Galletas con mermelada - 1994

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Los lunes siempre amanecían más despacio. Como si nadie osara irrumpir en medio de tanta paz. Las persianas se quedaban levantadas desde el día anterior, y la luz azul de las siete invadía el piso entero, pintando de rayas las paredes. Era un piso alto, el último piso, de los que dan vértigo cuando intentas distinguir la tierra desde el balcón. Un piso de sol, de madera y libros.

El suelo de roble crujió con los primeros pasos a la ducha, y la cocina enseguida desprendió su olor a cafetera borboteante y tostadas ennegrecidas. Su madre abrió despacio la puerta al dormitorio de estrellas, sin estar muy convencida de querer hacerlo. Tras los fines de semana de jarana y alborozo, siempre se le rompía un poco el corazón al tener que despertar a Laura de los sueños más fabulosos y profundos.

–Mamá, ¿hoy hay cole?

–Sí, mi amor.

–Ah...

Levantó las cortinas estrelladas y las pegatinas de pared con la misma forma dejaron de brillar. Laura se sentó al borde de la cama resignada y legañosa, mientras su madre le ponía los leotardos con menos pelotillas que había encontrado. Eran de lana azul marino, a juego con el peliagudo jersey, que intentó ponerse ella sola sin mucho éxito. Por mucho que practicara era como esconderse bajo un manto gigante y pelearse con miles de brazos para salir a la superficie.

Los días de diario Laura desayunaba Cola Cao y una tostada de pan Bimbo con mermelada de fresa. Las mermeladas de otras frutas no eran mermeladas de verdad, sino substancias extrañas y gelatinosas de colores mucho más aburridos que el rosa. Cuando nadie la miraba, porque estaban preparándole la mochila con estuches y extraños artilugios, o limpiando la olla de hervir pasta la noche anterior, le gustaba zambullir la inocente tostada en el café de los mayores. La mermelada se hacía más lisa y reluciente y el pan se ablandaba tanto que tenía que comérselo de un bocado para no poner todo perdido. Aunque de momento, eso era un secreto entre la tostada y ella.

Pero aquella mañana, como tantos otros lunes, se les había hecho tarde para tostadas y juegos. Su madre le cerró los zapatos de flores y velcro, le abrochó hasta el último botón de la trenca de lana y le dio dos galletas integrales untadas en mermelada, para que desayunara en el coche de camino al colegio. En su casa no se llevaban las galletas de dibujos y chocolate, pero aquéllas no estaban tan mal, al fin y al cabo, sabían a mermelada de fresa.

–Mamá, ¿puedo ver los dibus?

–No, que vas a llegar tarde al cole.

–Ah...

Su padre había salido minutos antes, y la esperaba frente al portal, calentando el viejo Opel Kadett de un rojo burlón. El humo del cigarro le delataba por la rendija de la ventanilla, y el tubo de escape rugía impaciente.

La primera misión de la mañana consistía en terminarse las dos galletas antes de llegar al colegio, sin que se le cayeran de las manos al pasar algún bache y aterrizaran del lado de la mermelada sobre el pichi de cuadros, como solía pasar. Laura sujetaba una galleta en cada mano, como haciendo equilibrios, y se las comía miguita a miguita muy entretenida.

–Papá, ¿mañana es mi cumpleaños?

–No cariño, tu cumpleaños es en octubre.

–¿Y octubre es mañana?

–No, estamos en febrero.

–Ah...

El cielo perezoso se iba cubriendo de pinceladas rosas y naranjas con la primera luz. Al acercase al centro de la ciudad se teñía de un gris sucio, sobre el horizonte y los edificios despiadados. Y el sol se escondía entre los bloques de pisos, aguantando en su cama unos minutos más. Las calles todavía iluminadas y las señoras mayores que madrugaban para ir al mercado. El ruido de los bares al despertar, las cancelas de metal que subían expectantes, la voz cálida de la radio, entrecortada y veloz, y las bocinas impacientes que no había manera de que callaran. Todo se sumaba a aquel concierto tan desafinado de lunes.

La calefacción ya prendía con fuerza y las partículas de aire sofocante llenaban el coche entero. Laura sintió las orejas calientes, y las mejillas a punto de estallar. Casi no podía moverse. Con el último botón de madera cerrado bajo el cuello y sus mil capas, iba encajada en una silla de bebé que empezaba a quedarse pequeña.

–Papá, ¿por qué no te mueves?

–Porque es la hora punta cielo...

–¿Qué es la hora puta?

–Sí... así debería llamarse –miró por el espejo retrovisor y vio una mata desaliñada de rizos dorados y dos ojos azules y enfadados que empezaban a desesperarse–. Lo que pasa... es que va a pasar una princesa de un momento a otro, y obligan a los demás coches a abrir paso. Así que tenemos que esperar.

–¿Va a venir en carrosa?

–No, porque si viniera en carroza todos la reconoceríamos y sería muy peligroso para ella. Va a pasarnos en un coche blanco y medio roto de un momento a otro. Para disimular. Así que estate atenta.

Laura abrió los ojos y la boca, estiró los brazos y las piernas, que por mucho que lo intentara no alcanzaban el suelo. Y parecía una estrella azul y amarilla dentro de un abrigo tan hermético. Miró por la ventana y enseguida distinguió a la princesa de incógnito.

–Papá, papá, ¡la princesa! ¡Ya la he visto, ya la he visto! Va en un coche blanco con el princese.

–¿Ya la has visto? ¿Y es guapa la princesa?

–No, es muy fea. Y fuma como tú. Para disimular.

–¿Sabes lo que vamos a hacer? No quiero que llegues tarde al cole, así que creo que voy a activar las alas del coche y vamos a ir volando, como en Chitty Chitty Bang Bang, ¿qué te parece?

Su padre apagó la calefacción. Rebuscó en la guantera, apartando papeles inservibles y una bolsa de caramelos. Encontró uno de sus casetes favoritos, lo metió y dio al play. Sonaba Don't stop me now, de Queen.

Los asientos empezaron a vibrar y el motor emitía un sonido retumbante y extraño.

–Agárrate fuerte Laura, que allá vamos.

Salieron dos alas metalizadas a ambos lados. El coche empezó a ascender, dejando atrás aquel atasco. Era como si las fábricas a ambos lados se derrumbaran a su paso y desaparecieron en tan solo unos segundos. Pronto atravesarían las nubes de algodón, se inventarían formas y animales, y tendrían la ciudad entera bajo sus pies. Una ciudad que enseguida se haría microscópica, y a la que poco echarían de menos.

Las ruedas se deslizarían sobre los rayos de sol, siguiendo su camino. Y el Opel se inundaría de una luz tan cálida y tan blanca como su corazón, y de mil historias más como aquella. I'm a shooting star leaping through the sky. Like a tiger defying the laws of gravity. I'm a racing car passing by like Lady Godiva.

Y Laura se tronchaba de la risa, con una de esas carcajadas de niño pequeño, tan escandalosas y desvergonzadas, como si toda la felicidad del mundo le saliera por la boca. Aplaudía con sus dedos pegajosos y diminutos. Y tenía restos de mermelada en las manos, y en el pelo, y en el pichi de cuadros que estrenaba ese mismo día. 

Todas las cosas buenasWhere stories live. Discover now