Capítulo 2

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Madre de Ana.

Desde hacía mucho tiempo sabía lo que le pasaba a mi hija. Quiero decir, aún a día de hoy no sé cuándo entró concretamente en el mundo de las drogas hasta que un día me la encontré casi inconsciente sentada dentro del armario de su habitación con una aguja aún clavada en el brazo. Creo que fue el día más doloroso de mi vida justo antes del día en el que me vi obligada a echarla de casa por su bien y para alejarla de la heroína.

Con el tiempo nos fuimos reconciliando y ella me contó que también tomo Valium, LSD, marihuana y éxtasis entre otras bastante antes de consumir heroína. Todavía me siento una mala madre por no haberme dado cuenta y no haber reaccionado antes. No voy a negar que me siento una mala madre.

Cuando me enteré de la historia de Christiane F. sentí lástima por ella, pero a la vez alegría porque se había curado y empatía con su madre que había estado pasando por lo mismo que yo, pero de una manera mucho más dura. Ana nunca llegó a darse a la prostitución para conseguir droga, pero probablemente hubiera terminado haciéndolo si yo no la hubiera enviado al Monasterio de Galte.

Por aquel entonces yo era muy creyente. Me había criado en una casa rodeada de crucifijos y santos por todas las esquinas y recovecos posibles y crecí en la mentalidad de que Dios todo lo cura. Esa es la razón por la cual tomé aquella desesperada decisión de mandar a mi hija lejos de mí e internarla en un monasterio cerca de los Picos de Europa, al sur de Cantabria. Pensaba que tal aislamiento ayudaría a superar su abstinencia y que las hermanas junto a la Madre Superiora y el Obispo conseguirían que encontrase el buen camino para dirigirse al descanso y la vida eterna una vez que le llegara el momento.

Aquel veintisiete de diciembre del ochenta y nueve, me decidí a meter todas sus cosas en una maleta, llamar a un taxi y hacer que se fuera. No quería ningún tipo de despedidas, puesto que eso me haría venirme abajo y tantas noches en vela planeando una solución no habrían servido de nada.

Cuando Ana descubrió lo que estaba pasando se puso nerviosa. Se abalanzó contra el armario buscando la poca droga que le quedaba para pegarse un chute y poder relajarse un poco. Quizá lo único que quería era desaparecer, aunque sea por unos instantes. Pero no pudo hacerlo porque yo ya sabía dónde escondía la heroína y me había encargado personalmente de hacerla desaparecer. Le grité que sabía perfectamente dónde escondía la droga, lo cual era mentira. Ese mismo día cuando comencé a hacer su maleta fue cuando lo descubrí. Ella probablemente buscó aquella pequeña bolsita por toda la casa sin saber que estaba en el bolsillo trasero de mi pantalón.

Cuando terminé de empacar todas sus cosas, bajé como pude hasta el piso de abajo con la maleta a cuestas. Allí fue cuando me la encontré tumbada en el sofá empapada de un sudor frío, temblando y retorciéndose del dolor. Ver aquello me rompía el corazón, pero sabía que estaba haciendo lo correcto, así que me fui hasta la cocina, agarré el teléfono y llamé a la centralita de taxis para que uno viniera a recogerla.

Hice de tripas corazón y fingí con todas mis fuerzas que aquello no me afectaba cuando fui hasta el salón y me puse enfrente de ella. El alma se me cayó a los pies una vez más cuando me miró con los ojos vidriosos y me juró una vez más que iba a cambiar.

- Sabes que yo ya no puedo creerte, Ana. El taxi está de camino y no tardará en llegar. Deberías calzarte. - no me atrevía a mirarla fijamente a los ojos. Sabía que me vendría abajo.

Mientras me alejaba de ella volviendo a la cocina respiré hondo e intenté aguantar las ganas de llorar. Aún no sé cómo lo conseguí. Me repetía a mí misma una y otra vez que aquella era nuestra única opción. El Monasterio de Galte era mi única esperanza de no perder a mi querida niña.

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⏰ Last updated: Jan 12, 2020 ⏰

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El Monasterio de GalteWhere stories live. Discover now