en toda la luna mientras los filos rasgaban su garganta y estómago.

—¿Y si...? —los niños miraron el cuerpo, recordaron los papeles. Tuvieron una idea.

* * *

—Qué raro —observó Grëisel—. No siento nada extraño, ni diferente.

—Tal vez las leyes de la genética no funcionen así.

Luego de arrancar lo que podían del cuerpo de la científica y comérselo, los niños quemaron todo para que nadie nunca viera sus pensamientos viles; y se dieron a la fuga.

¡De algo había servido la vieja cuchilla!

A sus espaldas, las estrellas seguían ardiendo.

Antología: El País de los ClásicosWhere stories live. Discover now