Capítulo III

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Si el loco persistiera en su locura, se volvería sabio.

William Blake (1757-1827). Poeta y pintor inglés.

Mía y Alexander llegaron a la segunda planta

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Mía y Alexander llegaron a la segunda planta. Allí, Mía movió las manos de una forma extraña y anduvo hasta la habitación infantil en la que Margaret había pasado su niñez. La clarividente cerró los ojos con fuerza. 

—Quiero que descubras la verdad —susurró Mía en el aire, con una voz impropia de ella—. No, Margaret. No... Debes afrontar la verdad. La verdad es dolorosa. Yo no te haré daño, sino ella.

La pelirroja empujó la puerta y la abrió de par en par con una expresión difícil de descifrar.

—Está observando sus retratos —informó con voz dulce, señalando los cuadros en los que aparecía Margaret retratada—. Es real, aunque no creas en ello —habló de nuevo con la mujer invisible para Alexander—. Dile al servicio que abra las puertas de este pasillo —pidió, modulando la voz en función de con quien hablaba. 

Se movieron a la habitación de matrimonio de los señores Trudis y allí,  Alexander vio como los cajones de losmuebles se abrían solos. Pero lo más impresionante fue ver a un joyero del que salió flotando unaplaca de oro con un nombre grabado: "Margaret Trudis".

—Está preguntando por ti —explicó Mía, provocando que el padre diera un paso al frente, emocionado—. Pero todavía no podemos ofrecerle esa información... Debemos ir poco a poco. Los demonios la han retenido durante demasiado tiempo y sólo Dios y la paciencia podrán recuperarla. 

Paso a paso, explicación tras explicación, se adentraron en la recámara de los doseles amarillos en la que el cuerpo de Margaret estaba dormido. 

—¿Se ve? —inquirió Alexander. 

—No, nos ve. Ni si quiera se ve a sí misma. Pero se siente cómoda aquí y no tiene miedo. Aprovecharé esta oportunidad para introducir algunos recuerdos de su vida real en su mente... con el nombre de Dios y nada con mi poder sino a través de mis conocimientos y mis técnicas. 

 Mía entró en trance hasta la noche; en un momento inesperado, dio un salto repentino y corrió hacia la planta baja. 

—La estamos perdiendo, quiere irse... 

—No lo permitas, Mía —suplicó el padre desesperado frente a los ojos inverosímiles del servicio que habían aguantado un sinfín de actos demoníacos y psicóticos desde que Margaret había caído en la inconsciencia.  

¿Serían un problema esas personas para el señor Trudis? ¿Esas personas que lo miraban asustado? ¿Como si de la noche a la mañana hubiera enloquecido? El mayordomo, Benjamin, hacía meses que barajaba la posibilidad de llamar a las autoridades por miedo a que un asesinato pudiera volver a ocurrir, dados los antecedentes familiares. 

La verdad de Margaret TrudisWhere stories live. Discover now