III

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Jacobo lleva mangas largas debajo de la playera de la escuela, se arremanga mientras Jonathan le pasa los cerillos y prenden el del pequeño camello sobre la colilla naranja, Jacobo los roba a papá, siempre se escurre hasta el cuarto y a expensas de ser detenido, hurta furtivo el tabaco, solo uno para nunca levantar sospecha, a veces dos por mera vanidad. Sus zapatos se mojan en la profundidad de los charcos del camino a la escuela, el cielo de plomo suele estallar en llanto durante todo noviembre, fuman mal, tosen sin dejar pasar el humo a acariciarles los pulmones.

—No te hagas güey, dame otro toque —Jonathan sabe fumar sin toser.

— ¡Cámara puto! —dice Jacobo —. Ni me dejas siquiera disfrutarlo. Jacobo pasa el chicho ardiente a Jonathan, él saca un perfume siete machos, y lo esparce por todo el ambiente.

—Ajas güey, dame loción, no quiero apestar a muerte —dice Jonathan mientras intenta arrebatar el frasco negro de 7 cabras.

—¡Espérate pendejo!

—Ay no mames, que asco, huele bien feo —lamenta Jacobo—, huele a mercado.

—Es lo único que hay, se lo quité a mi mamá, lo usa para... —Jacobo le arrebata el frasco, pero en lugar de interceptarlo, el forcejeo hace caer la botella y el perfume se mezcla a las nubes del suelo reflejadas en el charco. Un pichón bebe el coctel del suelo.

—¡Ah, pinche idiota! —Jacobo siente los regaños de mamá en las sienes—, neta eres un estúpido; ya así déjalo, vamos a la escuela.

Cinco cuadras después tienen en frente a los niños, unos algo mojados, otros visten impermeables y botas también del mismo material. —Mira los patitos — Jonathan señala a los niños impermeabilizados. «Escuela Primaria Porfirio Díaz» dice un anuncio oxidado por toda la caca de pájaro vertical.

Jacobo y Jonathan no apresuran entrar, al contrario, buscan eternos charcos. La Maestra Rosy; puntual checa el uniforme y el aseo de los alumnos por mandato del director Artemio.

—¡Ándenles niños, se les hace tarde! A ver tú Jacobo, bájese esas mangas y fájese la playera —indica férreamente, él obedece sin peros. Jonathan se pega al flanco derecho de Jacobo, para aludir a la maestra—, ¡Hey tú! Venga para acá. Rosy percata el olor a cigarro, aunque el perfume siete machos apesta, el extremo olor del tabaco llena la fila de niños de primaria, Rosy pierde la noción olfativa en el aroma de la tierra mojada, el pasto húmedo y el cemento encharcado, pero ella lee una caminata miedosa en ambos. Jonathan intenta escapar, pero la maestra le asalta las orejas, y Jonathan echa un bramido.

—Apestas a cigarro, Jonathan — Jacobo acelera para huir—, Usted a dónde va, ven tú también Jacobo, vienes con él, no te hagas. La maestra olisquea el tufo a cigarro en los dedos de ambos.

—Se me van derechito a dirección —ambos ponen resistencia al inventar historias cimentadas por mentiras, no salen avante de la situación y aceptan después de fantasías infantiles todo castigo.

—¿Estaban fumando, mocosos? —les dice el director Artemio con acento ejidal—. ¡Nombre, ya ni la muelen carajo!— Artemio saca dos reportes de un cajón y escribe cosas ilegibles en una letra dispersa por papel mal cortado. —Quiero mañana este reporte firmado por papás o tutores, nada de falsificar la firma —Artemio titubea—, no saben qué, mejor los quiero directamente acá, sino...

—el teléfono de disco lo interrumpe y Artemio contesta—... sí dígame.

Jacobo y Jonathan escuchan la plática entrecortada y los labios ágiles de Artemio, los dos callan, solo ven las gotas de agua galopantes en el vidrio de dirección, el trote de agua cae en diagonal, quizá no le cueste romper la ventana. Ambos ven distantes a Tere sentada afuera del salón, en las gradas bajo un paraguas.

—Ah 'ira, la Tere no entró a clases —señala Jonathan desde la oficina.

—Qué día tan raro —le susurra Jacobo—, la ñoña del salón no está en clases.

Artemio cuelga el teléfono. No hace ruido ni dice nada más, se sienta y se pone a acariciar un peluche de perico. —Niños, aquí se van a quedar hasta mi regreso —Artemio los castiga dentro de la oficina y se va sin atender la suciedad del calzado. Jacobo y Jonathan están presos en esa cárcel llena de libros y enciclopedias jamás abiertas, cerca un escritorio de roble cubre una máquina de escribir, seguro no tiene tinta.

Da la hora del recreo, y distantes a la diversión, Jacobo y Jonathan comparten un lonche de huevo frío, calma tripas salvajes. Una barahúnda se forma en la cancha, Gustavo, Federico, Gonzalo, Pablo y Enrique pelean, y un círculo de curiosos de todos los grados se forma en medio, Jacobo y Jonathan asoman por la ventana, pero el tumulto les niega visión alguna del espectáculo. Pablo suelta golpes a la cara de Enrique, las patadas vuelan destinadas a las rodillas de Federico, Gonzalo es el remitente. El profesor Leonardo se percata del barullo, se mete a separarlos, la maestra Rosy aparece fuera de acción y los dos llevan al conjunto de estudiantes directo a la oficina del director; sin embargo, no pueden entrar. Llega el conserje y da vuelta al conjunto de llaves, hace un sonido y deja otros cinco prisioneros en la oficina. Los siete samuráis se conglomeran. Están calmados, los golpeteos pluviales pegan más fuerte en la ventana.

—¿Por qué se pelean? —pregunta Jacobo.

—El pinche Fede no me quiso dar el tazo de Pikachú —dice Gonzalo.

—Ay no mamen — Jacobo no guarda silencio—, ni siquiera es el número uno, es el veinticinco.

—¡Pero pos' se lo volteé dos veces! y al final dijo que íbamos a jugar de mentis.

—Qué jotos —dice Jonathan—, se pelearan por una morra. ¿Y los otros porqué se agarraron a madrazos? —pregunta.

—También jugábamos —responde Pablo—, y pos' están chidos los madrazos. Enrique asiente.

Los siete machos platican al ritmo de la lluvia, no se cansan de la lengua.

—¿Qué hicieron antes de receso en clase? —pregunta Jacobo reacio, lo hace por estar enterado, por si se había perdido un chiste o una burla a los tontos del salón.

—Nada interesante, solo el profe Martín revisó la tarea de matemáticas y ya, la lluvia nos distrae —responde Enrique, punzante.

—Oye, ¿y la Tere no entró 'eda? Ahí estaba toda mensa, mojada de la falda —Jonathan está curioso por la situación.

—No güey, pinche rareza, por eso llovió —Federico respira nasalmente, bromea.

—Pos' si está cabrón, la Tere nunca falta, pinche ñoñota —comenta Pablo—, o sea, no faltó, pero no entró a la clase, y no la vimos en el recreo.

—La que si ni se paró en la escuela es Camila —apunta Gustavo.

—La otra pinche ñoña —dice Jacobo.

—Güeyes cámara, pero las chichis que tiene —dice y emula dos globos inflados en el pecho—, está bien chida la Camila.

—Lástima que sea hermana del Esquivel, sino ya la tendría acá conmigo —dice Pablo y saca la lengua lujurioso.

Todos ríen.

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⏰ Última atualização: Nov 28, 2019 ⏰

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