El Reflejo de Siracusa

14 3 1
                                    


Jericho, subcomandante de las fuerzas de defensa de la ciudad-estado de Siracusa, olisqueó el aire húmedo de esa noche. Mientras iba de camino a la timba diaria, observó el lúgubre ambiente que transmitía la plebe que se sentaba en el pedregoso suelo de la ciudad. Sabían que, con probabilidad, Roma iba a atacarlos con una rabia comparable con la de un lobo al borde de la inanición atrapando a su presa. Su casus belli era que Siracusa se alió con los cartagineses después de estos les prometieran cederles toda Sicilia por su ayuda al fallecer Hierón II, tirano de Siracusa. 

Cuando el tahúr llegó al lugar indicado, los demás estaban con una pesadumbre muy notable. No parecían tener ni el más mínimo atisbo de querer lanzar los dados ni de apostar ni un solo denario robado de los romanos. Jericho, sintiéndose impotente ante tal desolador panorama, puso la cabeza gacha y se quedó meditando sin saber cómo actuar. En cualquier momento todo parecía que se iba a venir abajo. En ese momento y, como si fuera obra de Ares, apareció Arquímedes con un plano de grandes dimensiones. Pocos minutos después aparecieron Hipócrates y Epícides, tiranos de la ciudad. Todos, con celeridad, se pusieron de pie junto con Aristóteles que estaba extendiendo el papel. Sendos comandantes se sentaron con el resto y dejaron a su conciudadano más célebre comenzar su explicación.

Había un silencio total en la habitación. Todos estaban expectantes por lo que se iba a mostrar. Hasta los tiranos se quedaron callados y no hicieron ningún comentario. La situación era crítica y todo parecía indicar que pedían de un hilo muy fino que estaba a punto de fracturarse. No sabían qué decir, habían depositado toda esperanza en lo estaba por acontecer.

Nada más terminar de quitar la última arruga del pergamino, Arquímedes señaló un punto concreto del dibujo. Ahí se podían ver distintos puestos de la muralla de Siracusa destacados por múltiples colores y marcas con símbolos geométricos. Entonces, Jericho preguntó súbitamente:

— ¿Desde ahí atacaremos con nuestras balistas, ¿no? —dijo con cara de asombro por el detallado de la ilustración.

— No, es algo más sofisticado. Aquí cada artefacto debe de estar justo donde se indica en el papel. Sino, Siracusa caerá en manos de la escoria romana —respondió Arquímedes.

— Siendo así, ¿qué estará ubicado en dichos puntos?

— Tú mismo lo verás con propios tus ojos en unos segundos. —En ese mismo instante ordenó a un plebeyo sacar un objeto de un carromato que estaba aparcado en la calle. Cuando le entregó el artilugio dijo una frase que caló en lo más fondo de Jericho—: Este mundo siempre fue, es y será fuego eternamente vivo.

Esta frase fue reconocida fácilmente por Jericho pues era una de las máximas más célebres de Heráclito.

— ¿Qué haremos con esas placas? ¿fuego? ―preguntó confundido.

— Sí, haremos que caigan rayos del sol como si del mismo Zeus se tratara. Haremos que los convoyes enemigos se hundan en sollozos ardientes.

— ¿De qué están compuestas esas placas brillantes? ―dijo el subcomandante señalando el artefacto que sostenía el esclavo.

— De cobre pulido, por eso es tan reluciente y, precisamente, esa es la razón por la que nuestros enemigos arderán en un mar de llamas.

Intrigado por el asunto, Jericho hizo múltiples preguntas más al matemático:

— ¿A cuánta distancia son efectivos estos rayos solares?

— Algo más de un plétron. 

— ¿Cuántos tendremos que colocar?

— 139, ni uno más ni uno menos.

— Y, ¿por qué de cobre? ¿no podría haber sido de otro tipo de metal?

El Reflejo de SiracusaWhere stories live. Discover now