Capitulo 8

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La puerta del comedor se azotó con un inesperado golpe, y el barullo que adornaba el eco de las paredes se silenció.

-¡Hola señoritas! –todas voltearon hacía la puerta y vieron a Karen junto a ella- Yo se que están comiendo, pero tendrán que dejar su plato a un lado y venir conmigo.

Nadie respondió ni se levantó de su lugar.

-¿De qué hablas? –preguntó de mala gana una de ellas, rompiendo de tajo el silencio que se había formado y dando inicio a un nuevo alboroto- ¿Por qué abríamos de seguirte? No ves que estamos en nuestra merienda.

-Ah pues justamente. Si quieren seguir teniendo una merienda sobre ese plato, será mejor que dejen de parlotear y vengan a ayudarme de inmediato, que no hay mucho tiempo. Ha llegado a nuestro recinto una persona muy herida.

-¿Y a nosotras que? –respondió otra- tú eres la enfermera. ¿Sabrás arreglártelas no? Para eso te pagan. Déjanos en paz y vete de aquí.

-Escuchen bien, marfuzas pálidas. Si este sujeto llega a morir aquí dentro, podrían cerrar este circo. Y a mi qué verdad, si eso pasara solo necesito conseguir otro trabajo, sin embargo, todas ustedes regresaran a su carcelita amarilla esa que ustedes llaman convento. Si les parece bien pueden quedarse sentadas.

Nadie tuvo valor para continuar con la disputa.

-¿Pero que es todo esto Dios mio? –dijo la madre superiora al llegar-- ¡Karen, por favor, tienes que modular tu tono, se que no compartes nuestra vocación religiosa, pero estoy segura de que conoces la amabilidad y una mejor forma de pedir las cosas. Y en cuanto a ustedes –volteó a ver a todas las hermanas que comían en ese momento y comenzó a caminar a través del pasillo hasta llegar a las mesas- Tampoco estoy muy orgullosa de ustedes. Qué es eso de ¿Y a nosotras que? Sí es verdad que tienen la intención de servir a nuestro señor Jesucristo, todo lo que suceda a su alrededor es de su incumbencia. Como sea –hizo una pausa para tomar aire-. Es verdad lo que ha dicho Karen, ha llegado una persona muy herida con nosotras, e igualmente es verdad lo que mencionó sobre cerrar este lugar. Así que sin que renieguen de nada, necesito por favor que todas aquellas que hayan terminado de comer, vengan con nosotras a la sala de curaciones. Es urgente -salió del comedor con paso rápido y Karen corrió tras ella sin decir nada- Ya tienes el apoyo señorita. Ahora espero que Dios se manifieste en tus manos y seas tú la que haga el milagro posible.

Solo seis de las religiosas que estaban comiendo obedecieron las palabras de la superiora y corrieron a la sala de curaciones, mientras todas las demás seguían firmes en el hecho de que todo eso no era culpa suya. El edificio no era muy extenso, y la sala de curaciones era anteriormente el cuarto más chico de todos los dormitorios, por lo que se encontraba a solo tres puertas del comedor. Karen esperó a que las voluntarias llegaran, para recorrer la cortina azul que bordeaba la camilla. Entró junto con la madre superiora y dejo que las demás vieran la escena completa.

Oliver estaba desnudo y boca arriba, dejando a plena vista sus genitales y la herida podrida de la pierna. Del brazo derecho se conectaban dos catéteres, uno con suero sobre las venas del antebrazo, y otro con sangre universal sobre las arterias que recorren el bíceps. Y de la misma manera, del brazo izquierdo se conectaban otros dos. Uno justo arriba de la muñeca que en vez de suministrarle algún suero, le extraía la sangre sucia del cuerpo, y otro más conectado sobre la capa de piel atrás del codo, con suero lleno de antibióticos. Por último, una mascarilla de oxigeno le permitía inflar tenuemente sus pulmones.

-¡Santo cielo! –gritó alarmada una de las monjas apenas entró a la habitación- Pero que descaró, que falta de respeto hacía nosotras, y hacía nuestra sagrada institución.

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