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Albert


Una tarde melancólica evalué mi propia vida y me di cuenta de que era triste por naturaleza. Tal vez en la única etapa que sentí felicidad fue en mi infancia; puesto que, desde que llegué a mi adolescencia, la tristeza aterrizó en mi mundo para no volver a despegar. Y me acostumbré tanto a ella, que, si decidía irse por unos días, la extrañaba. Es más, la invitaba a regresar, escuchando música o leyendo algún libro pesimista que la suscitara de nuevo.

     Me encontraba dañado, así que no añoraba que la gente se me acercara. La mejor vía de escape era alejarme. Parecía engreído, pero en el fondo aún contaba con un buen corazón y no quería que terminaran de estropearlo. Del mismo modo, optaba por esa resolución para estar lejos de causarle sufrimiento a otras personas. Era consciente de que los humanos acababan lastimando a quienes les amaban. En efecto, había dos opciones: lastimar o ser lastimado. Y mi incesante miedo a que cualquiera de las dos ocurriera me mantenía firme en mi decisión.

     A veces me preguntaba qué incitó —con exactitud— a que me convirtiera en lo que soy. Tenía algunos motivos: mi existencia fue distorsionada desde mi infancia. Los maltratos eran el pan de cada día en el instituto. Luego, viene la segunda cuestión que me dañó en mayor proporción y de la que no pude huir: yo mismo. Los pensamientos en mi cabeza no eran nada positivos; ponía de mi esfuerzo para ahuyentarlos, pero en mi interior había algo más fuerte que me lo impedía. Si era verídico que «uno atrae lo que piensa», estaba jodido.

     Mis trastornos, como era de esperar, me llevaron a terapia. Mis padres las pagaron junto a mis medicamentos durante toda mi adolescencia, pero siempre lo hicieron de mala manera. Y les molestaba que no tuviera avances en lo que llamaban «mi supuesta recuperación». Algunas personas no entendían nada de los problemas emocionales, y ellos formaban parte de ese grupo. Estar en mis zapatos era complejo, porque no fui respaldado con el entendimiento requerido.

     Cuando cumplí mis dieciocho años, quise alejar todas esas responsabilidades de ellos. Les agradecí por lo que hicieron por mí, pero ya no quería ser una carga. Por fortuna, pude conseguir un trabajo en una cafetería nueva que fundó mi tía. Ella no sabía acerca de mis problemas emocionales; mis padres nunca le contaron a nadie. Tuvieron consideración conmigo, después de todo.

     Luego de finalizar el instituto, la mayoría de mis compañeros se fueron a la universidad, yo me rehusé a seguirlos. Si bien me gustaban los estudios, nunca tuve los ánimos suficientes para mandar una solicitud. Ahora bien, tampoco me lamentaba de ello, ya que disfrutaba leyendo y aprendiendo cosas nuevas en mi apartamento. La gente debía saber que se puede cultivar más conocimiento por cuenta propia que con un profesor en un salón de clases, o eso era lo que creía desde mi experiencia.

     El dinero que ganaba en la cafetería me alcanzó para alquilar un apartamento, en el que, afortunadamente, no me tocaron vecinos problemáticos. Al principio, tenía miedo de eso, pues es lo que pasaba en edificios en los que la renta no era tan cara. Tengo que reconocer que vivir solo los primeros días fue difícil, sobre todo por la comodidad que sentía con mis padres. Nunca en mi vida me había separado de ellos. Pero, cuando no hay muchos caminos que tomar, te acostumbras a lo que sea.

     Hoy era sábado y no trabajaba en la cafetería. Acordé con mi tía que, si sumaba horas extras todos los días, me daría uno libre. Los sábados no me proponía hacer muchas actividades. Decidía quedarme acostado, mirando series, escuchando música, leyendo o pensando. Me habría gustado tener terapia este día. Lastimosamente, mis terapias eran los jueves. Asistir a las sesiones me ayudaba bastante. Y pensar que, cuando empecé a presentar complicaciones por mis trastornos, mis padres no sabían si debía ir o no, ya que decían que no estaba loco.

     De cualquier manera, hace un tiempo estaba en un estado más crítico. Llegué al punto de no querer levantarme de la cama y rechazar la comida. Esto causó una pérdida notable en mi peso; pero, estos últimos meses, fui recuperando los kilos que perdí. Desde luego, si nos remontamos a esos momentos, ahora mismo me sentía mejor. Sin embargo, la pregunta que me hacía era si realmente superaría la depresión o tendría que aprender a vivir con ella para siempre. Y, para ser sincero, lo de aprender a vivir con ella ganaba en mi mente.

     No tenía planeado salir hoy, pero un día de esta semana perdí una de mis pulseras y necesitaba comprar otra. Aunque pareciera tonto, era algo que extrañaba. Además, ir a otro lugar que no fuera la cafetería me haría bien, considerando que, por lo general, evitaba el trato con la gente.

     El día no estaba mal. Me refiero a que se encontraba gris y con probabilidad de lluvia. Me encantaban los días grises porque, en esencia, representaban mi vida.

La chica que parecía imposible ©Where stories live. Discover now