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IV

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Elena


Después de llegar del paseo, pasamos el resto de la tarde jugando Monopoly con mi mamá. Era uno de mis juegos de mesa preferidos. La mayoría de las veces yo salía vencedora. Tenía una suerte especial con los dados. Si este juego hubiera sido real, sería millonaria.

     La hora de la cena llegó y decidimos pedir pizza: nuestra comida favorita de los sábados. Lo que más nos gustaba es que no tardaba en llegar. Lo curioso era que la entregaba una chica. Y digo «curioso» porque era raro ver a una mujer repartiendo pizzas. Siempre le decía a mi mamá que le diéramos una merecida propina.

     Cada sábado, una de nosotras tenía que buscar una película en el repertorio de Netflix. A nadie le gustaba tener esa responsabilidad, porque era una tarea complicada elegir entre tantas. A la que más le costaba era a mi mamá. Elizabeth, por otra parte, no se tardaba mucho. El día de hoy me tocaba a mí. Tomé el control de la televisión e inicié una búsqueda minuciosa. Me decidí por una de terror: la segunda de El conjuro.

     —¿Creen que dé miedo? —pregunté, acomodándome en mi sofá preferido—. Recuerdo que vimos la primera y no estuvo mal. Pero no consiguió sacarme un susto. Espero que esta sí lo logre.

     —A ti nada te da miedo lo paranormal, Elena —me respondió Elizabeth, encogiéndose de hombros.

     Al tiempo que mirábamos la película, no pude evitar tener la sensación de comer. A veces tenía episodios de lo que llamaban «hambre emocional». Necesitaba comer mucho y, si era algo dulce, mejor. Mi mamá, al darse cuenta de mi problema, decidió ponerse más estricta con lo que comía.

     Pude contener mi hambre y me concentré en la película hasta que llegó a su final. No me quedé con una buena sensación; la primera fue mucho mejor... o probablemente Elizabeth tenía razón: mi miedo hacia las cosas paranormales se había esfumado.

     Ya era hora de irse a la cama. La buena noticia era que Elizabeth se iba a quedar a dormir conmigo. En realidad, lo hacía la mayoría de los sábados, debido a que las películas terminaban tan tarde que no se podía ir a su casa. Todas las ocasiones en las que se quedaba, jugábamos a un juego que nombramos: «Hacernos preguntas comprometedoras». Y la única regla era que estábamos obligadas a responder con sinceridad.

     —Creo que ya sabes lo que toca —me dijo Elizabeth, y se sentó en la cama con las piernas cruzadas.

     —Por supuesto, boba.

     —Yo primero. —Levantó la mano derecha. Se pareció a la chica inteligente del salón cuando el profesor pedía la opinión de alguien.

     —Como gustes, chica sexy de cabello morado.

     —¿Alguna vez te has besado con Edward? —me preguntó, poniendo una mano sobre su boca.

     —Empezaste fuerte —Arqueé una ceja para hacerle saber que su pregunta no me había simpatizado.

     Edward era un chico que venía de visita todos los años para las épocas de Navidad. Sus padres eran muy buenos amigos de los míos, por tanto, disfrutaban mutuamente de su compañía. Podría decir que se convirtió en una tradición tenerlos con nosotros casi todo el mes de diciembre.

     —No niegues que te gusta y que es tu amor platónico —insistió Elizabeth.

     —A ver —respondí por fin—, no puedo negar que está guapo, pero de ahí a ser mi amor platónico... no lo creo. Y, con respecto a lo otro: no, nunca lo he besado.

     —Ja, ja, ja, te creo poco.

     —Ahora voy yo. —Me froté las manos con una sonrisa maliciosa—. Mi pregunta es sencilla, ¿cuándo fue la última vez que tuviste sexo?

     —Ayer —me respondió con rapidez y sin dudarlo.

     —¡Amiga, eres una zorra! —Me reí a carcajadas. Tuve que taparme la boca con la almohada para no despertar a mi mamá.

     —Voy a ser sincera. —Movió su cuello hacia ambos lados del cuerpo. Una vez me dijo que hacía eso para desestresarse—. La verdad me gusta mucho un chico con el que estoy saliendo. No sé si quiero tener una relación ahora mismo, pero el gustito me lo doy. Tú deberías de conseguir a alguien también.

     Yo no les tomaba mucha importancia a las relaciones de pareja desde lo ocurrido con Ryan. Era tan disimulada en ese aspecto que se me había olvidado de contarle lo que pasó hoy en la tienda de pulseras.

     —Hoy conocí a un chico en la tienda de pulseras y me regaló esta. —Le mostré la pulsera con la figura de mariposa.

     —¿Por qué no me lo dijiste? —me preguntó en tono de reclamo—. Yo creí que tú la habías comprado.

     —La verdad no le quise tomar mucha importancia.

     —No te puedes cerrar cuando se trata del amor, Elena. Es algo natural y hermoso que no puede ser evitado. En algún momento llegará, y es mejor que estés preparada.

     —No creo estar preparada. —Sacudí mi cabeza de un lado a otro, negando.

     —La persona correcta te hará saber que estás preparada.

     —Ya pareces poeta —le dije, burlándome.

     —¿El tipo era guapo al menos? —me preguntó.

     —Te mentiría si te dijera que no, pero es lo de menos para mí.

     —¿Sabes su nombre?

     —Sí, sí. Al... Alla... Albert, se llamaba Albert —afirmé entre dudas—. Pero no tengo su número ni nada, amiga. Así que, podemos dejarlo en el olvido.

     —Tendré la esperanza de que algún día te lo encuentres de nuevo —me dijo, bostezando.

     Me quedé un rato pensando en el chico, en su extrovertida camisa y su cabello que combinaba con sus ojos. Era muy atractivo, sin lugar a dudas. Lo más seguro es que quedaría en el álbum que tenía en mi mente, donde guardaba las imágenes de chicos guapos que nunca volvería a ver.

     —Elena —susurró Elizabeth, adormitada—, quiero que mañana vayamos a desayunar a la cafetería que abrió hace poco. Dicen que su café es delicioso, adictivo y muchas cosas más. Necesito verificar que eso sea verdad.

     —Como quieras —acepté.

     Me tapé con las sábanas y caí en un sueño profundo.

La chica que parecía imposible ©Where stories live. Discover now